LA CR?NICA El oro de los tigres JACINTO ANT?N
El domador de tigres me cit¨® junto a sus fieras, a la hora de la merienda. Me sorprend¨ª al verle: vest¨ªa de manera corriente, fumaba un puro y, subido en una m¨¢quina, se encargaba de descargar unos contenedores en el patio de caballos de la Monumental.
Qu¨¦ prosaica es la vida a veces, me dije apartando una mosca, mientras los trabajadores del circo alzaban la voz para imponerse al ruido del tr¨¢fico que empapaba la tarde plomiza, triste, desesperanzada. Intent¨¦ rescatar mi anhelo de tigres, recobrar los sue?os de garras y colmillos que me hab¨ªan llevado hasta all¨ª. El terror listado del valle de Chamala, los devoradores de hombres de Kumaon. Aquellas sombras a rayas imaginadas entre las adelfas en los lejanos veranos de la infancia. Suspir¨¦. Tigres.
William Voss baj¨® de la m¨¢quina y extendi¨® un brazo robusto, tatuado. "Tengo mucho trabajo", dijo. "Llegamos ayer a las cuatro de la madrugada, he de colocar bien todo esto". El domador no ten¨ªa ganas de hablar, el aire apestaba a orines de fiera y yo s¨®lo quer¨ªa ya salir de all¨ª para volver a refugiarme en mis sue?os. Me hab¨ªa enterado, adem¨¢s, de que los tigres de Voss, contratados ahora por el Gran Circo Mundial, pertenec¨ªan a la Hawthorn Corporation, una empresa de Illinois dedicada a la cr¨ªa y venta de animales salvajes expedientada por violaciones de la Animal Welfare Act y con la muerte por tuberculosis de dos elefantas, Hattie y Joyce -?ay, Dumbo!-, sobre su conciencia.
Entonces un sonido profundo, cavernoso, salvaje, reson¨® rasgando la tarde. El domador me mir¨® y esboz¨® una sonrisa. Se dirigi¨® a los contenedores y descorri¨® unos cerrojos. Aparecieron las jaulas y los tigres. Tigres blancos. El oro de sus pieles se hab¨ªa desvanecido como una met¨¢fora viva de la ceguera de Borges. S¨®lo quedaban las listas, sobre un fondo de pelaje lechoso. Los tigres blancos no son m¨¢s que una una mutaci¨®n de la subespecie del tigre de Bengala -no son albinos-, unos freaks en cierto modo. Pero en la India, donde est¨¢ documentada su presencia desde que en 1561 caz¨® uno cerca de Gwalior el emperador mongol Akbar, se les tiene, a los muy escasos que se ha visto en libertad -resultan muy vulnerables a causa de su piel-, por espectros de la jungla. Fantasmas de tigres.
Voss acerc¨® la mano a los barrotes y se dej¨® lamer por las fieras, de hocico muy rosado y extra?a mirada azul celeste, que compet¨ªan en demostrar su afecto al domador. Luego vino hacia m¨ª, dispuesto a dedicarme menos tiempo que a las bestias. Evalu¨¦ si lamerle la mano me reportar¨ªa unos minutos extra. Me sent¨¦ y ¨¦l continu¨® de pie, sin quitarse las gafas de sol. Le ped¨ª unos datos biogr¨¢ficos y me ofreci¨® una sinopsis: 55 a?os, nacido en Holanda y nacionalizado estadounidense, domador profesional, un rosario de actuaciones en casinos, ferias, parques safari, circos. Especializado en felinos, pero con alguna experiencia en elefantes. Once a?os con el mayor conjunto de tigres blancos del mundo: 15 de esas raras fieras, parte del stock gen¨¦tico -un total de 68 tigres blancos y otros 40 normales con genes blancos- que atesora en una granja John Cuneo, el propietario de la Hawthorn. Le pregunt¨¦ por las dificultades de domar tigres, dando por supuesto que deben de ser muchas. Me respondi¨® que el tigre, a diferencia