A mi se?or padre, el primer escritor que vi
?Qu¨¦ le parecer¨ªa al terrateniente que a los setenta a?os de su muerte sus tierras pasaran a ser "del dominio p¨²blico" y ya no pudieran seguir hered¨¢ndolas de generaci¨®n en generaci¨®n sus descendientes? ?O al banquero que su fortuna, transcurrido el mismo periodo, dejara de pertenecer a su familia? ?Qu¨¦ al panadero que ese fuera el destino de su panader¨ªa, al empresario el de sus empresas, al propietario de inmuebles el de sus casas, el del restaurante a su due?o, el de sus objetos al coleccionista? La pregunta es ret¨®rica: les parecer¨ªa una expropiaci¨®n p¨®stuma, una confiscaci¨®n, una requisa, un atropello a los muertos. Debo decir que no me parecer¨ªa mal: de pasar todo al dominio p¨²blico al cabo de un tiempo, hace mucho que apenas habr¨ªa gente nacida rica; las monarqu¨ªas, las dinast¨ªas y la nobleza carecer¨ªan de patrimonio y hasta la Casa de Alba se habr¨ªa ido al traste; los privilegios no ser¨ªan seculares; habr¨ªa mayor igualdad de oportunidades. Lo que no me parece bien es que las cosas no sean as¨ª en general, y s¨ª lo sean, en cambio, para los escritores y m¨²sicos. Son los ¨²nicos impedidos de legar indefinidamente a sus descendientes el resultado o producto de sus esfuerzos. Seg¨²n los pa¨ªses y legislaciones, ser¨¢n solamente sus hijos y acaso sus nietos quienes heredar¨¢n sus derechos de autor y se beneficiar¨¢n de lo que el escritor o el m¨²sico no ya poseyeron, sino inventaron, crearon, o , en frase anticuada, "sacaron de la nada". En realidad las tierras del terrateniente y el dinero del banquero, el local del panadero y los objetos del coleccionista son menos suyos de lo que son del poeta sus versos o del compositor sus sinfon¨ªas, porque, por as¨ª decir, aqu¨¦llos no alumbraron sus propiedades, o ¨¦stas no dependieron de ellos para su existencia. Y sin embargo se permitir¨¢ a terrateniente, banquero, panadero y coleccionista ir legando sin l¨ªmite aquello de lo que s¨®lo fueron due?os, y erigir un patrimonio familiar. Al escritor, al m¨²sico, al que adem¨¢s de due?o es autor de sus bienes, se le impone un f¨¦rreo l¨ªmite en cambio: sus herederos disfrutar¨¢n de los dividendos que proporcione su obra hasta la segunda generaci¨®n tan s¨®lo. Despu¨¦s, esa obra ser¨¢ del dominio p¨²blico, lo cual significa que podr¨¢n seguir sac¨¢ndole beneficios los editores, las casas discogr¨¢ficas, los distribuidores, los libreros, los vendedores de discos, las salas de conciertos, las radios, las televisiones, los int¨¦rpretes musicales, los adaptadores teatrales y cinematogr¨¢ficos, los encargados de ediciones, los traductores... En suma, todo el que reproduzca o se ocupe de esa obra que no costar¨¢ nada, todos menos los descendientes del creador, de biznietos para abajo. Parad¨®jicamente, los biznietos y tataranietos del editor, del librero, del distribuidor y del vendediscos seguir¨¢n siendo due?os y titulares de lo que amasaron sus antepasados.
