La metamorfosis SERGI P?MIES
Al despertar Jordi Pujol una ma?ana, tras un sue?o intranquilo, encontr¨®se en su cama convertido en un monstruoso Pasqual Maragall. Hall¨¢base echado sobre el curtido caparaz¨®n de su espalda de monta?ero y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre, surcado por callosidades dise?adas por Phillipe Starck, cuya prominencia apenas s¨ª pod¨ªa aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables encuestas, lamentablemente escu¨¢lidas en comparaci¨®n con el grosor ordinario de sus resultados electorales, ofrec¨ªan a sus ojos el espect¨¢culo de una agitaci¨®n sin consistencia. -?Qu¨¦ me ha sucedido? No so?aba, no. Su habitaci¨®n de verdad, aunque excesivamente reducida, aparec¨ªa como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaban esparcidas unas cuantas creus de Sant Jordi -Pujol era presidente de la Generalitat-, colgaba un anuncio de publicidad agresiva ha poco recortado de un peri¨®dico y acribillado por alfileres. Representaba este anuncio a un hombre canoso, de ojos achinados y que, muy sobrado, esgrim¨ªa contra el espectador una sonrisa de esperanza artificial y tal. Pujol dirigi¨® luego la vista hacia la ventana; los negros nubarrones que se cern¨ªan sobre el horizonte le infundieron una gran melancol¨ªa. -Bueno -pens¨®-, ?qu¨¦ pasar¨ªa si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantas¨ªas? Mas era esto algo de todo punto irrealizable, porque Pujol ten¨ªa la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permit¨ªa adoptar esta postura. Aunque se empe?aba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volv¨ªa a caer de espaldas. Mil veces intent¨® en vano esta operaci¨®n; cerr¨® los ojos para no tener que pensar en la repentina aparici¨®n de una mata de pelo canoso, pero sus preocupaciones no cesaron hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jam¨¢s sentido hasta aquel momento -la amenaza de una derrota, el miedo a pasar cuatro a?os en la oposici¨®n-, comenz¨® a aquejarle en el costado. -?Ay, Dios! -d¨ªjose entonces-. ?Qu¨¦ cansada es la profesi¨®n que he elegido! Mientras tanto, en otro rinc¨®n de la ciudad... Al despertar Pasqual Maragall una ma?ana, tras un sue?o intranquilo, encontr¨®se en su cama convertido en un monstruoso Jordi Pujol. Hall¨¢base echado sobre el curtido caparaz¨®n de su ol¨ªmpica espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por cuatro barras inequ¨ªvocamente patri¨®ticas, cuya prominencia apenas si pod¨ªa aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables encuestas, afortunadamente optimistas en comparaci¨®n con la flaccidez ordinaria de sus resultados electorales, ofrec¨ªan a sus ojos el espect¨¢culo de una agitaci¨®n rayana con la euforia. -?Qu¨¦ me ha sucedido? No so?aba, no. Su habitaci¨®n, aunque excesivamente reducida, aparec¨ªa como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un esbozo de programa electoral -Pasqual era candidato a la presidencia de la Generalitat-, colgaba un anuncio de publicidad agresiva ha poco recortado de un peri¨®dico y puesto en un lindo marco dorado. Representaba este anuncio un hombre calvo que, socarronamente, esgrim¨ªa contra el espectador una sonrisa dentro de la cual desaparec¨ªa toda esperanza de cambio. Maragall dirigi¨® luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (sent¨ªanse repiquetear en el cinc del alf¨¦izar las caricias de los aduladores) infundiole unos repentinos deseos de marcharse a Roma. -Bueno -pens¨®-, ?qu¨¦ pasar¨ªa si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantas¨ªas? Mas era esto algo de todo punto irrealizable, porque Pasqual ten¨ªa la costumbre de dormir sobre el lado izquierdo, y su actual estado no le permit¨ªa adoptar esta postura. Aunque se empe?aba en permanecer sobre el lado izquierdo, forzosamente volv¨ªa a caer de espaldas. Mil veces intent¨® en vano esta operaci¨®n; cerr¨® los ojos para no tener que pensar en la repentina calvicie, pero sus preocupaciones no cesaron hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jam¨¢s sentido hasta aquel momento -el v¨¦rtigo de la responsabilidad-, comenz¨® a aquejarle en el costado. -?Ay, Dios! -d¨ªjose entonces-, ?Qu¨¦ cansada es la profesi¨®n que he elegido!
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