La autoridad de las v¨ªctimas
La foto de Arzalluz haciendo risas con Jon Id¨ªgoras en la manifestaci¨®n de Bilbao es un aviso, nos dicen. Hay que estar preparados para escenas fuertes. Conocidos asesinos, convictos y confesos, pueden aparecer en lugares respetables haciendo compa?¨ªa a personas distinguidas y, por qu¨¦ no, ostentando representaciones m¨¢s respetables a¨²n. La pol¨ªtica, ya se sabe, hace milagros, y si lo que est¨¢ en juego es un pacto pol¨ªtico que acabe con los tiros en la nuca y el rosario interminable de entierros y sufrimientos, todo precio parece poco. Ahora ya sabemos que el contencioso vasco nos ha encanallado a casi todos: silencios sonoros o palabras torpes de los obispos, instrumentalizaci¨®n pol¨ªtica de la violencia por terceros que han sacado su renta en votos y dinero, aplausos c¨®mplices de los espectadores, abuso delictivo del poder por el Ejecutivo, tibieza o silencio de los intelectuales en la denuncia de los atropellos, desvar¨ªos ideol¨®gicos de los nacionalistas de uno y otro signo y, como culmen de la bajeza moral, la tortura y el asesinato.
?Es todo negociable? ?Puede cubrirse toda esa miseria moral con el tupido velo de saldado por el valor de un pacto pol¨ªtico que ofrece, como contrapartida, la renuncia a seguir matando? El pol¨ªtico de raza dir¨¢ que s¨ª. La pol¨ªtica es de presente o de futuro y siempre ser¨¢ mejor acabar de una vez con el sufrimiento de nuevas v¨ªctimas que, en nombre de injusticias pasadas, paralizar la posibilidad de poner fin a la perpetraci¨®n de otras nuevas.
La paz aparece en el discurso pol¨ªtico de estos d¨ªas como el valor absoluto que todo lo cura.
Se pide, a cambio, que las v¨ªctimas o su entorno acepten la indemnizaci¨®n material, que la opini¨®n p¨²blica a la que se ha bombardeado durante a?os con las mayores condenas de los verdugos cambie el chip y reciba en su seno a estos nuevos miembros, hasta ahora descarriados y, si es necesario, que se preste a transformar las reglas de juego constitucionales para que los antiguos "terroristas" puedan proseguir con armas democr¨¢ticas sus viejas aspiraciones pol¨ªticas.
Siempre ha sido as¨ª en pol¨ªtica y es posible que tenga que ser as¨ª. No es una mala definici¨®n de la pol¨ªtica procurar limitar en la medida de lo posible el sufrimiento de los ciudadanos.
Pero, antes de cerrar el pasado, quiz¨¢ tambi¨¦n convenga detenerse un momento y preguntarse por el derecho de las v¨ªctimas. Esta incursi¨®n en el pasado pertenece, efectivamente, a un negociado distinto al de la pol¨ªtica. Son cosas de la ¨¦tica. Pero si en alg¨²n lugar ¨¦tica y pol¨ªtica se tocan, ?no ser¨¢ acaso en la valoraci¨®n del sufrimiento de las v¨ªctimas pol¨ªticas?
Hace un par de a?os, en un penetrante y desasosegante escrito, S¨¢nchez Ferlosio pon¨ªa sobre la mesa de la actualidad espa?ola una distinci¨®n capital entre arrepentimiento y remordimiento. Ante un crimen, ven¨ªa a decir, caben dos actitudes morales: la de quien piensa que la culpa derivada de ese acto inmoral puede ser saldada y la de quien sostiene que hay algo irreparable en el sufrimiento infligido a la v¨ªctima. La pol¨ªtica y el derecho se mueven en el primer registro, el del arrepentimiento, que cree en la prescripci¨®n de la culpa; la ¨¦tica, digna de ese nombre, en el del remordimiento. ?Significa eso que el asesino o verdugo tiene que arrastrarse por la vida y durante toda su vida con la se?al de Ca¨ªn? La figura b¨ªblica de "la se?al de Ca¨ªn" -as¨ª se titulaba tambi¨¦n el ensayo de S¨¢nchez Ferlosio- puede ayudarnos en la respuesta. "El Se?or marc¨® a Ca¨ªn para que, si alguien tropezara con ¨¦l no lo matara. El que mate a Ca¨ªn lo pagar¨¢ siete veces", dice el G¨¦nesis. Ca¨ªn llevaba la se?al en la frente no para ser maltratado por los dem¨¢s, sino para expresar "impunibilidad o inexpiabilidad de la culpa". La se?al de Ca¨ªn es el signo exterior de la permanencia de la culpa en la conciencia del asesino. Pero, ?qu¨¦ tiene que ver el remordimiento de la conciencia con una decisi¨®n pol¨ªtica?