Se supone que todos sabemos m¨¢s o menos -se supone- el porqu¨¦ de estas excepciones. Las "obras de arte", sobre todo al cabo de esos setenta u ochenta a?os, se consideran "de todos", o "patrimonio cultural", o aun "de la humanidad", o "legado universal", o "acervo hist¨®rico", o cuantas cursis y ahuecadas expresiones quieran hallarse. Sea como sea, es lo que nos lleva a todos a estar de acuerdo en lo siguiente: ser¨ªa intolerable, ser¨ªa injusto que para leer a Shakespeare o a Cervantes, escuchar a Mozart o a Beethoven, dependi¨¦ramos de la codicia, la arbitrariedad, el capricho o la misantrop¨ªa de unos remot¨ªsimos descendientes suyos, sin cuya autorizaci¨®n y visto bueno no pudieran esos autores ser editados ni representados ni interpretados, le¨ªdos ni o¨ªdos. ?Se imaginan que un tataratataranieto de alguno de ellos nos impidiera -en su derecho- volver a echarnos el Quijote a los ojos o el Don Giovanni a los o¨ªdos? De modo que es eso lo que justifica y explica la expropiaci¨®n, el atropello p¨®stumo a los artistas: lo que hacen es tan maravilloso -cuando lo es- que no puede ser s¨®lo suyo y de sus descendientes. Como sus creaciones son "de inter¨¦s cultural" o incluso "nacional", no deben pertenecer a nadie. En verdad se trata de una incongruente maldici¨®n: los artistas son tan admirables que se castiga a su linaje. Y no s¨¦, yo creo que tambi¨¦n las tierras y las fortunas y las panader¨ªas son estupendas, de indudable "inter¨¦s popular", quiz¨¢ lo m¨¢s justo ser¨ªa someterlas al mismo r¨¦gimen hereditario. Quien esto escribe, al menos, no puede rebelarse mucho contra ese dominio p¨²blico reservado a las obras de los artistas, pues m¨¢s de una vez, por ejemplo, ha lamentado que a¨²n no sean posibles unas obras completas de Valle-Incl¨¢n por causas de las rencillas entre sus v¨¢stagos, que poseen los derechos. S¨ª cree, sin embargo, que la injusticia cometida con los escritores y m¨²sicos por el bien de la ciudadan¨ªa y aun de la humanidad, deber¨ªa ser compensada o paliada en vida de esos artistas, quiz¨¢ eximi¨¦ndolos de pagar impuestos, dado que el producto de su tarea acabar¨¢ por enriquecer a la naci¨®n en su conjunto, y no solamente, como sucede con el de los dem¨¢s, a los de un mismo apellido. (Esa exenci¨®n, dicho sea de paso, deber¨ªa aplicarse a todos los escritores y m¨²sicos por igual, ya que el presente es siempre tan tuerto en lo que se refiere al arte que, con alguna que otra excepci¨®n segura en ambos extremos -quedar¨¢ Mendoza sin duda, no quedar¨¢n a ciencia cierta esos perifollos de Del Pozo o Del Hoyo-, nunca podr¨ªamos saber qui¨¦nes "incrementar¨¢n el acervo" y qui¨¦nes dar¨¢n solamente trabajo a las guillotinas y a alg¨²n librero de lance muy despistado).
Pero hay otro problema, acaso m¨¢s acuciante. El conocimiento, el convencimiento de que las obras art¨ªsticas ser¨¢n alg¨²n d¨ªa de todos y de nadie, la conciencia de que su pertenencia y sujeci¨®n a un autor y a sus inmediatos herederos es algo meramente transitorio, una etapa o condici¨®n pasajera y, por lo tanto, hasta cierto punto "falsa" -en la medida en que contradice y contrar¨ªa el verdadero destino de esas obras, el que resultar¨¢ definitivo y perpetuo-, todo ello est¨¢ haciendo que, en estos tiempos de prisas y anticipaciones, lo que los autores disponen respecto a sus escritos sea cada vez menos tenido en cuenta, casi como si ellos hubieran sido meros usufructuarios accidentales o aun usurpadores temporales de sus propias obras. Y as¨ª, se da a la luz sin vacilaci¨®n cuanto un poeta o un novelista dejaron in¨¦dito, desde los borradores hasta las cartas
personales, no digamos los textos que ellos negaron a la imprenta. Esa voracidad de "hallazgos" -sobre todo universitaria- no perdona ning¨²n resto, y apenas nadie se pregunta acerca de la conveniencia, la consideraci¨®n o el respeto. La probable o segura voluntad en contra del escritor muerto no cuenta. La coartada m¨¢s extendida para la depredaci¨®n es falaz casi siempre: cualquier papelajo garabateado por el ahora ilustre contribuir¨ªa "decisivamente" a la comprensi¨®n y an¨¢lisis de su obra. No suele ser as¨ª. Casi nada a?aden, las m¨¢s de las veces, los bosquejos, los textos de infancia o primer¨ªsima juventud, los proyectos abandonados o la correspondencia privada de un autor al conjunto de lo que decidi¨® publicar. Y la moda de los "in¨¦ditos", jaleada infaliblemente por el papanatismo de la prensa cultural, llega al grotesco extremo de que se preste m¨¢s atenci¨®n a la lista de la compra de Conan Doyle, reci¨¦n descubierta, que al corpus de Sherlock Holmes. No ser¨¢n pocos los lectores actuales que conozcan la ¨²ltima birria de Lorca descartada por ¨¦l y exhumada ahora por el especialista de turno y no hayan le¨ªdo un verso de Poeta en Nueva York. La desfachatez llega a ser ultrajante a veces. Hace poco encontr¨¦ reproducida parcialmente, en medio de un libro torcido, una carta que mi madre, Lolita Franco, escribi¨® hace cuarenta y ocho a?os a Ortega y Gasset, de quien fue alumna y amiga. En ella se lee: "No le dije" (a una tercera persona que hab¨ªa tratado de sonsacarla), "ni le dije a nadie, que usted...", y a continuaci¨®n hay un par de reproches dolidos que el retorcido autor del torcido libro aprovecha para su esforzada tesis: "?Ven qu¨¦ clase de individuo inhumano y sin compasi¨®n era el maestro?". Lo ultrajante y parad¨®jico es que, lo fuera o no, su alumna, precisamente, no quiso contarle a nadie -s¨®lo a ¨¦l- cu¨¢n decepcionada se hab¨ªa sentido. No quiso revelarlo y no lo hizo. Y sin embargo hay un individuo ahora que se considera con derecho a divulgar eso callado durante casi medio siglo (¨¦l y quienes pusieran a su disposici¨®n esas cartas), lo que una persona muerta hace veintid¨®s a?os le dijo exclusivamente a otra muerta hace cuarenta y cuatro. No, los muertos nunca pueden defenderse.
