Rafael
Le gustaban los dulces, las conversaciones telef¨®nicas y las mujeres. Esta tarde vamos a merendar bien, repet¨ªa todas las tardes con una seguridad de travesura justificada en la excepci¨®n, como si se pudiera saltar por las orillas de la diabetes y de los a?os igual que los colegiales saltan por las arenas de la bah¨ªa de C¨¢diz. Y el mar entraba en la luz viva de sus ojos cuando el croissant (el cornetto de su exilio romano) entraba en el caf¨¦, con el mismo rumor de felicidad y oleaje que sonaba en su voz, la voz que corr¨ªa por los tel¨¦fonos de las seis de la ma?ana. ?Est¨¢s despierto? Mira, voy a leerte este poema del Cancionero General, a ver si sabes de qui¨¦n es. Despu¨¦s de tanto mar y tanto cielo, despu¨¦s de casi un siglo de ciudades y continentes, de guerras y exilios, de amores y amistades, los hilos del tel¨¦fono eran una ra¨ªz, una mano sonora para sujetarse al mundo, para unir C¨¢diz con Buenos Aires, La Habana con Roma, Madrid con Granada o un oto?o de 1931 con una sonrisa y unas piernas j¨®venes de 1989. A m¨ª me gusta la mujer, repet¨ªa tambi¨¦n, escud¨¢ndose en la dignidad del art¨ªculo abstracto, en la aduana de la totalidad que dejaba por un momento los complicad¨ªsimos asuntos de faldas m¨¢s all¨¢ de los dedos y los casos concretos. A Rafael le gustaba la vida, era el poeta de la vida, y por eso intentaba refugiarse de los a?os y la muerte en todas las trincheras, en los dulces, en las conversaciones telef¨®nicas, en las mujeres, en el pelo largo, en el colorido de las camisas, en los versos de Garcilaso y en la amistad, en esa generosa amistad con la que sal¨ªa de los libros de texto y de la Historia de la Literatura para convertirse en un compa?ero de viaje.Rafael tem¨ªa a la muerte, sospechaba de sus bromas y sus acantilados. A veces nos dec¨ªa que no merece la pena huir de ella, porque despu¨¦s de mucho viajar siempre est¨¢ esperando, sin posibilidad de error, en una esquina precisa. En otras ocasiones, sin embargo, pensaba que la muerte puede confundir la fecha y la direcci¨®n de su carta, obligarnos a vivir el final que no nos tocaba. Federico no tuvo su muerte, comentaba Rafael, hubiese sido mucho m¨¢s l¨®gico que me fusilaran a m¨ª..., y lo afirmaba sujet¨¢ndose a la vida, con una nostalgia de merienda dulce y orilla salada, cruzando de las multitudes a la soledad, buscando la ra¨ªz de un amor o de un n¨²mero de tel¨¦fono.
En las navidades de 1986, que pas¨® en mi casa, lo llev¨¦ a Almer¨ªa para que se despidiera de su hermana Milagros, gravemente enferma. De vuelta, mientras el coche se hund¨ªa en la luz turbia de diciembre, empez¨® a imaginar mil formas distintas de su muerte ideal, mil maneras posibles de morir sin desaparecer. No es que vaya ahora a creer en Dios, me dijo, pero cuesta trabajo admitir que no va a quedar flotando ni siquiera el ruido de una sombra. Rafael imagin¨® entonces una penumbra infinita, algo as¨ª como el sosiego de quedarse dormido en un coche, bajo la luz del atardecer, en un viaje que no terminara nunca. Poco despu¨¦s Rafael se qued¨® dormido, y ya s¨®lo abri¨® los ojos al entrar en Granada, sobresaltado por la parada del primer sem¨¢foro. Recuerdo la fragilidad sorprendida de su voz al preguntarme: ?Hemos llegado a Roma?
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