Bajo el signo de la historia
"El hombre es el hombre paleol¨ªtico, pero es tambi¨¦n la Marquise de Pompadour, es Genghis Khan y Stephan George, es Pericles y es Charles Chaplin", escribi¨® Ortega. "El hombre pasa y atraviesa", a?ad¨ªa, "por todas esas formas de ser; peregrino del ser las va siendo y des-siendo, es decir, las va viviendo. El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia; porque historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente movilidad y cambio". Se puede ser, si se quiere, menos enf¨¢tico, pero no m¨¢s claro o m¨¢s certero. Resulta, pues, que para saber lo que el hombre es -y lo que importa a la historia: para saber lo que es una naci¨®n, una comunidad, un pueblo, un territorio-, hay ante todo que saber c¨®mo han llegado a ser lo que son. Pueblos, naciones, Estados, regiones (Espa?a, Francia, Estados Unidos, Euzkadi, Catalu?a...) no tendr¨ªan as¨ª identidad esencial, permanente y un¨ªvoca. Su identidad es abierta, cambiante y evolutiva. La identidad es un proceso: Espa?a, Francia, Gran Breta?a... son lo que han ido siendo a trav¨¦s de su historia.La historia cobra as¨ª una dimensi¨®n trascendente. Desconocerla es, como subray¨® el historiador brit¨¢nico Raphael Samuel, como carecer de derechos civiles. No se trata, en modo alguno, de buscar a la historia grandes misiones ejemplaristas, ni cabe ver en ella magisterio alguno para la vida. Menos a¨²n interesa una historia pol¨ªtica o patri¨®ticamente comprometida: al historiador cabe exigirle, cuando menos, cierta neutralidad moral en sus juicios y an¨¢lisis, aunque no quepa ignorar que aqu¨¦l conoce y analiza siempre desde una perspectiva.
Tal vez la ¨²nica lecci¨®n que quepa concluir de la historia es lo que vio Voltaire: constatar la diversidad y multiplicidad de culturas, pueblos y costumbres, idea cargada de connotaciones ¨¦ticas y pol¨ªticas, y que para el propio Voltaire deb¨ªa fundamentar un valor c¨ªvico supremo: la tolerancia.
La historia es, pues, pluralidad. Pero tambi¨¦n la memoria de la sociedad. He ah¨ª dos tareas que no son ociosas ni in¨²tiles: preservar la memoria colectiva y educar en el pluralismo. Desde la perspectiva del historiador, recuperar la memoria colectiva es una labor a la vez cr¨ªtica y renovadora: supone, sencillamente, sustituir los mitos, las leyendas, las falsedades, por conocimiento verdadero, por explicaciones veros¨ªmiles, por afirmaciones constatables y verificables. La historia es fundamentalmente revisionismo cr¨ªtico, ant¨ªdoto contra la incredulidad y la ignorancia, un correctivo, por decirlo en palabras de Tuc¨ªdides, a "las narraciones de los cronistas atractivas a expensas de la verdad", un ant¨ªdoto contra las distorsiones de la ideolog¨ªa y de la propaganda.
Pero educar en la pluralidad no es menos decisivo: aceptar el pluralismo -de valores, ideas, lenguas, culturas, creencias- es el fundamento de la sociedad libre: "Abolid el estudio de la historia", advert¨ªa Voltaire, "y ver¨¦is probablemente un nuevo San Bartolom¨¦ en Francia y un nuevo Cromwell en Inglaterra".
Voltaire cre¨ªa discernir en la historia un progreso secular del esp¨ªritu y de la raz¨®n, el triunfo, si se quiere, de la raz¨®n ilustrada. Probablemente, eso no sea as¨ª (y si lo es, lo es s¨®lo muy matizadamente: basta pensar en el siglo XX). Por eso, la historia nos parece un proceso indeterminado, din¨¢mico y abierto, esto es, que carece de objetivo, punto de partida y punto de llegada. En cualquier caso, no es posible creer ciegamente en la idea de progreso. Por m¨¢s que la transformaci¨®n material e intelectual de la humanidad a lo largo de los ¨²ltimos siete mil a?os sea impresionante, conviene recordar que, en momentos de m¨¢ximo pesimismo, la raz¨®n no vertebra la evoluci¨®n hist¨®rica. La marcha de la historia es un proceso no lineal, discontinuo e incoherente.
