Resurrecci¨®n
LUIS MANUEL RUIZ La vida es, antes que nada, un comp¨¢s; hablamos de vida cuando comprobamos la existencia de ese ritmo continuado que es el pulso de los animales, la respiraci¨®n de los mam¨ªferos, el despliegue y repliegue de las flores en los ¨¢rboles. Y el a?o es la gran funci¨®n diacr¨®nica de la vida, el espect¨¢culo del crecimiento repartido a lo largo del tiempo, marcado por la alternancia r¨ªtmica de las estaciones: la vida se sirve para expresarse y crecer de ese juego de opuestos, de esa constante tensi¨®n entre lo seco y lo h¨²medo, el fr¨ªo y el calor, la vigilia y el sue?o que lo interrumpe, la muerte de los dioses y su resurrecci¨®n en el trigo. No hace falta recordar c¨®mo los pueblos primitivos entend¨ªan que en ese combate perpetuo radicaba la esencia m¨¢s profunda de la vida, y c¨®mo se dedicaban a perpetuar ese juego de fuerzas mediante ritos y ceremonias que engrosan el muy hermoso inventario de sir James Frazer en La rama dorada. En el norte, allende los desiertos, la estaci¨®n de la muerte suele identificarse con el invierno: tiempo de oscuridad, de covacha, oscuro per¨ªodo en que las bestias se retiran a las madrigueras a dormir y tienen lugar las atrocidades y las maravillas de los cuentos de hadas. Pero ac¨¢, en el sur, la suspensi¨®n de cada a?o coincide con el verano: el tiempo muerto en el que nada puede hacerse sino esperar en casa, el intermedio de gestaci¨®n que debe preceder a la nueva explosi¨®n de vitalidad que traer¨¢n los equinoccios. Como siguiendo la l¨®gica de las ant¨ªpodas, el oto?o que en el norte se siente como primer anuncio y pr¨®logo del amustiamiento y la rigidez, es aqu¨ª fase de renacimiento, de regreso al aire y al agua despu¨¦s del par¨¦ntesis abrasador de un verano que se obstina en secar las savias. Lo cierto es que estas reflexiones me surgen a vuelapluma ahora que trato de reconstruir el sentimiento que me atrap¨® el otro d¨ªa, cuando con motivo de no s¨¦ qu¨¦ cosa acompa?¨¦ a una amiga a la facultad. Estuvimos recorriendo esos vericuetos cavernarios de la f¨¢brica de tabacos de Sevilla y su oscuridad, cuando, despu¨¦s de atravesar un patio vigilado por estatuas, el sol nos lastim¨® los ojos. Lo que vi entonces me hizo comprender que la existencia es ese comp¨¢s de metr¨®nomo del que he hablado m¨¢s arriba y que, como la corriente de algunos r¨ªos juguetones, se introduce a veces debajo de la tierra para volver a brotar kil¨®metros m¨¢s adelante con todo el vigor renovado con el que antes se perdi¨®. La hierba, alrededor del edificio, junto a la empalizada de ladrillo y lanzas que cierra el recinto, estaba llena de gente. La gente contaba sus ligues veraniegos, fumaba, se intercambiaba apuntes; la gente no paraba de rebullir en las aceras, llegaba en bicicletas, se re¨ªa a carcajadas, la gente recorr¨ªa una ciudad que hasta aquel momento hab¨ªa estado abandonada y desierta como un decorado de hecatombe nuclear. Comprendo que quiz¨¢ mi entusiasmo fue desorbitado, pero el pensamiento que m¨¢s inmediatamente gan¨® mi cabeza es que la vida volv¨ªa a correr por las venas de esta ciudad que cada verano conoce una consunci¨®n irremediable, que se muere como un p¨¢jaro se muere de fr¨ªo o hambre all¨¢ al norte, en las tierras de la tundra. Y mi alegr¨ªa fue todav¨ªa mayor al comprobar que tambi¨¦n los bares estaban abiertos y estaban llenos de gente, y que la gente saturaba las mesas y los mostradores, y de repente parec¨ªa que, como dec¨ªa Wittgenstein, nada malo pod¨ªa suceder.
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