Sirenas en el Amazonas
Los cronistas del Descubrimiento y la Conquista fueron los primeros, en Am¨¦rica, en practicar el periodismo escrito. Algunos de ellos pueden ser considerados aut¨¦nticos reporteros, pues, como Pedro Pizarro, Cieza de Le¨®n o Bernal D¨ªaz del Castillo, eran testigos y protagonistas de los sucesos que relataron, en tanto que otros, como el Inca Garcilaso de la Vega, el Padre Cobo, Pedro M¨¢rtir de Angler¨ªa o Herrera, recogieron sus informaciones entrevistando a sobrevivientes y depositarios de documentos y memorias de aquellas haza?as.Ese periodismo primigenio -la palabra a¨²n no exist¨ªa, aparecer¨¢ siglos m¨¢s tarde- comenzaba a abrirse un espacio, entre dos gigantes que hasta entonces monopolizaban el reino de la informaci¨®n: la historia y la literatura. Las cr¨®nicas participan de ambos g¨¦neros, pero algunos cronistas se distancian de ellos, pues, como los prolijos Cieza o Bernal D¨ªaz, no refieren hechos del pasado, sino de la llameante actualidad, guerras, hallazgos de tesoros, ciudades y paisajes ex¨®ticos, conquistas, traiciones, proezas, que est¨¢n sucediendo o acaban de suceder. Lo que da a sus escritos esa cualidad eminentemente period¨ªstica de la inmediatez, de textos elaborados sobre lo visto, lo o¨ªdo y lo tocado.
Sin embargo, ninguna de las cr¨®nicas, ni siquiera las m¨¢s fidedignas, pasar¨ªa una prueba de lo que en este siglo lleg¨® a considerarse el deber de objetividad del periodismo: la obligaci¨®n de hacer un estricto deslinde entre opini¨®n e informaci¨®n, la de no mezclar una noticia con juicios o prejuicios personales. Esa noci¨®n que diferencia entre informaci¨®n y opini¨®n es absolutamente moderna, m¨¢s protestante que cat¨®lica y m¨¢s anglosajona que latina o hisp¨¢nica, y hubiera sido incomprensible para quienes escribieron sobre la Conquista de la Florida, de M¨¦xico, del Per¨² o del R¨ªo de la Plata. Porque para aquellos cronistas del XVI y del XVII, la frontera entre realidad objetiva, hecha de ocurrencias escuetas, y subjetiva, fraguada con ideas, creencias y mitos, no exist¨ªa. Hab¨ªa sido eclipsada por una cultura que casaba en matrimonio indisoluble los hechos y las f¨¢bulas, los actos y su proyecci¨®n legendaria. Esta confusi¨®n de ambos ¨®rdenes, que alcanzar¨¢ siglos m¨¢s tarde, con un Borges, un Carpentier, un Cort¨¢zar o un Garc¨ªa M¨¢rquez, gran prestigio literario, que los cr¨ªticos bautizar¨¢n con la etiqueta de "realismo m¨¢gico" y que muchos creer¨¢n rasgo protot¨ªpico de la cultura latinoamericana, puede rastrearse ya en esa manera de cabecear la realidad con la fantas¨ªa que impresiona tanto en las primeras relaciones escritas sobre Am¨¦rica.