Sea como sea, a la historia le compete, como dec¨ªa, mostrar c¨®mo las cosas han llegado a ser lo que son. As¨ª, por ejemplo, con Espa?a. Las interpretaciones de la historia espa?ola han variado sustancialmente en raz¨®n de la misma evoluci¨®n del pa¨ªs y al hilo tambi¨¦n, como es l¨®gico, del propio debate historiogr¨¢fico. Estereotipos, crisis hist¨®ricas e interpretaciones historiogr¨¢ficas pondr¨ªan el ¨¦nfasis en el dramatismo de determinadas manifestaciones de la vida espa?ola y producir¨ªan una visi¨®n extremadamente cr¨ªtica y pesimista de la Espa?a contempor¨¢nea: Espa?a como problema; Espa?a, pa¨ªs dram¨¢tico; Espa?a como fracaso. Todo ello integra lo que podr¨ªamos llamar la excepcionalidad espa?ola (como si pa¨ªses actualmente estables como Estados Unidos, Gran Breta?a, Francia o Alemania no hubieran conocido crisis de violencia y dramatismo extraordinarios).
Central a aquella excepcionalidad es la tesis del no paralelismo entre Espa?a y Europa, por decirlo en palabras de Am¨¦rico Castro, cuya tesis hac¨ªa de Espa?a el resultado del entrecruce de tres castas: cristianos, moros y jud¨ªos, cuya consecuencia ser¨ªa la conciencia de inseguridad en que los espa?oles vivir¨ªan instalados. Pero esa tesis no es suficiente. Guerras, conquistas territoriales, violencia y usurpaciones din¨¢sticas fueron esenciales a la aparici¨®n de todos los reg¨ªmenes y Estados europeos desde la alta Edad Media hasta los siglos XVII y aun XVIII.
Espa?a debe ser entendida como una variable europea. Pensemos, por sernos m¨¢s cercana, en la historia contempor¨¢nea: con las singularidades que sean, Espa?a participar¨ªa de la tendencia hacia la homogeneizaci¨®n que en los distintos ¨®rdenes se observar¨ªa en toda Europa occidental a lo largo de los dos o tres ¨²ltimos siglos; pese a pronunciamientos militares y guerras civiles, Espa?a ser¨ªa parte de la evoluci¨®n de las sociedades europeas hacia la industrializaci¨®n, la urbanizaci¨®n, la codificaci¨®n del derecho, extensi¨®n social de la educaci¨®n, mayores niveles de igualdad y movilidad sociales, desarrollo de la legislaci¨®n social, secularizaci¨®n de la vida y socializaci¨®n de la pol¨ªtica.
Espa?a se fue configurando desde finales de la Edad Media y al hilo de la Edad Moderna como un Estado y una sociedad pr¨®ximos al principal eje central de Estados y ciudades-estado europeos, pero no plenamente integrados en ¨¦l. Ello dio un Estado en buena medida perif¨¦rico respecto del capitalismo moderno, con un alto grado de centralizaci¨®n administrativa pero no de integraci¨®n territorial, en el que la fuerza del absolutismo impedir¨ªa la aparici¨®n de instituciones representativas antes del siglo XIX, aunque las tuviera en la Edad Media.
Sobre tal herencia operar¨ªa, ya en el siglo XIX, la doble acci¨®n de las revoluciones nacional (construcci¨®n del Estado nacional) e industrial, dentro de la cual afectaron de forma especial a Espa?a los siguientes factores:
1. Sincron¨ªa entre las presiones hacia centralizaci¨®n del Estado y movilizaci¨®n ¨¦tnico-ling¨¹¨ªstica de algunas regiones (Catalu?a, Pa¨ªs Vasco, Galicia).