Tiene que ver. El que mata no s¨®lo quita la vida a alguien, sino que, al mismo tiempo, como dec¨ªa Hegel, atenta contra la integridad de la comunidad, priv¨¢ndola de la vida asesinada y de la del propio verdugo. El pol¨ªtico s¨ª tiene que velar por la integridad de la comunidad y renuncia de hecho a esa responsabilidad si borra de la frente de Ca¨ªn la se?al del crimen. ?Por qu¨¦?Restaurar una comunidad rota por la violencia supone integrar en ella, de alguna manera, a la v¨ªctima y, de otra manera, al verdugo. No hablamos s¨®lo de la reparaci¨®n material a las v¨ªctimas o a sus familiares por parte del Estado, sino de algo m¨¢s. Tampoco podemos pensar, obviamente, en una integraci¨®n f¨ªsica de la v¨ªctima cuando ha sido asesinada. Es una presencia moral la que est¨¢ en juego. La v¨ªctima, en efecto, volver¨¢ a formar parte de la comunidad siempre y cuando se le reconozcan sus derechos pendientes y la vigencia de la injusticia causada. No importa que el autor del crimen pueda pagar o no la factura. Lo importante es que se reconozca la deuda, es decir, la legitimidad de las preguntas sobre las injusticias padecidas, la seriedad de las interpelaciones dirigidas no s¨®lo al asesino, sino a la sociedad que se construya sobre sus sufrimientos. Mientras se oiga esa voz y no se la condene al silencio o a la irrelevancia, las v¨ªctimas estar¨¢n presentes en la nueva sociedad.
Tambi¨¦n la comunidad necesita a los asesinos. La pol¨ªtica de reinserci¨®n es una figura apropiada de esa necesidad, a condici¨®n de que el verdugo reconozca el crimen. No se trata de que firme un papel y sanseacab¨®. Estamos hablando de una restauraci¨®n real de la comunidad rota por su acci¨®n y la vuelta a ella s¨®lo puede consistir en revestir sus nuevos gestos sociales, dentro de ella, del talante del perd¨®n, de la solicitud del perd¨®n. Por supuesto que al verdugo s¨®lo puede perdonarle la v¨ªctima y no el Consejo de Ministros ni el Derecho. All¨¢ ella si lo quiere o puede hacer. Lo que la comunidad espera del verdugo, en cualquier caso, es respeto ante el sufrimiento infligido. No s¨®lo tiene que reconocer una deuda pendiente con la v¨ªctima, sino que se debe a ella, es decir, reconoce la autoridad del sufrimiento a la hora de orientarse en la vida. Ese talante es lo m¨¢s opuesto al pasearse libremente por las calles con aires de mat¨®n. Eso es privar a la comunidad de su presencia integrada, y a las v¨ªctimas, del reconocimiento debido.
La superaci¨®n de la violencia no es s¨®lo cosa de un pacto pol¨ªtico. Exige convocar lo mejor de nuestras culturas y tradiciones. Hay que hablar -y por qu¨¦ no- de perd¨®n y de compasi¨®n; pero tambi¨¦n de arrepentimiento y remordimiento. Ser¨ªa recuperar para la pol¨ªtica el mundo de la memoria: si todo prescribe, si todo se olvida, ?qu¨¦ impide que el crimen se repita? No s¨®lo est¨¢ en juego arreglar nuestras cuentas con el pasado, sino preparar decentemente el futuro. A casi todos nosotros, actores, v¨ªctimas o espectadores de la violencia, valen los ¨²ltimos versos del poema de Brecht A nuestros descendientes: "Nosotros, que quisimos abonar la tierra para la amabilidad,/ no supimos ser amables./ Pero vosotros, cuando consig¨¢is/ que el hombre sea ayuda para el hombre,/ acordaos de nosotros con indulgencia".
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