M¨¢rtires de la Cruzada
A la Iglesia cat¨®lica le gusta recordar lo mucho que perdi¨® y sufri¨® durante la guerra civil espa?ola. Como el castigo fue, en verdad, de dimensiones ingentes, devastador, nunca resulta dif¨ªcil encontrar v¨ªctimas de la "barbarie roja" a las que elevar a los altares: m¨¢s de 6.800 eclesi¨¢sticos, del clero secular y regular, fueron asesinados. Adem¨¢s, una buena parte de las iglesias, ermitas, santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Y tampoco se libraron de la actuaci¨®n anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanaci¨®n de tumbas de sacerdotes y la exhumaci¨®n de cad¨¢veres y restos ¨®seos de frailes y monjas. El fuego purificador contra el clero y las cosas sagradas se extendi¨® desde Catalu?a hasta La Mancha, pasando por Arag¨®n y el Pa¨ªs Valenciano. En Catalu?a, por ejemplo, cay¨® m¨¢s de un tercio del clero pasado por las armas en la Espa?a republicana. En realidad, quemar una iglesia o matar a un eclesi¨¢stico era lo primero que se hac¨ªa tras la derrota de la sublevaci¨®n en muchos pueblos y ciudades. Ni que decir tiene que al clero se le asesin¨® sin pasar por los tribunales. Si hay un terror "caliente", ¨¦se es el que se le aplic¨® al clero, al que rara vez se le encarcelaba. Lo normal es que se le "paseara" durante el verano de 1936, remitiendo la ira anticlerical y las matanzas a partir del oto?o de ese mismo a?o.
De los reproches ¨¦ticos y las actitudes ofensivas, elementos comunes a la cultura anticlerical de republicanos, socialistas y anarquistas desde principios del siglo XX, se pas¨® definitivamente a la acci¨®n. El intenso anticlericalismo del primer bienio republicano y de la primavera de 1936 nunca hab¨ªa ido acompa?ado de actos de violencia. Ni siquiera en los intentos insurreccionales anarquistas de 1932 y 1933 hubo excesos o venganzas anticlericales, aunque s¨ª que aparecieron en Asturias en octubre de 1934. En el verano de 1936 se pas¨® de las palabras a los hechos porque all¨ª donde la sublevaci¨®n militar fue derrotada, el subsiguiente vac¨ªo de poder abri¨® un periodo de dislocaci¨®n social, de absoluta liberaci¨®n con los v¨ªnculos del pasado, incluidos los que marcaban la "decencia com¨²n".
Nada de extra?o tiene, por consiguiente, que todas esas pr¨¢cticas anticlericales fueran narradas y difundidas, en Espa?a y m¨¢s all¨¢ de los Pirineos, con todo lujo de detalles, constituyendo el s¨ªmbolo terror¨ªfico por excelencia del dominio revolucionario. Para muchas personas, incluidas las incr¨¦dulas, signific¨® una profunda conmoci¨®n en sus h¨¢bitos y en su percepci¨®n del orden social.
Pero la Iglesia cat¨®lica espa?ola hizo pagar con creces toda esa ira anticlerical, bendiciendo desde el principio la operaci¨®n de exterminio de "malvados marxistas" y de la "canalla roja" que militares, falangistas, requet¨¦s y milicias ciudadanas pusieron en marcha desde el 18 de julio de 1936. Para la Iglesia y sus cabezas m¨¢s visibles, la violencia ejercida en el territorio controlado por los militares insurgentes era justa, necesaria y obligada por el anticlericalismo que imperaba en el bando contrario. "La violencia no se hace en servicio de la anarqu¨ªa, sino l¨ªcitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religi¨®n", declar¨® ya a comienzos de agosto de 1936 Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza, apresur¨¢ndose a justificar la matanza que se estaba llevando a cabo en esa ciudad.
La mayor¨ªa del clero no s¨®lo silenci¨® esa ola de terror contra los "rojos", sino que aprob¨® e incluso colabor¨® "en cuerpo y alma" en la represi¨®n, como muestran los escasos testimonios de cat¨®licos y del propio clero que rompieron esa absoluta complicidad. En palabras de Georges Bernanos, refiri¨¦ndose a Mallorca, esos asesinatos "los aplaud¨ªan p¨²blicamente la inmensa mayor¨ªa de capellanes, religiosos y monjas de la isla". El entusiasmo era indiscutible, si creemos a Gumersindo de Estella, capell¨¢n de la c¨¢rcel provincial de Zaragoza, que no entend¨ªa c¨®mo se pod¨ªa bendecir esa masacre: "Mi actitud contrastaba vivamente con la de otros religiosos, incluso superiores m¨ªos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no s¨®lo aprobaban cuanto ocurr¨ªa, sino aplaud¨ªan y prorrump¨ªan en vivas con frecuencia".
El apadrinamiento de la guerra como cruzada por parte de los obispos culmin¨® el 1 de julio de 1937 con la carta colectiva del Episcopado espa?ol, redactada por el cardenal Gom¨¢. En nombre de esa guerra de religi¨®n ridiculizaron el sistema parlamentario -ajeno, seg¨²n ellos, a la cultura y tradici¨®n espa?olas-, negaron la necesidad de reformas y bendijeron a los principales art¨ªfices del terror "blanco".
Cuando apareci¨® esa carta del Episcopado, varias decenas de miles de "rojos" hab¨ªan sido "paseados" sin procesos ni garant¨ªas judiciales. Entre los asesinos hab¨ªa cat¨®licos piadosos, de misa diaria, que adem¨¢s dec¨ªan en voz alta que estaban haciendo una buena obra, un servicio a Espa?a y a la civilizaci¨®n occidental. Con la espada y la cruz, militares y clero limpiaron Espa?a de "indeseables". El general Franco se convirti¨® en el enviado de Dios para dirigir esa limpieza, y as¨ª fue tratado por la Iglesia. Un retrato de Franco y un crucifijo presid¨ªan la improvisada mesa de altar que Gumersindo de Estella ten¨ªa en la sala de la c¨¢rcel de Zaragoza donde auxiliaba espiritualmente a los presos condenados a la pena capital. Y la victoria de Franco, en esa paz incivil que sigui¨® aniquilando a miles de espa?oles, le aport¨® a la Iglesia cat¨®lica importantes privilegios.
As¨ª las cosas, es normal que la Iglesia quiera recordar y honrar a sus m¨¢rtires. Siempre lo ha hecho y es muy probable que siga haci¨¦ndolo. Pero, al abrir y reabrir procesos de beatificaci¨®n de v¨ªctimas de esa "Cruzada", va mucho m¨¢s all¨¢. Convierte en heroico y glorioso un pasado que nada de eso tuvo. ?O es que acaso, como dec¨ªa el arzobispo de Zaragoza, la violencia es leg¨ªtima cuando se ejecuta en nombre de valores superiores como la Patria y la Religi¨®n?
Juli¨¢n Casanova es historiador, coautor de V¨ªctimas de la guerra civil.
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