"S"
Hace unos a?os viaj¨¦ a la Provenza buscando el castillo de Sade. Sab¨ªa que se encontraba en un pueblecito llamado Saumane, encumbrado en las monta?as, desde donde se divisaban una docena de lugares, en los cuales el c¨¦lebre marqu¨¦s reclutaba sus putas y doncellas. Jean-Jacques Pauvert, en su extraordinaria biograf¨ªa, comenta que Saumane se halla cercano a Vaucluse, una localidad francesa famosa por sus balnearios y cascadas, y all¨ª me dirig¨ª esperando que me pudiesen indicar con seguridad la situaci¨®n del castillo. Nada m¨¢s llegar, lo primero que v¨ª fue un gran cartel en el que se anunciaba la casa donde hab¨ªa vivido Petrarca, y donde escribi¨® muchos de sus sonetos de amor a Laura de Noves. Segu¨ª el curso del r¨ªo Vaucluse y llegu¨¦ a un viejo caser¨®n que posiblemente hab¨ªa sido un antiguo molino de agua. All¨ª se encontraba el Mus¨¦e P¨¦trarque, donde se expon¨ªan grabados y versos del poeta, y se explicaba el matrimonio de Laura con Hugues de Sade, un antepasado directo del marqu¨¦s. Petrarca lleg¨® a aquella peque?a localidad tan apartada del mundo (y de su mundo) siguiendo los pasos de su amada, y se refugi¨® en aquel viejo molino, donde su pluma desesperada cre¨® los m¨¢s bellos versos. Pero del castillo de Sade ni una palabra. ?D¨®nde estaba aquel castillo en el que residi¨® primero la Laura de Petrarca y despu¨¦s el Sade de Justine? En el Mus¨¦e P¨¦traque no sab¨ªan nada. La vigilante, una adolescente que compaginaba su cargo con el veraneo y el deporte del pirag¨¹ismo, pareci¨® muy sorprendida ante mi pregunta y me mir¨® con recelo ("?otro loco!" debi¨® pensar). Y lo mismo me sucedi¨® con un gendarme, que en la plaza central de Vaucluse, intentaba imponer orden en el caos automovil¨ªstico, con un estilo a lo Jacques Tati. A¨²n recuerdo su crispaci¨®n: "Le Ch?teau de Sade? Mais ¨¦coutez! J"ai des choses ¨¤ faire, moi!". Para mi sorpresa, la ¨²nica manera de encontrar Saumane fue comprando un mapa detallado de la zona, en el que con mucha dificultad localic¨¦ el pueblecito, a unos veinte kil¨®metros de Vaucluse, que m¨¢s que pueblo parec¨ªa un caser¨ªo. Cuando por fin llegu¨¦ al castillo, me sorprendi¨® descubrir que ¨¦ste no era un ch?teau con pizarras y jardines, como los del Loira, sino una aut¨¦ntica fortaleza, una especie de bunquer parecido a los que se ven desde la carretera en la Jonquera. Las ventanas del donjon y de los torreones ten¨ªan los vidrios espejados, en las murallas se levantaban defensas con hierros y pinchos, y en la pared del foso un par de carteles advert¨ªan que se trataba de una propiedad privada y prohib¨ªan rotundamente el paso. A¨²n as¨ª, pas¨¦, y recorr¨ª el foso con la intenci¨®n de buscar alg¨²n sitio por donde poder vadearlo, para realizar algunas fotograf¨ªas. Pero finalmente no me atrev¨ª; de repente, por mi cabeza pasaron las torturas y violaciones de Sade -junto con su criado Carteron- a Rose Keller y a tantas otras, que se entremezclaron con el estridente y enloquecedor canto de las cigarras. Y este desasosiego, esta desaz¨®n que experiment¨¦ aquella tarde de verano, es lo que creo que falta en la novela Ciudadano Sade de Gonzalo Su¨¢rez. El nombre de Sade no s¨®lo es sin¨®nimo de sexo, o de sodom¨ªa, sino tambi¨¦n de sufrimiento. Sade, el Sade de verdad, da miedo, un miedo -seamos claros- espantoso. Miedo a las aberraciones de su mente y al tormento f¨ªsico y psicol¨®gico que de ella se derivan con enorme crueldad. En cambio, el Sade de Gonzalo Su¨¢rez parece m¨¢s cercano a un Valmont -que utiliza el "otro" orificio de las mujeres "para evitar el enojo de una maternidad no deseada"- que a un desalmado violador. Gonzalo Su¨¢rez nos muestra un Sade amable, al que las mujeres quieren por encima de todo, y al que se mantienen fieles a pesar de sus excesos. "La fascinaci¨®n que el viejo libertino ejerce sobre la mujer" intriga a Su¨¢rez, y sirve, en cierta manera, y a lo largo de todo el libro, de lenitivo a su conducta. Sade es malo, pero no tanto. Los hay peores: el sanguinario Robespierre, "el petulante pat¨¢n" de Napole¨®n, el miserable comisario Marais, que se aprovecha de la criada de Sade. La verdad es que el excesivo Sade hace muy dif¨ªcil escribir y hablar con mesura sobre ¨¦l. Su ate¨ªsmo, su libertinaje, sus ideas materialistas (seguidor de La Mettrie y del bar¨®n d"Holbach), su car¨¢cter provocador e iconoclasta, nos pueden seducir hasta el extremo de trivializar sus maldades y hacernos olvidar de qui¨¦n estamos hablando. La calidad de su prosa nos puede confundir, hasta el punto de relativizar sus delitos, y de no poder dejar de manifestar una admiraci¨®n velada. Cuando Gonzalo Su¨¢rez declara en una entrevista que Sade "se muestra como un espejo de nosotros mismos", parece olvidar que ¨¦ste, al fin y al cabo, y sin ning¨²n tipo de duda, era un "criminal". Un violador consumado e incorregible, que atentaba "aristocr¨¢ticamente" (nada m¨¢s lejos de ¨¦l que el t¨ªtulo de ciudadano) contra la libertad de las personas y las somet¨ªa, ampar¨¢ndose en su nobleza, a depravaciones y excesos. En cualquier caso, para m¨ª lo verdaderamente turbador de Sade -m¨¢s que el indudable valor literario de sus escritos, m¨¢s que las procacidades de su biograf¨ªa- es que llevaba la sangre de Laura de Noves, de la amante de Petrarca. Aquella sangre que dec¨ªa no poder controlar ("Los movimientos del alma dependen de la circulaci¨®n de la sangre, a la que no podemos controlar"). Mientras Petrarca infantaba en Vaucluse versos desesperados a su amada, Laura par¨ªa en Saumane -?oh! ?cielos!- once hijos de Hugues de Sade. Algo que sobrecoge. Sobre todo cuando pensamos que de uno de estos v¨¢stagos de Laura (sin¨®nimo petrarquiano del amor plat¨®nico), con el pasar del tiempo, nacer¨¢ el marqu¨¦s de Sade. El arist¨®crata que resumir¨¢ en su nombre, en su "S" inicial marcada a l¨¢tigo y fuego, el m¨¢s salvaje y gratuito sufrimiento.
Mart¨ª Dom¨ªnguez es escritor.
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