A esos escribidores que vieron elefantes en la isla Hispaniola, sirenas en el Amazonas, y poblaron las selvas y los Andes de prodigiosos animales importados de la mitolog¨ªa grecorromana ser¨ªa una ligereza llamarlos embusteros, incluso visionarios. En verdad, no hac¨ªan m¨¢s que acomodar -para entenderla mejor- una realidad desconocida, que los deslumbraba o aterraba, a modelos imaginarios que llevaban arraigados en el subconsciente, de modo que, gracias a semejante asimilaci¨®n, pod¨ªan ambientarse en el mundo fabuloso que pisaban por primera vez. Por eso, el Almirante Col¨®n muri¨® convencido de haber llegado con sus tres carabelas a la India de las especies, Le¨®n Pinelo dedic¨® media vida a probar que el Para¨ªso Terrenal estuvo localizado en la orilla derecha del r¨ªo de las Amazonas, y por eso desaparecieron tragados por los abismos andinos, en los p¨¢ramos del altiplano o en los d¨¦dalos de la jungla, tantos exploradores que, a lo largo de tres siglos, recorrieron el Continente en busca de El Dorado, las Siete Ciudades de Cibola, la Fuente de la Juventud o las huellas del Preste Juan. Y, por eso, como demostr¨® Irving Leonard en "Los libros del conquistador", los descubridores, adelantados, fundadores de ciudades y aventureros espa?oles y portugueses, bautizaron los lugares y poblaciones de Am¨¦rica con nombres tomados de las novelas de caballer¨ªas. (Yo, por ejemplo, pas¨¦ parte de mi infancia en un barrio de Lima que se llama Miraflores; mucho despu¨¦s descubr¨ª que deb¨ªa su nombre al palacio imaginario de la bella princesa por la que recorre el mundo enderezando entuertos el Amad¨ªs de Gaula). Nadie contribuy¨® tanto como la Inquisici¨®n espa?ola a fortalecer en los iberoamericanos la costumbre de mezclar ficci¨®n y realidad -mentira y verdad-, con su pretensi¨®n de impedir que en las colonias de Am¨¦rica se leyeran novelas. La Santa Inquisici¨®n ten¨ªa la sospecha -muy fundada, por lo dem¨¢s- de que las historias imaginadas por los novelistas alborotan los esp¨ªritus, inspiran desasosiego, actitudes insumisas frente a lo establecido. Y, por tanto, durante tres siglos en la Am¨¦rica espa?ola estuvo prohibido el g¨¦nero novelesco. La prohibici¨®n fue burlada en parte gracias al contrabando -los primeros ejemplares del Quijote llegaron a nuestras tierras ocultos en un tonel de vino-, pero funcion¨® en cuanto a la impresi¨®n de novelas. La primera, El periquillo sarniento, se public¨® s¨®lo en 1816, luego de la Emancipaci¨®n.
Una inesperada consecuencia del empe?o de los inquisidores en prohibir la ficci¨®n, fue que la necesidad de completar la vida real con la vida so?ada que anida en el coraz¨®n humano, los hispanoamericanos debieron aplacarla impregnando de fantas¨ªa toda la vida. No tuvimos novela durante los tres siglos coloniales. Pero la ficci¨®n se infiltr¨® insidiosamente en todos los ¨®rdenes de la existencia: la religi¨®n, la pol¨ªtica, la ciencia y, por supuesto, el periodismo.
La costumbre de mirar la realidad e informar sobre ella de manera subjetiva -que en literatura da excelentes frutos y en el periodismo venenosos- tiene en nuestras tierras una robusta tradici¨®n de cinco siglos y la se?alo para destacar la influencia de la cultura en la determinaci¨®n de las nociones de mentira y verdad, la descripci¨®n ver¨ªdica de un hecho y su deformaci¨®n subjetiva. Cuando ¨¦sta es deliberada, y persigue hacer pasar gato por liebre, contrabandear una mentira por una verdad, se comete una infracci¨®n tanto jur¨ªdica como ¨¦tica, claro est¨¢. Abundan ejemplos de esta pr¨¢ctica delictuosa e inmoral.
