La invenci¨®n de la edad
Conforme declina el a?o, el siglo y el milenio, cunden los escritos de balance, que pretenden resumir de un plumazo lo m¨¢s significativo de cuanto ocurri¨®, esperando encontrar el sentido de un tiempo cuyo transcurrir se conf¨ªa en que no haya pasado en balde. Vana esperanza, pues sabemos por Shakespeare que el curso del tiempo s¨®lo es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que carece de cualquier sentido identificable. Sin embargo, pese a saberlo, no nos resistimos a inventarnos alg¨²n sentido que atribuirle a la historia, aunque s¨®lo sea el narrativo de los cuentos, extrayendo como conclusi¨®n alguna consoladora moraleja. Es la ilusi¨®n historiogr¨¢fica (por parafrasear a Bourdieu), que reconstruye como un relato lineal justificado por su desenlace lo que no deja de ser m¨¢s que una mera sucesi¨®n fortuita de acontecimientos contingentes y casuales.Pues bien, finjamos abrigar esta ilusi¨®n y busquemos tambi¨¦n un final feliz al siglo XX: ?qu¨¦ rasgo elegir para identificar el esp¨ªritu de un tiempo que s¨®lo concluye por aritm¨¦tica casualidad? Hay mucho donde escoger, desde el fin de la carrera de armamentos que ha causado dos guerras mundiales calientes y una tercera fr¨ªa hasta el triunfo de la raz¨®n cr¨ªtica, ciencia incluida, con el consiguiente descr¨¦dito de las ideolog¨ªas totalitarias nacidas con la industrializaci¨®n. Pero no parece veros¨ªmil que acierten los Fukuyamas inventores del advenimiento autom¨¢tico de la sociedad feliz. Por el contrario, resulta evidente que tenemos desigualdad, explotaci¨®n y conflicto para mucho tiempo, sin que sepamos c¨®mo adaptarnos a tanto riesgo por venir.
As¨ª que eludir¨¦ cualquier especulaci¨®n por el estilo para limitarme a algo m¨¢s simple: ?qu¨¦ saldo neto arroja la comparaci¨®n del modo occidental de vida vigente entre los a?os 1900 y 2000? S¨®lo as¨ª, de darse alg¨²n balance positivo, podr¨ªa justificarse la ficci¨®n del progreso lineal. Pues bien, tambi¨¦n aqu¨ª hay abundantes candidaturas donde escoger, desde la revoluci¨®n de la informaci¨®n y la universalizaci¨®n de la escolaridad hasta el advenimiento de la sociedad de consumo basada en la ¨¦tica del ocio. Y en este sentido, muchos observadores han propuesto considerar como cambio m¨¢s significativo la metamorfosis de la mujer occidental. Pero ?es la revoluci¨®n femenina el gran avance del siglo? De creer a las feministas, cabe dudarlo, pues, al tratarse de una revoluci¨®n todav¨ªa pendiente, si es que no abortada, el cambio es m¨¢s aparente que real, dado que a¨²n se mantiene (parafraseando a Arno Meyer) la persistencia del antiguo r¨¦gimen patriarcal. Por eso cabe proponer otra candidatura: es la invenci¨®n de la edad.
Por efecto de mejoras en la salud p¨²blica, el autocuidado personal y la dieta alimentaria, a lo largo del siglo XX se ha casi triplicado la longevidad. Y esta radical novedad supone no s¨®lo la consecuci¨®n de un deseo largamente acariciado pero hasta hoy inalcanzable, sino, adem¨¢s, el desencadenamiento de una cascada de consecuencias incalculables, desde el temor al envejecimiento poblacional hasta el acceso de la guerra de las pensiones al primer rango de la agenda pol¨ªtica. No resulta extra?o, por eso, que la Unesco haya proclamado este ¨²ltimo del siglo como A?o Internacional de las Personas de Edad. Ahora bien, la prolongaci¨®n de la longevidad ha creado un problema in¨¦dito de gesti¨®n biogr¨¢fica: ?c¨®mo estirar la duraci¨®n de una vida s¨®lo pensada para prolongarse hasta la edad de jubilarse?
