En compa?¨ªa de Alicia
Hace apenas unas semanas, uno de nuestros diputados, queriendo criticar en el Parlamento la actitud triunfalista del Gobierno, declar¨® que el se?or Aznar deb¨ªa de creer que estaba en el pa¨ªs de las maravillas, lo que, a juzgar por lo que experimentaban la mayor¨ªa de los ciudadanos, era algo m¨¢s que dudoso. Me extra?¨® la referencia a la obra de Lewis Carroll en semejante contexto, y, sobre todo, que no provocara al momento un murmullo de desaprobaci¨®n entre el resto de los diputados, como respuesta a su absoluta inadecuaci¨®n. Aunque bien pensando, el hecho no es tan extra?o, pues referirse al famoso pa¨ªs que visita Alicia como aquel en que se cumplen todos nuestros sue?os es uno de los t¨®picos de nuestro lenguaje coloquial. S¨®lo que Alicia en el Pa¨ªs de las Maravillas, el cuento que Lewis Carroll concibiera durante un misterioso paseo en barca en compa?¨ªa de una ni?a que le ten¨ªa literalmente sorbido el seso, no trata en absoluto de eso. Ni el extra?o pa¨ªs en que tienen lugar las aventuras de Alicia tiene que ver con ese reino de Jauja que es el reino al que, despu¨¦s de m¨²ltiples visicitudes, suelen llegar los personajes de los cuentos infantiles y donde por fin obtienen la felicidad y el anhelado autorreconocimiento. ?sa es la originalidad del libro de Carroll, sin duda uno de los m¨¢s singulares, hermosos y raros de la literatura; imprescindible no tanto para los m¨®rbidos buscadores de sue?os como para los curiosos, los extravagantes y los que tienen un genio algo desviado, pues el pa¨ªs en que la peque?a Alicia se interna al perseguir a un conejo pertrechado de reloj y chistera no es aquel en que nuestros deseos habr¨¢n de cumplirse, sino el de la zozobra, el del j¨²bilo siempre extra?o, incluso amenazante, y el del desvar¨ªo gozoso y un poco loco de nuestra raz¨®n. Un reino, en suma, que nada tiene que ver con las promesas de los pol¨ªticos en sus campa?as electorales, ni con las proclamas est¨¦ticas de los cada vez m¨¢s numerosos defensores de ese nuevo canon est¨¦tico que postula para nuestras letras el imperio de la siempre dudosa inteligibilidad y del m¨¢s rancio sentido com¨²n. Es decir, que lo que Lewis Carroll se?ala con su famoso libro (un libro del que, por cierto, el a?o pasado se celebr¨® no recuerdo qu¨¦ onom¨¢stica, aunque trat¨¢ndose de este libro m¨¢s vale organizar tales festejos en uno de los muchos de su no aniversario, por ejemplo ¨¦ste) es algo bien distinto a lo que suelen ofrecernos el resto de los cuentos. El psicoanalista Bruno Bettelheim escribi¨® hace unos a?os un afamado y, sin duda inteligente libro, en que revelaba hasta qu¨¦ punto los cuentos de hadas eran expresi¨®n de nuestros deseos y anhelos m¨¢s b¨¢sicos. Pero Alicia no es exactamente esto, y si siguen encant¨¢ndonos sus aventuras es en gran parte porque somos incapaces de dilucidar de d¨®nde proviene el placer que nos producen, ni en qu¨¦ sentido son de verdad maravillosas. De hecho, todo cuanto le pasa a su pequena protagonista, al contrario de lo que suele sucederles a las princesas y hero¨ªnas de los cuentos, antes que ver con lo que nos preocupa o nos inquieta, tiene que ver con lo que nos desconcierta (que es algo bien distinto). No con nuestros deseos, sino con lo que ni siquiera sab¨ªamos que se pod¨ªa desear. Gran parte de los cuentos que existen se estructuran sobre el tema de la pregunta. Podr¨ªan resumirse en el cuento de Barbazul. Hay una prohibici¨®n, la de no abrir una puerta, y un desaf¨ªo, el de una muchacha a quien la curiosidad har¨¢ remover Roma con