2. D¨¦bil integraci¨®n centro-periferia (un pa¨ªs de centralismo legal pero de localismo real).
3. Atraso econ¨®mico y la lentitud en los procesos de urbanizaci¨®n y secularizaci¨®n, y, como consecuencia, bajos niveles de socializaci¨®n de la pol¨ªtica y persistencia del clientelismo.
4. Localizaci¨®n regional (Catalu?a, Vizcaya) del crecimiento industrial, crecimiento, adem¨¢s, tard¨ªo. Esos factores, m¨¢s las circunstancias hist¨®ricas inmediatas -guerra de Independencia, guerra carlista- explicar¨ªan los problemas que se plantear¨ªan en la construcci¨®n del Estado moderno: las discontinuidades en los procesos de formaci¨®n de los sistemas de partidos y la alta frecuencia de las crisis de sistema (cambios constitucionales; ej¨¦rcito como instrumento del cambio): la debilidad del poder civil, y, como consecuencia, la preponderancia del poder militar.
?sas ser¨ªan, desde luego, las variantes espa?olas de una evoluci¨®n hist¨®rica que, con todo, presentaba paralelismos y analog¨ªas evidentes con la evoluci¨®n de Europa en la ¨¦poca contempor¨¢nea.
Lo que Croce llam¨® vida moral -esto es, mentalidades, estructuras de la vida familiar, religiosidad, valores, creencias- tuvo estructuras parecidas en Europa desde la Edad Media. Como mostr¨® el historiador E.R. Curtius, existi¨® una literatura de Europa desde la Edad Media: el pensamiento est¨¦tico, filos¨®fico e hist¨®rico que alentaba detr¨¢s de aqu¨¦lla ten¨ªa or¨ªgenes y pautas comunes. Pues bien, basta ver la literatura, la arquitectura, la pintura espa?olas para comprender que Espa?a fue siempre parte de esa civilizaci¨®n europea: a veces, central, a veces, discreta, a veces, marginal. Del siglo XX el propio Curtius dijo que el despertar de la cultura espa?ola desde 1900 (se refer¨ªa a Unamuno y Ortega principalmente) era una de las sorpresas agradables de todo el siglo.
Como en parte ha quedado dicho, un problema en esa historia espa?ola terminar¨ªa por hacerse especialmente trascendente, sobre todo en el siglo XX: la propia articulaci¨®n de Espa?a como naci¨®n. Catalu?a fue el principal problema del pa¨ªs entre 1900 y 1936; el Pa¨ªs Vasco lo ser¨ªa -en raz¨®n sobre todo del terrorismo de ETA- desde 1975. El problema regional gravitar¨ªa sobre la pol¨ªtica nacional desde 1900. La IIRep¨²blica admiti¨® la autonom¨ªa de las regiones y posibilit¨® que Catalu?a, en 1932, y el Pa¨ªs Vasco, en 1936, la obtuvieran. La Constituci¨®n de 1978 cre¨® un Estado auton¨®mico basado en el derecho a la autonom¨ªa de nacionalidades y regiones. Al hilo de la construcci¨®n de ese nuevo tipo de Estado, el concepto y la idea de Espa?a como naci¨®n hist¨®rica aparecer¨ªan seriamente cuestionados, sustituidos por una nueva interpretaci¨®n en que Espa?a se identificar¨ªa como un mero Estado (o Administraci¨®n) central, y su realidad hist¨®rica parecer¨ªa disolverse en beneficio de las entidades particulares de regiones y nacionalidades.
Pues bien, Espa?a no es una mera agregaci¨®n de sus regiones y nacionalidades. Al contrario, Espa?a es, desde hace siglos, una naci¨®n, aunque haya sido muchas veces una naci¨®n problem¨¢tica y -como dec¨ªa, y enseguida vuelvo a ello- mal vertebrada, aunque en ella coexistan junto a la realidad espa?ola acusadas realidades territoriales particulares, y aunque en ella convivan, con la cultura com¨²n, culturas y lenguas privativas de nacionalidades y regiones. La herencia hist¨®rica espa?ola es una herencia plural: particularidades ling¨¹¨ªsticas, culturales e institucionales crearon en algunos territorios -m¨¢s se?aladamente en Catalu?a, Pa¨ªs Vasco y Galicia, pero no desde siempre y no siempre con la misma intensidad- identidades separadas. Pero la identidad espa?ola no es por ello menos acusada. Espa?a fue, con Francia e Inglaterra, una de las primeras entidades nacionales de Europa.