del le¨®n, es un animal solitario y que poner varios juntos ya es de por s¨ª muy problem¨¢tico, y no digamos convencerlos, como hace ¨¦l, para que formen una pir¨¢mide. "Los tigres no se gustan entre ellos. Eso es lo peor", ilustr¨®. "Cuando pelean leones hay mucho polvo y pelo, y ruido", dijo, "pero cuando pelean dos tigres, se matan". A?adi¨® que la muerte de un tigre blanco -se calcula que s¨®lo hay un par de centenares en el mundo, casi todos en cautividad- ser¨ªa una gran desgracia y yo aprovech¨¦, recordando lo de las elefantas tuberculosas, para preguntarle si los tigres blancos no son una especie protegida y si eso no plantea problemas legales. "Todos los tigres, todos", enfatiz¨®, "est¨¢n protegidos y requieren un certificado internacional Cites -lo tenemos-. Tambi¨¦n los blancos, pero no est¨¢n m¨¢s protegidos que los normales". Cambiando de tercio, le pregunt¨¦ si la doma de tigres blancos es diferente: "No responden como los otros tigres", me dijo. "No son tan inteligentes". ?Y eso es bueno o malo? "Muy malo para el domador. Es como trabajar con ni?os dif¨ªciles". Mir¨¦ de reojo hacia las jaulas de Rams¨¦s, Mim¨ª, Bobby, Thor y las otras preciosidades, y ciertamente me parecieron unos ni?os dificil¨ªsimos. Le pregunt¨¦ a Voss como quien no quiere la cosa si hab¨ªa tenido alg¨²n accidente. "Con ¨¦stos nunca", respondi¨®. Ha de ser duro volverse a meter en la jaula despu¨¦s, deslic¨¦, anim¨¢ndole a continuar. "Como volver a conducir tras un accidente de coche". Bueno, ha sufrido un ataque grave, s¨ª o no. "S¨ª, ¨¦ste", respondi¨® por fin alzando la mano izquierda y mostrando el pulgar mutilado. Pensando en ?ngel Cristo, musit¨¦ que conoc¨ªa a domadores con muchas m¨¢s cicatrices. "Entonces no son buenos domadores", sonri¨® Voss.
Le pregunt¨¦ por el miedo, pero no me pareci¨® tan obsesionado por el asunto como Cristo, o como yo mismo, sin ir m¨¢s lejos: "Lo tengo algunas veces, tambi¨¦n soy una persona normal, pero no dejo de entrar en la jaula". ?La familia? "A mis hijos les he dado una educaci¨®n normal, estudios. El mayor es ingeniero. El otro es cuidador de tiburones". Pues tendr¨¢n ustedes unas sobremesas interesantes. El domador me estudi¨® detenidamente. Carraspe¨¦. ?Cree que, en vista de la sensibilidad moderna, el espect¨¢culo con fieras vivas, el mundo de los domadores, pervivir¨¢? "Hay que mantener a los animales dignamente; pero, por supuesto, la ¨²ltima palabra la tiene el p¨²blico, mientras ¨¦l lo quiera habr¨¢ circos y domadores. En todo caso, nuestros animales morir¨ªan si los dej¨¢ramos en libertad. Y en la naturaleza no hay sitio ya para los tigres". Una especie de profundo gemido emanado de las jaulas punte¨® la frase. ?A qu¨¦ edad se jubila un domador? "Los reflejos se pierden, no tardar¨¦ en dejarlo", dijo Voss girando el rostro para mirar hacia sus tigres y dejando entrever por el lateral de las gafas unos ojos del mismo color que los de las fieras blancas.
Al salir me detuve en un bar y abr¨ª el libro que llevaba conmigo: me sumerg¨ª ¨¢vidamente en la lectura, acompa?ando a Chandra Bhanu Singh, avezado shikari, en su acecho al devorador de hombres de Chua Sot. O¨ª gritar al sambar, me estremec¨ª y entonces all¨ª mismo, entre la maleza, majestuoso, surgi¨® el tigre, su temida simetr¨ªa plena de vida. Y de color.
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