Es m¨¢s dif¨ªcil emitir un juicio severo en aquellos casos, no siempre f¨¢ciles de detectar, en los que, de manera tan inconsciente como la de los primeros cronistas, el periodista de nuestros d¨ªas, para explicarse a s¨ª mismo aquello que le resulta extra?o, ¨ªrrito o inapresable con sus acostumbrados c¨®digos, colorea, resalta o minimiza los hechos, creyendo as¨ª referirlos mejor, cuando, en verdad, los est¨¢ juzgando o interpretando. El periodista no es, ni debe, ni puede ser, aunque se lo proponga, una m¨¢quina transmisora de datos, un robot a trav¨¦s del cual pasar¨ªa la informaci¨®n sin alterarse, como rayo de sol por un pulcro cristal. Siente, piensa y cree ciertas cosas, act¨²a en funci¨®n de valores y paradigmas, y esta materia subjetiva deja adherencias en sus cr¨®nicas, aun cuando se esfuerce en ser imparcial, un invisible mensajero de la actualidad. Por eso, en Am¨¦rica Latina el periodismo puede ser de alto o bajo nivel, admirable o execrable, pero s¨®lo en casos excepcionales logra ser
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objetivo, como lo es, en cambio, con naturalidad, en los pa¨ªses anglosajones, donde una antigua tradici¨®n lo empuja a serlo.
Las culturas cambian m¨¢s lentamente que las legislaciones, y, por eso, cuando los reglamentos y las leyes entran en conflicto con las propensiones y costumbres, funcionan mal, son desobedecidos y burlados, y obtienen resultados opuestos a los que se proponen. Aquella poderosa tradici¨®n de confundir deseos y realidades, a¨²n viva, ha sido un fecundo incentivo para la creatividad art¨ªstica. Pero esa misma tradici¨®n ha hecho que Am¨¦rica Latina haya sido tan poco eficiente al organizar la sociedad, creando riqueza o aclimatando en su suelo la cultura de la libertad, cuya expresi¨®n pol¨ªtica es la democracia. ?sta es una realidad profunda, no desmentida por el hecho de que hoy haya tantos gobiernos democr¨¢ticos y pocas dictaduras. Tenemos democracias, s¨ª, pero precarias, porque sus fundamentos han sido echados en un terreno poco s¨®lido. Que las cosas hayan comenzado a cambiar y que en muchos pa¨ªses existan amplios consensos a favor del sistema democr¨¢tico es alentador. Pero creer que ello es irreversible, ser¨ªa ingenuidad, otra manifestaci¨®n de esa vieja inclinaci¨®n a confundir la presa con su sombra. Lo cierto es que la democracia se desmoron¨® en el Per¨², en 1992, con la anuencia o indiferencia de buena parte de la poblaci¨®n y la complicidad de casi todos los grandes medios de comunicaci¨®n; que se salv¨® de milagro en Guatemala poco despu¨¦s; que por dos veces estuvo a punto de perecer en Venezuela y que, ahora, el coronel paracaidista Ch¨¢vez, que intent¨® el liberticidio, podr¨ªa llegar al poder con los votos de los venezolanos. Las ¨²ltimas ocurrencias en Paraguay, donde otro golpista, el general Oviedo, ostenta desde la sombra tanto o m¨¢s poder que el Presidente, llevan a preguntarse si eso es todav¨ªa una democracia, o dej¨® de serlo, aunque conserve las apariencias. La lista podr¨ªa alargarse interminablemente.
En ning¨²n dominio se advierte con tanta nitidez lo quebradiza que es a¨²n la salud democr¨¢tica, como en ese term¨®metro que es la libertad de prensa. Desde el punto de vista jur¨ªdico, jam¨¢s estuvo mejor defendida. Constituciones y sistemas legales la proclaman y los gobiernos se jactan de respetarla. Sin embargo, a menudo, a ese amparo legal y a esos pronunciamientos hay que concederles la misma seriedad que a los documentos de realismo m¨¢gico que firma cada a?o Fidel Castro con los dem¨¢s jefes de Estado de las Cumbres Iberoamericanas a favor del sistema democr¨¢tico.
