El enigma de El Faiyum
Una exposici¨®n en el museo del Louvre revela la sorprendente contemporaneidad de los treinta retratos m¨¢s antiguos del mundo
Son los retratos m¨¢s antiguos que se conservan; se pintaron en la misma ¨¦poca en la que se escribi¨® el Nuevo Testamento. Entonces, ?c¨®mo es posible que nos resulten hoy tan pr¨®ximos? ?Por qu¨¦ tienen un aire m¨¢s contempor¨¢neo que cualquier otra imagen de los dos milenios de arte europeo que les sucedieron? Los retratos de El Faiyum nos llegan como si los hubieran pintado el mes pasado. ?Por qu¨¦? Ese es su enigma.
La respuesta m¨¢s sencilla ser¨ªa que son una forma art¨ªstica h¨ªbrida, totalmente bastarda, y que esa heterogeneidad concuerda con ciertos factores de nuestra situaci¨®n actual. Sin embargo, para poder explicar esa respuesta, debemos proceder paso a paso.
Est¨¢n pintados sobre madera —sobre todo de tilo—, y algunos sobre lino. Los rostros tienen un tama?o algo menor que el natural. Varios est¨¢n pintados al temple; el disolvente utilizado para la mayor¨ªa de ellos es encausto, es decir, pigmentos mezclados con cera de abeja.
Todav¨ªa hoy podemos seguir las pinceladas del pintor o las marcas de la cuchilla que us¨® para raspar el pigmento. La superficie en la que se hicieron los retratos era oscura. Los pintores de El Faiyum trabajaban desde la oscuridad hacia la luz.
Lo que no puede mostrar ninguna reproducci¨®n es lo atractivo que sigue resultando un pigmento tan antiguo. Los pintores usaban cuatro colores, aparte del dorado: negro, rojo y dos ocres. La carne que pintaron con estos pigmentos le hace pensar a uno en el man¨¢. Los pintores eran griegos egipcios. Los griegos se hab¨ªan establecido en Egipto desde la conquista de Alejandro Magno, cuatro siglos antes.
Se denominan los retratos de El Faiyum porque se hallaron a finales del siglo pasado en la provincia del mismo nombre, una tierra a la que llaman El jard¨ªn de Egipto, a 80 kil¨®metros al oeste del Nilo, ligeramente al sur de Menfis y El Cairo. En aquella ¨¦poca, un comerciante lleg¨® a asegurar que se hab¨ªan descubierto retratos de los Ptolomeos y Cleopatra. Despu¨¦s los tacharon de falsificaciones. En realidad, son aut¨¦nticos retratos de una clase media urbana: maestros, soldados, atletas, sacerdotes, comerciantes, floristas... A veces conocemos sus nombres: Flaviano, Isarous, Claudina...
Fueron descubiertos en necr¨®polis porque se pintaban con el fin de acompa?ar a la momia de la persona retratada cuando ¨¦sta mor¨ªa. Probablemente se pintaban del natural (en algunos de ellos tuvo que ser as¨ª, por la extraordinaria vitalidad que exhiben); otros, quiz¨¢, se hicieron p¨®stumamente.
Cumpl¨ªan una doble funci¨®n: eran retratos de identificaci¨®n —como fotos de pasaporte— para el viaje de los muertos con Anubis, el dios con cabeza de chacal, hasta el reino de Osiris; en segundo lugar, durante un breve periodo, serv¨ªan de recordatorios de los fallecidos para la familia. Se tardaban 70 d¨ªas en embalsamar el cuerpo y, en ocasiones, la momia se guardaba despu¨¦s en casa, antes de colocarla en la necr¨®polis.
Desde el punto de vista del estilo, como he dicho, los retratos son h¨ªbridos. Por entonces Egipto era una provincia romana. Por consiguiente, las ropas, los peinados y las joyas segu¨ªan la ¨²ltima moda de Roma. Los griegos que realizaron los retratos empleaban una t¨¦cnica naturalista derivada de la tradici¨®n instaurada por Apeles, el gran maestro griego del siglo IV antes de Cristo. Y, adem¨¢s, eran objetos sagrados en un ritual funerario exclusivamente egipcio. Han llegado hasta nosotros procedentes de una ¨¦poca de transici¨®n.
Parte de la precariedad de ese momento resulta visible en la forma de pintar los rostros, independientemente de su expresi¨®n. En la pintura egipcia tradicional no se representaba a nadie de frente porque la vista frontal abr¨ªa la posibilidad opuesta, la de la perspectiva posterior de alguien que se da la vuelta y se va. Todas las figuras pintadas por los egipcios estaban en un eterno perfil, de acuerdo con la preocupaci¨®n egipcia por la continuidad perfecta de la vida despu¨¦s de la muerte.
Sin embargo, los retratos, pintados con arreglo a la antigua tradici¨®n griega, muestran rostros enteros o en tres cuartos. Ante ellos percibimos todav¨ªa, en parte, lo desacostumbrado de esa frontalidad. Es como si acabaran de intentar dar un paso hacia nosotros.
