El consejo de Baroja
Ya lo dijo Baroja: "Si quieres ser escritor, vete a Madrid y ponte en la cola". Pese al tiempo transcurrido y a la circunstancia de que, con la ayuda del fax y el correo electr¨®nico, cualquier autor puede dar a conocer de inmediato sus textos en cualquier punto de Espa?a, el consejo de Baroja sigue manteniendo su vigencia, no en cuanto al ejercicio de la literatura se refiere -es evidente que uno puede ser escritor incluso si est¨¢ permanentemente enclaustrado-, sino en cuanto a la difusi¨®n y al reconocimiento que merece dicho ejercicio. De ah¨ª que muchos autores valencianos nos pasemos la vida dudando entre nuestro apego a una tierra y a un clima que sentimos como nuestros y la constataci¨®n de que, para ser ampliamente conocido, uno ha de asentarse en Madrid -o en Barcelona, pero preferentemente en Madrid-, como hicieron Blasco Ib¨¢?ez y Azor¨ªn, contempor¨¢neos de Baroja. Algunos, como Manuel Vicent o Vicente Molina Foix, levantaron el vuelo en un momento precoz de sus vidas. Otros, como Jenaro Talens, que nos ha abandonado este mismo a?o, se resisten cuanto pueden. Dicho sea de paso, creo que el alejamiento de un solo poeta de fuste es algo que nos empobrece a todos, y que reviste mayor gravedad que la p¨¦rdida de una ut¨®pica capitalidad cultural. Un rasgo com¨²n entre los escritores procedentes de la Comunidad Valenciana que viven en Madrid es su extrema generosidad para quienes, como yo, nos resistimos a abandonar el terru?o. Hace ya muchos, muchos a?os opt¨¦ al premio Ciudad de Valencia de novela en castellano, que entonces llevaba el nombre de Juan Gil-Albert y hoy el de Blasco Ib¨¢?ez -signo inequ¨ªvoco de que en esto, como en otras cosas, retrocedemos en lugar de avanzar-, con un libro llamado Tierra de Humo, sobre el genocidio de los indios de la Tierra del Fuego. Texto, por cierto, que la controversia sobre Pinochet ha vuelto a poner de actualidad. No gan¨¦, pero qued¨¦ en segundo lugar. Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, a quien no conoc¨ªa, estaba en el jurado. Un d¨ªa, alg¨²n tiempo despu¨¦s del fallo, tuvo el detalle de telefonearme desde Madrid para decirme que mi novela le hab¨ªa gustado mucho, y que si se la enviaba la presentar¨ªa en la editorial Alfaguara. Gesti¨®n que por desgracia no fructific¨®. Aunque ya la hab¨ªa retocado y reducido, mi novela segu¨ªa siendo muy extensa, y el cruel editor -el responsable no era a¨²n Juan Cruz- estuvo dudando durante m¨¢s de un a?o, pese a la inquietud de Juanjo y a mi desesperaci¨®n, hasta que le exig¨ª un dictamen definitivo -me sent¨ªa incapaz de pasar otro a?o en ascuas- y, como suelen hacer todos los editores cuando se les apremia, me dijo que no. Todo esto no tuvo mayores consecuencias -Tierra de Humo se public¨® en 1986, gan¨® el Premio de la Cr¨ªtica local y luego fue reeditada en 1992 por Anaya & Mario Muchnik-, pero s¨ª me demostr¨® que los escritores consagrados -Juanjo ya hab¨ªa escrito t¨ªtulos notabil¨ªsimos, como Cerbero son las sombras, Visi¨®n del ahogado, El jard¨ªn vac¨ªo y Papel mojado- pod¨ªan mostrarse muy generosos con los menos favorecidos. Es m¨¢s. Como en Tierra de Humo yo hab¨ªa hecho gala de unos conocimientos n¨¢uticos m¨¢s o menos ficticios, Juanjo le propuso a la editorial Anaya que me encargase una edici¨®n de los Diarios de Crist¨®bal Col¨®n. Aquel trabajo me fue muy ¨²til, porque a la larga me inspir¨® dos novelas en torno al Almirante. Recuerdo que cuando vi a Juanjo Mill¨¢s por primera vez en la editorial Anaya le reconoc¨ª por el dibujo que Justo Barboza le hab¨ªa hecho para ilustrar Papel Mojado: un joven de rasgos afilados, pelo largo, p¨¢rpados ca¨ªdos. Llevaba yo un ejemplar de Visi¨®n del ahogado, que me dedic¨® sin darse cuenta de que, por un error de impresi¨®n, la mitad de las p¨¢ginas estaban en blanco, de tal modo que uno pod¨ªa leer la p¨¢gina 40 y 41, pongamos por caso, pero no encontraba nada en las dos siguientes, 42 y 43, y ten¨ªa que esperar a la 44 y a la 45, donde encontraba una pista que perd¨ªa de nuevo en la 46. No me atrev¨ª a hac¨¦rselo notar, por si le parec¨ªa que estaba haci¨¦ndole una reclamaci¨®n. Ya se sabe que los escritores nos identificamos tanto con nuestros libros que a veces, cuando un amable lector nos informa de que ha encontrado una errata, lo sentimos con tanta contundencia como si nos acusara de haberle estafado, o como si aludiera despectivamente a nuestra indumentaria o a nuestro aspecto f¨ªsico. Hace poco descubr¨ª con asombro que aquel ejemplar m¨ªo de Visi¨®n del ahogado era una notabil¨ªsima premonici¨®n de El orden alfab¨¦tico, la ¨²ltima novela de Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, donde las letras y las palabras desaparecen continuamente -se desescriben, seg¨²n dice el autor- de los libros y de las voces de la gente. As¨ª que le debo a Juanjo algunas cosas m¨¢s que la mayor¨ªa de los lectores. Y tambi¨¦n algunas cosas menos, porque sin duda soy de los pocos que han le¨ªdo Visi¨®n del ahogado teniendo que suplir con la imaginaci¨®n la mitad del libro. O quiz¨¢ a todos los lectores les ha sucedido lo mismo, y nadie ha le¨ªdo nunca una primera edici¨®n de la Visi¨®n del ahogado completa, y hasta cabe la posibilidad de que Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, sabiendo que nadie se atrever¨ªa a protestar, porque ?qui¨¦n va a reconocer que es tan torpe como para comprar s¨®lo media novela?, la escribiese deliberadamente as¨ª, dos p¨¢ginas s¨ª y dos no, como esos textos sumerios o babil¨®nicos, repartidos en una larga serie de tablillas de arcilla, que uno ha de leer sabiendo que de vez en cuando encontrar¨¢ una laguna, porque se han deteriorado unas l¨ªneas o el arque¨®logo de turno no ha encontrado todas las tablillas que los componen. Pero que nadie se alarme. Aunque versa sobre las desapariciones de letras y palabras, la ¨²ltima novela de Mill¨¢s, El orden alfab¨¦tico, est¨¢ entera de principio a fin.
Vicente Mu?oz Puelles es escritor
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