El l¨¢tigo del zorro
Por razones tanto personales como latinoamericanas, me emociona llegar a California, una tierra en que dos culturas, la inglesa y la hisp¨¢nica, se tocan, y a veces confunden, en tensa coexistencia. Para algunos, el multiculturalismo en el seno de una sociedad es semilla de desavenencias y conflictos; yo creo que es la mejor riqueza de que puede preciarse un pa¨ªs, su llave maestra para asegurarse un lugar de vanguardia en la civilizaci¨®n que est¨¢ gest¨¢ndose. Y, por eso, veo en California, y, sobre todo, en Los Angeles, un espejo del milenio que se viene, de un futuro en el que, ojal¨¢ -apostemos por ello- los seres humanos puedan moverse por el ancho mundo como por su casa, cruzar y descruzar a su antojo unas fronteras que se habr¨¢n adelgazado hasta volverse inservibles, convivir y mezclarse con hombres y mujeres de otras lenguas, razas y creencias, y echar ra¨ªces donde les plazca, es decir, donde encuentren aires propicios para materializar ese derecho a la felicidad que la Constituci¨®n de Estados Unidos -la ¨²nica en el mundo, que yo sepa- reconoce a los ciudadanos. Cientos de miles de personas vinieron en el siglo pasado, y han seguido viniendo en el presente, a California, en pos de ese sue?o. Llegaban hasta las minas y desiertos de esas tierras c¨¢lidas imantados por el im¨¢n de la prosperidad. Y, aunque muchos fracasaron y vieron trizarse sus ilusiones en fracasos y violencias terribles, el mito prevaleci¨®, hasta nuestros d¨ªas: no es extra?o por eso que aqu¨ª surgiera Hollywood, f¨¢brica de quimeras. El nombre de California, de estirpe caballeresca, resuena con m¨²sica de leyenda, de mito ¨¢ureo, para quienes, aguijoneados por el m¨¢s justo de los ideales -alcanzar una vida m¨¢s libre, m¨¢s segura y m¨¢s c¨®moda-, y, a menudo, a costa de grandes sacrificios (los espaldas mojadas) llegan hasta aqu¨ª. La inmigraci¨®n ha sido la sangre y el motor de California, el factor que ha impulsado de modo decisivo el desarrollo de esta regi¨®n, adalid de modernidad en Estados Unidos y en el mundo (Aqu¨ª est¨¢ Silicon Valley, donde se gest¨® la revoluci¨®n inform¨¢tica). Dentro de los diversos afluentes de ese ancho r¨ªo migratorio, el procedente de Am¨¦rica Latina ha sido el m¨¢s numeroso y constante, y ha dado un color y un sabor inconfundibles a este estado y a esta ciudad. En los ¨²ltimos a?os son los asi¨¢ticos quienes dejan una impronta m¨¢s fuerte, por doquier.
Entre esas muchedumbres transplantadas aqu¨ª del Sur del Continente, hay dos personas que conoc¨ª muy de cerca: mis padres. Vinieron del Per¨², escapando de una situaci¨®n dif¨ªcil. En Los Angeles debieron renunciar a la relativa comodidad de clase media en que hab¨ªan vivido en su tierra natal, y empezar a rehacer su vida desde el escal¨®n m¨¢s humilde: los trabajos manuales. Ya no eran j¨®venes y ambos debieron luchar con u?as y dientes para salir adelante. Durante muchos a?os, mi madre fue operaria en una manufactura de telas, donde conoci¨® a sus dos mejores amigas angelinas -una mexicana y otra borinque?a-, y mi padre hizo de todo, desde lavar platos en restaurantes hasta atender pedidos en una f¨¢brica de zapatos. M¨¢s tarde, ya viejos, ambos (que eran cat¨®licos) terminaron de guardianes de una sinagoga, en Pasadena. El duro esfuerzo no los amilan¨®; en Los Angeles llegaron a sentirse en casa. Para sorpresa m¨ªa, cuando mi padre muri¨®, mi madre, a quien yo cre¨ª siempre muerta de pena por tener que vivir lejos del Per¨², decidi¨® quedarse aqu¨ª, sola, y hasta pidi¨® la nacionalidad estadounidense, algo que en m¨¢s de veinte a?os se hab¨ªa resistido a hacer. Fue un gesto simb¨®lico, de solidaridad con la que, en sus ¨²ltimos a?os, se hab¨ªa convertido en su segunda patria.
Tal vez por ello nunca me he sentido un extranjero en Los Angeles, donde he estado varias veces pero nunca por m¨¢s de tres o cuatro d¨ªas. Nadie que hable y escriba en espa?ol puede sentirse forastero en una ciudad tan impregnada de cultura latinoamericana. El caso de mis padres es el de incontables familias o individuos, que, venidos de todos los rincones del mundo, y rompi¨¦ndose los lomos, encontraron aqu¨ª unos est¨ªmulos para vivir y trabajar que, por circunstancias a veces pol¨ªticas, a veces econ¨®micas, o por ambas, sus pa¨ªses de origen les negaban.
La diversidad de razas, lenguas, tradiciones y costumbres plantea dificultades para la convivencia, desde luego. Pero es tambi¨¦n un patrimonio que ha hecho ya, de Los Angeles, un microcosmos, una ciudad-s¨ªntesis de la humanidad futura. Buen ejemplo de ello es la Universidad de California, en Los Angeles (UCLA), donde veo, entre los graduados de este a?o, representados los cinco continentes y un vasto n¨²mero de pa¨ªses y culturas del planeta. (Cuarenta por ciento de sus alumnos son de origen asi¨¢tico y veinte por ciento hisp¨¢nicos. Su presupuesto para el a?o acad¨¦mico 1998-1999 es de ?tres mil millones de d¨®lares!).