Hay un argumento especialmente irritante y c¨ªnico esgrimido a menudo por quienes publican las sobras o desperdicios p¨®stumos de los escritores: "Pod¨ªan haberlos quemado ellos mismos", aducen; "si no lo hicieron es porque en el fondo deseaban que vieran la luz alg¨²n d¨ªa". Como si nadie supiera a ciencia cierta el d¨ªa exacto de su muerte y no tuviera derecho a conservar sus papeles mientras viviera, sin que esa conservaci¨®n equivalga a un t¨¢cito deseo de hacerlos p¨²blicos p¨®stumamente. El argumento es tan rid¨ªculo que con ¨¦l se da m¨¢s peso a la no-destrucci¨®n del ¨²ltimo d¨ªa que a la voluntaria no-publicaci¨®n durante meses y a?os. Esto en lo que respecta a los autores que no dejaron instrucciones precisas. Pero es que -lo m¨¢s grave- ya tampoco se cumplen las de quienes s¨ª las dejaron. Max Brod no obedeci¨® las de su amigo Kafka, y los lectores del mundo le agradecemos sin duda que no quemara los manuscritos que hoy no conocer¨ªamos. Tal vez pens¨® Brod que todas aquellas hojas no ser¨ªan de nadie al cabo del tiempo, o s¨®lo patrimonio de la lengua alemana, que no iba a destruir solamente por una contrariedad con remedio, una mera cuesti¨®n de tiempo no llegado. Dudo, en cambio, que Kafka, su amigo, apruebe su comportamiento si es que est¨¢ en alg¨²n sitio desde el que pueda agradecer o reprochar, para sus adentros.
Ha habido numerosos casos de esto o de lo contrario (lady Isabel Burton, quem¨® los escritos m¨¢s "obscenos" de su marido difunto, el capital Richard Francis Burton, sin que nadie se lo indicara), pero va a m¨¢s, el caso omiso. A los pocos a?os de su muerte se editan todas las grabaciones del director de orquesta Sergiu Celibidache, quien se neg¨® siempre a ello por considerar que la m¨²sica -la que le importaba- no deb¨ªa sobrevivir al instante de su ejecuci¨®n o emisi¨®n. Da lo mismo, se buscan altruistas excusas, c¨®mo privar a la humanidad de esas versiones incomparables aunque quien las hizo posibles hubiera decidido privarla, y sostenidamente. M¨¢s preciso todav¨ªa fue el austriaco Thomas Bernhard en sus ¨²ltimas voluntades, en las que prohibi¨® la representaci¨®n de sus obras teatrales en Austria -mientras no pasaran al dominio p¨²blico, obviamente-. Han bastado diez a?os para que sus propios parientes y amigos, en los que ¨¦l confi¨®, hayan levantado esa prohibici¨®n alegando razones tan supuestamente rectas como inaceptables: "?l habr¨ªa cambiado de opini¨®n"; "?D¨®nde, sino en Viena, tiene m¨¢s sentido que se vean sus obras?"; "Al fin y al cabo, la prohibici¨®n no alcanzaba a las que estaban ya en cartel en el momento de su muerte, as¨ª que...". As¨ª que legitiman una triqui?uela legal, en lugar de combatirla; as¨ª que se arrogan la interpretaci¨®n de hipot¨¦ticos y futuros cambios de opini¨®n o deseos del muerto, que era veleidoso; as¨ª que olvidan, en suma, que mientras no transcurran los c¨¦lebres y enojosos setenta a?os, las obras de los artistas est¨¢n a¨²n sujetas a las decisiones de esos artistas. Ya es bastante con la expropiaci¨®n p¨®stuma. Que espere todo el mundo, al menos, hasta el d¨ªa en que se la ejecute. Y que no se olvide, aunque cueste, que detr¨¢s de cada obra maestra hay o hubo un individuo con sus preferencias y sus pudores, sus aversiones y aun sus caprichos. Aunque su presencia o memoria sean s¨®lo pasajeras, y nada m¨¢s que un accidente que permanezca vivo o todav¨ªa se lo recuerde como persona, adem¨¢s de como productivo nombre.
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