Dos hechos se nos antojan igualmente innegables: Espa?a, Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior una de las primeras entidades nacionales de Europa; cristalizaci¨®n en su interior (antes o despu¨¦s) de sentimientos de identidad particulares, lenguas propias (adem¨¢s de la com¨²n) e instituciones territoriales privativas. Que el nacionalismo espa?ol y los nacionalismos particularistas deformaran y a¨²n deformen nuestro pasado, no tiene nada de sorprendente: ya dijo Renan hace m¨¢s de un siglo que todo nacionalismo falsea su propia historia. La historia, esa historia que queremos que forme parte de nuestra educaci¨®n c¨ªvica, es justamente lo contrario: aspira a entender las cosas, no a falsearlas.
La historia siempre ha podido ser de otra forma; es esencial en una educaci¨®n que quiera devolvernos el sentido de nuestras responsabilidades -pol¨ªticas, morales, civiles- entender que la historia no est¨¢ predeterminada, que nada de lo ocurrido tuvo que ocurrir inevitablemente.
En el pr¨®logo al volumen II de su inteligente y amena Historia de Europa que public¨® en 1935, el historiador brit¨¢nico H.A.L. Fisher escribi¨®: "Un placer intelectual me ha sido negado. Hombres m¨¢s inteligentes y cultos que yo han discernido en la historia una trama, un ritmo, una l¨®gica predeterminada. Tales armon¨ªas se me ocultan. S¨®lo soy capaz de ver que un hecho sigue a otro, como una ola sigue a otra ola..., hechos ¨²nicos, respecto de los que no puede haber generalizaciones, y sobre los que s¨®lo hay una regla segura para el historiador: que debe reconocer en el desarrollo del destino humano la mano de lo contingente y de lo imprevisto".
La vida hist¨®rica responde a una multiplicidad de factores y razones: a condicionamientos del clima y de la geograf¨ªa, al impacto de la demograf¨ªa y de los cambios generacionales, a las necesidades de la vida material y cotidiana, a la evoluci¨®n de la organizaci¨®n y las formas del trabajo, a hechos y procesos de larga duraci¨®n a veces ajenos a la voluntad e intenci¨®n aut¨®noma de los hombres; pero tambi¨¦n, y sobre todo, al peso de ideas, creencias, mitos, leyendas, tradiciones y religiones, a la influencia del Gobierno y de la pol¨ªtica, a las ambiciones e intereses de individualidades, minor¨ªas y grupos sociales, a la acci¨®n de pasiones irracionales que a menudo se apoderan del comportamiento colectivo (la xenofobia, el racismo, el nacionalismo, el fanatismo religioso...), a los descubrimientos cient¨ªficos e innovaciones tecnol¨®gicas con que los hombres responden a los desaf¨ªos de la naturaleza.
La historia responde no a un destino ciego e inexorable, sino a la virtud, inteligencia y sabidur¨ªa de los hombres, y, por supuesto, a la perversidad, estupidez e ignorancia de esos mismos hombres.
La historia -que requiere rigor anal¨ªtico, documentaci¨®n exhaustiva, conceptualizaci¨®n precisa y narrativa inteligente- tiene, pues, poco que ver con erudici¨®n banal, anecdotarios retrospectivos, coleccionismo documental y curiosidades de anticuario: por lo que dec¨ªa al principio, es una necesidad social. Exijamos, pues, una historia ¨²til, cr¨ªtica, rigurosa, actual; moralmente neutra y pol¨ªticamente desinteresada, pero metida de hoz y coz en los debates que dan sentido a la vida intelectual y nos explican la realidad en que vivimos.
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