La convivencia en la diversidad, esencia de la democracia, nunca es f¨¢cil. Conspiran contra ella antiqu¨ªsimos prejuicios, reminiscencias de ese esp¨ªritu tribal y colectivista que llevamos dentro, enemigo pertinaz de la libertad. ?l nos induce a desconfiar del otro, del que es distinto, tiene otro color de piel, se expresa en una lengua diferente y adora otros dioses. Si el ser humano, a lo largo de la historia, no hubiera superado ese lastre, producto de la ignorancia y enemigo del cambio y de lo nuevo, seguir¨ªamos confinados cada cual en nuestra peque?a tribu, entremat¨¢ndonos. Superar esos prejuicios requiere esfuerzo, educaci¨®n, imaginaci¨®n, voluntad.
Es algo perfectamente posible, pero nada f¨¢cil. El nacionalismo, que es la versi¨®n moderna, ideol¨®gica, del esp¨ªritu tribal, ha sido el causante de las dos grandes guerras mundiales de este siglo, y, tambi¨¦n, de innumerables conflictos locales, como el que, primero en Bosnia y luego en Kosovo, acaba de ensangrentar los Balcanes. Otra manifestaci¨®n del esp¨ªritu tribal es el racismo, la falacia seg¨²n la cual la pureza ¨¦tnica debe ser preservada de toda contaminaci¨®n, pues constituye un valor. Este es un desprop¨®sito hist¨®rico y cient¨ªfico, y, sin embargo, hay quienes se resisten a aceptar la evidencia: que, el mestizaje, tanto social como cultural, es una venturosa realidad de nuestro tiempo y que pretender atajarlo es tan quim¨¦rico como ponerle puertas al mar. Afortunadamente es as¨ª, pues las alianzas e intercambios del mestizaje tienden puentes entre las comunidades, disipan los estereotipos que obstruyen el conocimiento, y facilitan la coexistencia y la amistad.
Conflictos y tensiones ¨¦tnicos han crispado a veces la vida pol¨ªtica y social de esta tierra de promisi¨®n. Por culpa de quienes se sent¨ªan invadidos y amenazados por los reci¨¦n venidos, o por la susceptibilidad y resistencia de estos ¨²ltimos para adaptarse a la nueva sociedad. Estas dificultades son inevitables. Sin embargo, a la hora de hacer las sumas y las restas, el balance es largamente positivo. Estados Unidos en general, y California y Los Angeles en particular, han mostrado una capacidad grande para recibir inmigrantes de distinta ¨ªndole e incorporarlos al sistema norteamericano. En la historia hay pocos precedentes de una heterogeneidad cultural como la de Los Angeles. Basta pasearse por sus calles, entrar a sus cines y restaurantes u oficinas, o visitar el Museo Getty, para advertir el progreso irresistible del multiculturalismo en todos los niveles de la vida social. Ojal¨¢ este ejemplo cundiera por el mundo, y llevara a cambiar de actitud y de pol¨ªtica a algunos pa¨ªses, sobre todo europeos, v¨ªctimas en la actualidad de una verdadera paranoia contra la inmigraci¨®n, a la que exorcizan como si se tratara de un demonio. Estados Unidos, el pa¨ªs m¨¢s poderoso del mundo, hijo y producto de la inmigraci¨®n, es una demostraci¨®n rotunda de que los inmigrantes, contra lo que dicen los clis¨¦s, no quitan trabajo a nadie sino lo crean donde van, y de que, por el empe?o y la ilusi¨®n que los anima, esos nuevos ciudadanos se convierten siempre en factor de progreso para la sociedad que los adopta.
Otro mito ronda, como el de la prosperidad, la historia de California. ?ste tiene que ver con la justicia. Una de las series de aventuras que ha dado la vuelta al mundo, hechizando la imaginaci¨®n de muchas generaciones de ni?os de todas las latitudes -hechiz¨® mi infancia, tambi¨¦n- es la del Zorro, propagada por libros, revistas y pel¨ªculas. Ese enmascarado justiciero, salido de las vecindades de la Misi¨®n de San Juan de Capistrano, cabalg¨® por estos lares, cuando la tierra californiana era a¨²n espa?ola y mexicana, protegiendo a los desvalidos y explotados, y, como el Quijote, tratando de suplir con su brazo la justicia que el corrompido poder pol¨ªtico era incapaz de garantizar. Su l¨¢tigo dejaba una marca infamante en la frente de los abusivos y opresores.
Viendo las pintorescas manifestaciones de alegr¨ªa con que celebraban el fin del a?o acad¨¦mico los j¨®venes graduandos de la Universidad de California, en Los Angeles, gringos o hisp¨¢nicos, afro-americanos o m¨¦xico-americanos, coreanos o vietnamitas, afganos o cubanos, colombianos o kurdos, peruanos o ucranianos, se me vinieron a la memoria aquellos mitos relativos a la prosperidad y a la justicia que han presidido el desarrollo de California. ?Sobrevivir¨¢n o perecer¨¢n aplastados por el ego¨ªsmo, en esta etapa que se anuncia como la m¨¢s pujante de la historia de Estados Unidos? Esperemos que los californianos mantengan abiertas las puertas a quienes llegan hasta aqu¨ª en busca de las oportunidades que sus pa¨ªses -que los gobiernos de sus pa¨ªses- son incapaces de darles. Y que el l¨¢tigo justiciero del Zorro siga chasqueando contra quienes, por ignorancia o prejuicio, quieren privar a otros del derecho a sobrevivir, progresar y dejar a sus hijos un mundo mejor del que recibieron.
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