Santiago para descubrir el misterio del cuarto cerrado. Alicia pertenece a la estirpe de las muchachas preguntadoras. En su caso se trata de alcanzar a un conejo que ha visto corriendo por la hierba. Le persigue hasta su cueva, momento en que cae por un pozo y penetra en ese mundo oculto y extra?o en el que vivir¨¢ una sucesi¨®n inaudita de aventuras que nos har¨¢n dudar de los poderes de nuestra propia raz¨®n. No hay peligro, parece decirnos Carroll, pues se trata s¨®lo de un sue?o. Y, en efecto, Alicia abre los ojos en el ¨²ltimo cap¨ªtulo del libro y al descubrirse en el regazo de su hermana mayor se pone a contarle atropelladamente lo que acaba de so?ar antes de alejarse corriendo de all¨ª. Su hermana se queda sola y todas las peque?as criaturas del sue?o de Alicia cobran vida a su alrededor. La alta hierba parece esconder los merodeos del Conejo Blanco, el ruido del estanque vecino se confunde con los chapoteos del Rat¨®n, los cencerros de las ovejas con el tintinear de las tazas de porcelana en la merienda de la Liebre de Marzo, y los mugidos de unos bueyes con los sollozos acongojados de la Tortuga Artificial. Y entonces nos damos cuenta de que todas estaban ah¨ª, s¨®lo que no hab¨ªamos reparado en ellas. Es m¨¢s, que nadie lo hace. Y por una raz¨®n bien sencilla, porque las criaturas de Carroll exceden nuestra naturaleza preguntadora. O dicho de otra forma, el pa¨ªs de las maravillas (y m¨¢s vale que nos acostumbremos a considerarlo ya para siempre as¨ª) no es el pa¨ªs de las preguntas, sino el de las respuestas. Pero de un tipo especial de respuestas, las respuestas que est¨¢n de m¨¢s, respuestas a preguntas que todav¨ªa no hab¨ªamos llegado a formular, entre otras cosas, porque no sab¨ªamos que pudieran plantearse. No se trata, en suma, del desaf¨ªo de una puerta que al permanecer cerrada nos pregunta por lo que oculta, como en el cuento de Barbazul, sino del de una puerta que se sostiene sola, sin paredes ni nada, que excede su condici¨®n de puerta para transformarse en otra cosa: puerta en vilo, sin paredes ni casa, puerta sin puerta. Es decir, de algo que perteneciendo al pa¨ªs de la poes¨ªa es pura aquiescencia. Lo maravilloso, y ¨¦se es el gran descubrimiento de Carroll, no puede ser una respuesta a nuestras preguntas, sino a algo que ni siquiera se nos hab¨ªa pasado por la cabeza preguntar. Por ejemplo, una sonrisa que se resiste a pertenecer s¨®lo al gato en que se origin¨®, o una ni?a que visita un pa¨ªs al que nada en su raz¨®n le hac¨ªa suponer que pudiera encontrarse en el interior de un tronco hueco. ?Pero no habr¨ªa que acostumbrarse a ver tambi¨¦n as¨ª el verdadero misterio de la poes¨ªa, de la literatura en su conjunto, y, por supuesto, del amor? ?Como aquello que no ha surgido para responder a nuestros sue?os y anhelos m¨¢s ¨ªntimos, sino para estar dulce y p¨¦rfidamente de m¨¢s, sin una funci¨®n definida que cumplir en el roturado campo de nuestra identidad y de nuestra biografia? No la respuesta a nuestros deseos, deudora, por tanto, del reino de la necesidad, sino lo que excede a ese reino. En el r¨ªo que corre a nuestros pies, no el presentimiento de los peces, del ba?o en el verano, de los paseos en barca; ni siquiera el mundo del ahogado, o de la peque?a sirena que en respuesta a nuestras congojas acude corriente arriba a encontrarse con nosotros en las noches con luna; sino el simple echarse a andar sobre las aguas... Lo que sucede es que no sabemos para qu¨¦.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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