En realidad, como atestiguan la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), Amnist¨ªa Internacional, Americas Watch, Article XIX, y muchos otros organismos internacionales, de un conf¨ªn a otro del Continente los atropellos a la libertad de prensa son constantes y abarcan un variad¨ªsimo repertorio: desde el asesinato y desaparici¨®n de periodistas, hasta el despojo a sus due?os, mediante triqui?uelas legales, de sus medios de comunicaci¨®n, pasando por todas las formas de intimidaci¨®n y soborno, a fin de silenciar las cr¨ªticas, manipular la informaci¨®n e impedir la fiscalizaci¨®n del poder.
El avance de la democracia en Am¨¦rica Latina es real. Pero, en vez de consolidarse gracias a ello, la libertad de prensa se ve todav¨ªa mediatizada, de mil insidiosas o brutales maneras, aun en sociedades donde la libertad pol¨ªtica y la libertad econ¨®mica han llegado m¨¢s lejos. Conviene encarar esta circunstancia con lucidez, si queremos corregirla. Y, para ello, el primer paso es reconocer en nuestra psicolog¨ªa y nuestros usos -en nuestra cultura- los adversarios a los que hay que derrotar para llegar a ser, alg¨²n d¨ªa, verdaderamente libres.
Jorge Luis Borges afirm¨®: "Espero que alguna vez merezcamos la democracia". Quer¨ªa decir que vivir en una sociedad libre, regida por leyes justas, no es un punto de partida sino de llegada, una meta que se alcanza practicando la tolerancia y la convivencia, admitiendo y ejercitando la cr¨ªtica, y, sobre todo, renunciando, en la vida c¨ªvica, a la tentaci¨®n de lo imposible, en nombre de ese pragmatismo que los ingleses llaman el sentido com¨²n y los franceses el principio de realidad. Los latinoamericanos dif¨ªcilmente nos resignamos a aceptar que esa cosa tan aburrida y mediocre -el sentido com¨²n- puede ser una virtud pol¨ªtica, y, entre realidad e irrealidad, preferimos esta ¨²ltima, m¨¢s fulgurante que aqu¨¦lla, tan pedestre. Por eso, nos hemos pasado la vida, como los fundadores, buscando ciudades y reinos de ilusi¨®n. El resultado es que nuestra vida se ha quedado muy rezagada detr¨¢s de nuestros espejismos y que, debido a ello, seguimos pobres mientras muchos pa¨ªses prosperaban, y oprimidos, mientras otros pueblos conquistaban mayores m¨¢rgenes de libertad.
Una cultura no es un campo de concentraci¨®n, una condici¨®n inmutable del ser. Es una creaci¨®n humana susceptible de transformaci¨®n, un paisaje espiritual que cambia al comp¨¢s de las acciones de los hombres, como las dunas al capricho del viento. Nuestra cultura tradicional no nos prepar¨® para la libertad porque fue autoritaria, intolerante y dogm¨¢tica, de verdades absolutas impuestas por la coerci¨®n. E inocul¨® en nuestros esp¨ªritus la sumisi¨®n o la rebeld¨ªa an¨¢rquica, dos formas de violencia re?idas con la convivencia en la diversidad. Somos mejores so?ando y fantaseando que viviendo, virtud en el dominio art¨ªstico, lastre en la realidad econ¨®mica, pol¨ªtica y social.
Hemos comenzado a cambiar, y, aunque los problemas son enormes, hay en Am¨¦rica Latina algunos progresos. Pero nada est¨¢ garantizado y la posibilidad de un retroceso acecha por doquier. ?sta no es una consideraci¨®n pesimista sino un llamado a la vigilancia. Albert Camus dec¨ªa que era leg¨ªtimo ser pesimista en el campo de la metaf¨ªsica, en el que nada podemos, pero que tenemos la obligaci¨®n del optimismo en el de la historia, en el que todo depende de nosotros. Es una idea que deber¨ªamos adoptar, y buscar en ella aliento, mientras hacemos m¨¦ritos a fin de merecer, pronto, los favores de la libertad, esquiva y maltratada se?ora de nuestra historia.
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