La soluci¨®n a este dilema ha sido la invenci¨®n de la edad, o, al menos, la invenci¨®n de nuevas edades. En efecto, el modo en que el siglo XX se ha adaptado a la prolongaci¨®n de la longevidad ha sido doble. Por un lado, ha prorrogado la duraci¨®n de cada una de las etapas biogr¨¢ficas, retrasando la edad de transici¨®n de una fase a otra. As¨ª, por ejemplo, antes los ni?os dejaban de serlo muy pronto, pues se convert¨ªan precozmente en adultos tras llegarles la pubertad para ponerse a trabajar y formar familia. En cambio, ahora la pubertad se prolonga como adolescencia forzosa hasta edades cada vez m¨¢s tard¨ªas, y as¨ª sucede tambi¨¦n con el resto de etapas que componen el curso de vida. Pero adem¨¢s se ha creado otro procedimiento para adaptarse al incremento de la longevidad, que ha sido inventarse otras edades o etapas vitales nuevas all¨ª donde antes no exist¨ªan, intercal¨¢ndolas entre las dem¨¢s edades tradicionalmente reconocidas.
Es el caso de la invenci¨®n de la juventud. Hace cien a?os se pasaba directamente de la adolescencia a la edad adulta sin m¨¢s rito de paso que la boda, la novatada o cualquier otra ceremonia de iniciaci¨®n a la mayor¨ªa de edad. Hoy, en cambio, la transici¨®n desde la pubertad hasta la edad adulta dura quince a?os, pues no finaliza hasta casi los treinta, edad en que se halla empleo estable y se forma una familia. Y si hubo que inventar la juventud, fue por la necesidad de aplazar el ingreso en la actividad laboral, dado el crecimiento tecnol¨®gico de la productividad, que redujo el tiempo de trabajo a la vez que incrementaba la necesidad de formaci¨®n profesional. As¨ª fue como, para llenar de contenido la inactividad prelaboral, se dedic¨® a los j¨®venes al autoaprendizaje, prolongando cada vez m¨¢s su escolaridad.
Y como subproducto colateral emergi¨® en la segunda mitad del siglo la cultura juvenil, centrada en el cine, la m¨²sica, la moda y el deporte. Ese estilo de vida era el tradicional signo de identidad de la subcultura de estudiantes hijos de pap¨¢, hasta entonces privativa de los ociosos herederos de las clases acomodadas. As¨ª que la invenci¨®n de la juventud supuso en realidad la democratizaci¨®n del anterior elitismo juvenil, a partir de entonces universalmente difundido entre los j¨®venes de ambos sexos de todas las clases sociales. Y algo an¨¢logo deber¨ªa estar sucediendo con las dem¨¢s edades que se inventan cada d¨ªa: la tercera edad, la crisis de los cuarenta, la cuarta edad...
Pero de todos estos inventos destaca uno en especial. Si el siglo XX ha presenciado la invenci¨®n de la juventud, el pr¨®ximo habr¨¢ de plantearse la reinvenci¨®n de la vejez. En efecto, al igual que sucedi¨® con la inactividad juvenil prelaboral, tambi¨¦n ahora se est¨¢ prolongando sobremanera la duraci¨®n de la etapa de inactividad poslaboral de las personas mayores. Ahora bien, as¨ª como se encontr¨® un rol positivo para llenar de contenido la inactividad de los j¨®venes, que fue sobreeducarlos inventando la cultura juvenil, eso no ha sucedido a¨²n con la vejez. Todav¨ªa no se ha encontrado una funci¨®n espec¨ªfica que atribuir en exclusiva a las personas mayores. Y por lo tanto, como carecen de rol propio que ejercer, s¨®lo se les define en t¨¦rminos negativos. Es el estigma de la vejez definida como parasitaria clase pasiva, a la que se descalifica por entenderla una mera carga familiar y estatal.
El resultado es la fobia de la edad, que induce p¨¢nico a ser mayores. La cantidad de recursos que se invierten en la industria del rejuvenecimiento, con elevado coste de oportunidad (pues se podr¨ªan asignar a mejores objetivos), es insoportable. Y no me refiero a la ingenier¨ªa geri¨¢trica (seguridad social, gasto sanitario, etc¨¦tera), sino al mercado de la eterna juventud, que realimenta el s¨ªndrome de Peter Pan: industria cosm¨¦tica, cirug¨ªa pl¨¢stica, etc¨¦tera. Todo con tal de parecer menos viejo y no m¨¢s joven, inventando una pat¨¦tica edad mucho menor de la que se tiene en realidad. Y as¨ª seguir¨¢ sucediendo hasta que no se reinvente una nueva cultura s¨®lo para mayores, capaz de llenar de sentido la vejez enriqueciendo su ocio con capital humano, lo que implica democratizar la edad dorada que ya disfruta hoy una ¨¦lite privilegiada de mayores escogidos. ?sa es la tarea que cabe esperar del siglo que viene, cuando se jubile la actual generaci¨®n sobreescolarizada de j¨®venes, que quiz¨¢ resulten capaces de inventar en la vejez un equivalente de la cultura juvenil que sea funcional para esa edad.
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