La promesa
Me sorprendi¨® su llamada la otra noche. Despu¨¦s de tantos a?os pasados desde la muerte de nuestros padres, s¨®lo hab¨ªa rozado mi vida en r¨¢fagas inconexas, llenas de contestadores con voz de mujer y ruidos de aeropuerto internacional. Mis hijos conoc¨ªan a su t¨ªo por los extempor¨¢neos y sofisticados regalos que hac¨ªa llegar a casa de temporada en temporada y que alimentaban un prestigio cuya elegancia se acendraba en la lejan¨ªa. Pero el silencio entre estos contactos, a lo largo de veinte a?os, era tan opaco y tan dilatado como el trasfondo que se escond¨ªa tras las brillantes expresiones y gestos mundanos que exhib¨ªa en sus apariciones de cometa. Tal vez yo fuese ya la ¨²nica persona en el mundo que lo conociese; que conociese su profundo desvalimiento. Su alegr¨ªa inocente y sus enga?os. Y por eso supe que no me alarmaba vanamente el humilde tono de su voz al tel¨¦fono. Yo me iba apenando mientras ¨¦l perge?aba un largo pre¨¢mbulo oscurecido de laber¨ªnticas razones y una inusitada preocupaci¨®n por la salud de toda la familia. Finalmente me pidi¨® que nos cit¨¢semos anoche en la estaci¨®n de Atocha. El lugar y la hora acabaron de confirmar que no me preocupaba sin motivo. ?C¨®mo lloraba en el entierro de nuestra madre! ?l, que hab¨ªa venido rehuyendo sistem¨¢ticamente los funerales que iban despoblando la familia, se deshac¨ªa en lamentos sentidos; y yo, que poco antes hab¨ªa prometido a la moribunda, m¨¢s por aturdimiento y respeto que por convicci¨®n, que cuidar¨ªa de ¨¦l, sin entender muy bien c¨®mo un individuo mediocre y con el destino hipotecado por la aceptaci¨®n deb¨ªa cuidar de un astro rutilante, comprend¨ª entonces y record¨¦. Esperando en el vac¨ªo and¨¦n se me encendi¨® anoche la imagen de aquellas vacaciones en lo que llamaban una colonia de verano, una residencia con jardines en que Miguel y yo pasamos quince d¨ªas de un agosto de nuestra infancia, y a¨²n veo su carita roja, congestionada por el llanto, llamando a su mam¨¢ mientras los monitores y yo trat¨¢bamos in¨²tilmente de confortarle. Y as¨ª como para m¨ª entonces era casi incomprensible su terrible dolor porque nuestra madre no estuviese all¨ª para calzarlo, o lavarlo, o para plegarse a sus caprichos (no comi¨® apenas nada, y los mosquitos... ?pobre ni?o!), as¨ª su necesidad de una vida huracanada de sobresaltos y delicias, de emoci¨®n y carreras, no ha sido para m¨ª hasta hoy sino objeto de tibia recriminaci¨®n, oculta envidia y prudentes asombro y distancia.Me estaba reprochando no haber cumplido bien la promesa hecha a nuestra madre cuando le observ¨¦ ape¨¢ndose del tren. Las pocas veces que, en los ¨²ltimos a?os, le hab¨ªa visto, su traje era impecable y su presentaci¨®n cinematogr¨¢fica, pero en esta ocasi¨®n vest¨ªa pantal¨®n y chaqueta dis¨ªmiles, y ninguno parec¨ªa de su talla. Iba sin afeitar y su gesto al abrazarme fue deferente y lento, lejos de su arrogancia habitual, que, sin dejar de ser correcta y educada, consegu¨ªa siempre que me avergonzase de mis jers¨¦is baratos. Pero anoche no era el mismo hombre. Caminamos hablando de nader¨ªas hasta uno de los bares de la estaci¨®n y nos sentamos. Entretanto ven¨ªan las cervezas, evitamos mirarnos y fingimos, en silencio, una s¨²bita curiosidad por el local. Cuando las trajeron, dimos un sorbo y comenz¨® a hablar en el mismo tono de la conversaci¨®n telef¨®nica. Pero todav¨ªa no quer¨ªa sentir completa su derrota, y su ilusi¨®n tuvo que pasar por unas inversiones err¨®neas en las Islas V¨ªrgenes, por la mala suerte "que por fin me ha cazado", y por los manejos de un socio estafador: "T¨² no lo conociste, claro. Nos tuvo a todos enga?ados, ?a todos!, durante meses". Utilizaba siempre la primera persona del plural para sentirse miembro de una corporaci¨®n comercial de la que siempre, indefectiblemente, era el alma m¨¢ter, el hombre de la idea, lo que tal vez significase el socio pobre, el inventor que nunca se beneficia de la patente de su genio, lo cual, sospecho, era otra m¨¢scara bajo la m¨¢scara, la del obrero del traje, las adulaciones y los martinis.
Al fin lo solt¨®: estaba arruinado. Es m¨¢s, no percib¨ªa ingresos desde hac¨ªa cuatro a?os, durante los cuales hab¨ªa sobrevivido del producto de la venta de un par de apartamentos que en ¨¦poca de bonanza hab¨ªa comprado en una urbanizaci¨®n de lujo de Marbella. "Qu¨¦ fiestas, t¨ªo. Y con los apartamentos se fueron las mujeres, y, lo que es peor, los contactos". Y aunque ¨¦l hab¨ªa desayunado con alg¨²n jeque ¨¢rabe y tambi¨¦n sacaba de la chistera del recuerdo los nombres de pila de navieros famosos, yo le imaginaba solo, repasando con aprensi¨®n su ¨²nico traje decente en alguna oscura fonda de turistas e ignorando los comentarios que, tal vez en aquellas ¨²ltimas fiestas, se har¨ªan a sus espaldas, asombr¨¢ndose los banqueros de la extra?a locuacidad de aquel hombre acabado. Los ¨²ltimos tiempos hab¨ªa estado viviendo en Toledo, ocupando, para evitar su derribo, una vieja casona propiedad de un conocido suyo que le deb¨ªa algunos favores. La humillaci¨®n de verse desalojado por la polic¨ªa hab¨ªa terminado con ¨¦l.
Y entonces, mientras con piedad reparaba yo en la maleta que antes hab¨ªa escapado a mi atenci¨®n y me dec¨ªa, quiz¨¢ ego¨ªstamente, que todav¨ªa tendr¨ªa ocasi¨®n de cumplir la promesa, son¨® un tel¨¦fono.
Con soltura, detuvo la conversaci¨®n, se ech¨® mano al costado, abri¨® un diminuto m¨®vil y se lo aplic¨® al o¨ªdo. "Miguel Molinos al habla", afirm¨®, y, retrep¨¢ndose en el asiento, comenz¨® a sonre¨ªr: "?Hombre, B¨¢rcenas, en ti estaba pensando ahora mismo!". Su tono se encumbraba de nuevo. Se sacudi¨® el pantal¨®n. Comenzaron a desfilar firmas famosas y cacer¨ªas de cochinos. Cuando contempl¨® la punta del cigarrillo negro y barato que yo le hab¨ªa proporcionado y encendido, con la complacencia con que se debe considerar la larga ceniza de un habano, supe que yo hab¨ªa dejado de existir y que me ser¨ªa imposible cumplir la palabra dada a una muerta. Le dej¨¦ pagar (?c¨®mo negarse?), firm¨¦ el cheque y me alegr¨¦ de volver a casa.
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