Entre los cientos de retratos que se conocen, hay gran diferencia de calidad. Hab¨ªa grandes maestros y pintorzuelos. Hab¨ªa algunos que hac¨ªan un trabajo apresurado y rutinario y otros (muchos, sorprendentemente) que ofrec¨ªan hospitalidad al alma de su cliente. No obstante, las opciones pict¨®ricas a disposici¨®n del autor eran m¨ªnimas y la prohibici¨®n formal muy estricta. Parad¨®jicamente ¨¦sa es la raz¨®n de que, en los casos m¨¢s logrados, podamos sentir la inmensa energ¨ªa de su arte.
Deteng¨¢monos en dos hechos: primero, el acto de pintar un retrato de El Faiyum y, segundo, la acci¨®n de contemplarlo ahora.
Ni quienes encargaban los retratos ni quienes los pintaban pudieron jam¨¢s imaginar que los ver¨ªa la posteridad. Eran im¨¢genes destinadas a permanecer bajo tierra.
Ello significaba una relaci¨®n especial entre el pintor y la persona que posaba. Esta no era todav¨ªa un modelo, y el pintor no era todav¨ªa un medio para alcanzar la gloria futura. Al contrario, los dos, ambos vivos en aquel momento, trabajaban juntos en la preparaci¨®n para la muerte, una preparaci¨®n que aseguraba la supervivencia. Pintar era dar nombre, y tener un nombre era una garant¨ªa de continuidad.
En otras palabras, al pintor de El Faiyum no se le llamaba para que hiciera un retrato, tal como lo entendemos hoy, sino para que plasmara a su cliente, hombre o mujer, mientras le miraba. Era quien se somet¨ªa a la mirada, m¨¢s que el "modelo". No debemos considerar estas obras como retratos, sino como cuadros que representan la experiencia de que nos miren Flaviano, Isarous, Claudina...
Este tratamiento, este enfoque, es distinto de cualquier otra cosa que podamos hallar posteriormente en la historia del retrato. En ¨¦pocas sucesivas se pintaban para la posteridad, para dar testimonio de alguien que estaba vivo a futuras generaciones. Mientras se pintaban ya se conceb¨ªan en el pasado, y el pintor abordaba su modelo en tercera persona, singular o plural, seg¨²n los casos.
Para el pintor de El Faiyum la situaci¨®n era muy diferente. Se somet¨ªa a la mirada del modelo, para el que era el pintor de la Muerte. Y esa mirada del modelo a la que se somet¨ªa le abordaba a ¨¦l en segunda persona del singular. Eso explica, en parte, su inmediatez.
Al contemplar estos retratos que no nos estaban destinados nos encontramos presos en el encantamiento de una intimidad contractual muy especial. Si los retratos de El Faiyum se hubieran descubierto antes, se habr¨ªan considerado, a mi juicio, poco m¨¢s que una curiosidad. Para una cultura confiada y expansiva, estos cuadritos pintados sobre lino o madera habr¨ªan parecido, probablemente, t¨ªmidos, torpes, ligeros, repetitivos, poco inspirados.
La situaci¨®n en este final de siglo es distinta. El futuro, ahora mismo, est¨¢ devaluado, y el pasado resulta superfluo. Mientras tanto, los medios de comunicaci¨®n rodean a la gente de una cantidad de im¨¢genes sin precedentes, muchas de las cuales son rostros. Los rostros lanzan arengas constantes provocando envidia, nuevos apetitos, ambici¨®n o, en ocasiones, compasi¨®n mezclada con una sensaci¨®n de impotencia. Adem¨¢s, todos esos rostros tienen sus im¨¢genes procesadas y escogidas para que las arengas sean lo m¨¢s ruidosas posible.
Imaginemos, pues, qu¨¦ ocurre cuando alguien se enfrenta con el silencio de los rostros de El Faiyum y se detiene bruscamente. ?Im¨¢genes de hombres y mujeres que no hacen ning¨²n llamamiento, que no piden nada, pero que declaran que tanto ellas como quienes las miran son seres vivos! Esas im¨¢genes encarnan, en toda su fragilidad, un respeto por s¨ª mismas que ya no se estila. Confirman, pese a todo, que la vida era y es un don.
Hay otra raz¨®n por la que los retratos de El Faiyum nos hablan hoy. Este siglo, como tantas veces se ha se?alado, es el siglo de la emigraci¨®n, tanto forzosa como voluntaria. Es decir, un siglo de despedidas sin fin y habitado por los recuerdos de esas despedidas.
Los retratos de El Faiyum tocan una llaga parecida y de una forma similar. Los rostros pintados tambi¨¦n son imperfectos, y m¨¢s preciosos de lo que era el ser vivo, sentado en el estudio del pintor, con su olor a cera de abejas derretida. Imperfectos porque es evidente que est¨¢n fabricados. M¨¢s preciosos porque la mirada pintada est¨¢ concentrada por completo en la vida que sabe que alg¨²n d¨ªa perder¨¢. Y as¨ª nos miran los retratos de El Faiyum, como los seres desaparecidos de nuestro propio siglo.
Babelia
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