El fin de la inocencia
Uno de los mayores espejismos producidos por el siglo XX ha sido la figura del intelectual, el santo laico de la religi¨®n de la cultura que vino a sustituir al sacerdote como gu¨ªa espiritual de la sociedad. El escritor o artista, comprometido con los problemas de su tiempo, apostaba por los valores universales frente a los intereses particulares y entregaba todo el peso de su prestigio en favor de la buena causa que dec¨ªa defender. La calidad de su obra intelectual o art¨ªstica hallaba as¨ª un correlato de id¨¦ntica dignidad en la causa moral que adoptaba e incluso en el comportamiento personal. Vida, ideolog¨ªa y obra conflu¨ªan as¨ª en una armon¨ªa de valores que se propon¨ªa a los fieles creyentes de la religi¨®n de la humanidad, en el devocionario de las buenas intenciones progresistas.La referencia fundacional es ?mile Zola, novelista de ¨¦xito cuando jug¨® con todo el peso de su prestigio para apoyar al capit¨¢n franc¨¦s Alfred Dreyfus, en su famoso art¨ªculo J"accuse, de 1898, condenado con pruebas falsas por espiar en favor de Alemania. Julien Benda, en La traici¨®n de los cl¨¦rigos, ofrece la teor¨ªa can¨®nica del compromiso de los intelectuales con los valores morales universales, y a la vez la denuncia de la traici¨®n de quienes lo eluden o lo limitan a lo particular. Con Sartre y el sartrismo llega la apoteosis del compromiso intelectual. Equivocado en casi todas las causas, acert¨® siempre en su impacto en la opini¨®n p¨²blica, en nombre de la moral universal hacia el error particular. El historiador Michel Winock, que ha estudiado este itinerario en El siglo de los intelectuales, destaca el mecanismo diab¨®lico que anima este compromiso: "El poder del que dispone viene dado por su renombre: ejercerlo en provecho de una gran causa humanitaria refuerza a su vez su reputaci¨®n".
El cl¨¦rigo ejemplar de la cultura laica no era ni siquiera un espejismo, m¨¢s bien una imagen de cinemat¨®grafo creada por los aparatos de propaganda pol¨ªtica y adoptada por la ingenua fe de los carboneros de las ideolog¨ªas al uso. Hoy sabemos que el mayor fil¨®sofo del siglo XX fue un nazi redomado y probablemente una mala persona, y a pesar de todo ello sus ideas filos¨®ficas siguen siendo imprescindibles. Sabemos tambi¨¦n la parte de manipulaci¨®n y de crimen que hubo en la movilizaci¨®n de los intelectuales contra el fascismo, aunque s¨®lo fuere por la envergadura de lo que ocultaron o ayudaron a ocultar. Lo ha contado con documentaci¨®n soberbia Stephen Koch en su ensayo El fin de la inocencia, subtitulado Willi M¨¹nzenberg y la seducci¨®n de los intelectuales, un libro que no deja resquicios de duda sobre los tipos humanos que forman el numeroso reparto de una comedia que vira en tragedia con los procesos de Mosc¨² de 1938.
Uno de estos tipos era Arthur Koestler, luchador contra el fascismo y luego contra el comunismo, al que ahora una nueva y al parecer bien documentada biograf¨ªa (The Homeless Mind, de David Cesarini) presenta como un borracho violador. Koestler rompi¨® con el comunismo en 1938, despu¨¦s de que las purgas estalinistas alcanzaran al bolchevique Nicolai Bujarin. El cero y el infinito, que empez¨® a redactar entonces, conmocionado por los procesos de Mosc¨² y por la liquidaci¨®n del POUM en Espa?a, es el primer gran alegato contra la dictadura totalitaria implantada en el imperio sovi¨¦tico. Boris Souvarin y Victor Serge hab¨ªan abierto camino mucho antes, en los a?os veinte, pero es su aportaci¨®n acerca de la oleada de purgas que alcanzaron a la vieja guardia bolchevique la que lo convirti¨® en el gran denunciante del terrorismo sovi¨¦tico.
Koestler pudo ser una p¨¦sima persona, pero su novela sobre la represi¨®n estalinista, su autobiograf¨ªa y su Testamento espa?ol -donde narra su peripecia en la c¨¢rcel franquista durante la guerra civil- siguen teniendo el m¨¢ximo inter¨¦s como testimonios pol¨ªticos y como piezas literarias. Su denuncia resquebraj¨® muchos ¨ªdolos, en una ¨¦poca de intelectuales comprometidos e incapaces de utilizar los ojos para ver lo que suced¨ªa ante sus narices. Es m¨¢s que reconfortante ahora su nueva aportaci¨®n, ¨¦sta p¨®stuma, a la monta?a de cascotes de ¨ªdolos ca¨ªdos que nos ofrece el fin de siglo.
La figura del intelectual ha pasado a mejor vida. Cuando un escritor quiere la popularidad y el prestigio de los que se sirvieron sus colegas de anta?o para defender causas perdidas debe adoptar las actitudes de las estrellas del deporte, de la moda o del espect¨¢culo televisivo. El inter¨¦s morboso por la intimidad ajena invade a la pol¨ªtica como a la alta cultura. Queda atr¨¢s la era de la ingenua identificaci¨®n entre vidas ejemplares, ideas benefactoras y obras sublimes. La ¨²nica sorpresa es que todav¨ªa nos sorprendamos, como si una sombra de la vieja religi¨®n todav¨ªa pugnara por mantener un aura sagrada sobre los personajes p¨²blicos.
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