Los guerrilleros
El Bar?a y el Madrid entend¨ªan el partido como la batalla definitiva, as¨ª que decidieron enviar todos sus efectivos a una delgada l¨ªnea de frente para buscar el cuerpo a cuerpo. El plan era elemental: las defensas, muy adelantadas, practicaban el parad¨®jico ejercicio de protegerse avanzando, mientras los jefes de maniobra se multiplicaban en la triple misi¨®n de cerrar brechas, corregir errores y enviar suministros a la vanguardia. Todos se mov¨ªan con una misma intenci¨®n: pegar duro y acabar pronto.Conforme pasaban los minutos la intensidad del forcejeo hac¨ªa pensar que, mermados por la tensi¨®n, los equipos terminar¨ªan sufriendo un colapso. Era una falsa alarma: cuando los peones empezaban a enredarse en una agotadora refriega llegaron los guerrilleros, decididos a demostrar que un solo golpe de mano puede variar la suerte de una batalla. En esta ocasi¨®n se llamaban Rivaldo, Figo, Savio y Ra¨²l.
En ese concurso de audacias, Rivaldo volvi¨® a manejar su sorprendente repertorio de habilidades. Como los m¨¢s acabados artistas de circo, ¨¦l dispara flechas envenenadas, lanza cuchillos de hoja curva y maneja el lazo de crin para atrapar goles al vuelo. Vi¨¦ndole moverse, tan seguro y tan el¨¢stico, es inevitable pensar en el estilo de los grandes predadores: tal como el leopardo se moviliza al menor descuido del ant¨ªlope, ¨¦l empieza a afilarse las u?as en el poste en cuanto un rival descubre el flanco. Entonces experimenta una transformaci¨®n asombrosa: pasa de la indiferencia a la tensi¨®n en un segundo, desaf¨ªa a varios enemigos a la vez y se permite elegir las soluciones m¨¢s extravagantes a sabiendas de que en el mundo de los especialistas el atrevimiento no es una forma de insensatez, sino una expresi¨®n de confianza. En el instante convenido salt¨® del ¨¢rbol, irrumpi¨® en el ¨¢rea, meti¨® el morterazo y consigui¨® el primer empate.
Poco despu¨¦s aparec¨ªa Figo por la derecha y desde all¨ª comenzaba a organizar sus incursiones haci¨¦ndose pasar por un extremo. De nuevo ca¨ªmos en la cuenta de que tiene una figura equ¨ªvoca: no recuerda al delantero grande y veloz que se estila en Europa, ni tampoco al futbolista liviano que s¨®lo es h¨¢bil por necesidad. Y, aunque visto superficialmente su juego confirma estas impresiones, cuando la tensi¨®n se apodera de la cancha sufre los cambios del camale¨®n: primero es Garrincha, luego Eusebio, y en los conflictos de ¨¢rea, el hombre del pu?al.
Enfrente, Savio pon¨ªa en pr¨¢ctica sus propios secretos. Como siempre, ¨¦l no trataba de bordar alguna filigrana brasile?a: lo suyo era hacer cualquier cosa, pero a toda velocidad. Por eso su met¨¢fora es la del prestidigitador cuya mano es m¨¢s r¨¢pida que la vista, o la de un diab¨®lico actor que interpreta a c¨¢mara r¨¢pida la escena en la que todos los dem¨¢s participan a c¨¢mara lenta. Recibi¨® la pelota, fren¨® y aceler¨® un par de veces y, conseguido el metro necesario para maniobrar, meti¨® un pelotazo mortal a la l¨ªnea de fuego, el lugar favorito de Ra¨²l.
?Ra¨²l? Es el ejemplo m¨¢s acabado que existe de pianista manco. ?Qu¨¦ tiene de especial ? Aparentemente, nada de nada, como no sea su inconfundible aspecto de Juan Nadie. Flaquito y replegado, sobrevive haciendo de mat¨®n en el pa¨ªs de la musculatura y el bufido.
Quiz¨¢ sea la ¨²ltima versi¨®n de aquellos desnutridos ni?os de posguerra que quer¨ªan sacar pecho y terminaban luciendo el estern¨®n, pero tiene una ventaja excepcional: ¨¦l no lo sabe. Primero fusil¨® a Hesp en la escuadra y despu¨¦s lo tumb¨® para siempre con uno de sus disparos de algod¨®n.
Agotados por el esfuerzo, todos nos desplomamos con ¨¦l.
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