Las conspiraciones y el dios perpetuo
Aquel d¨ªa de 1986 probablemente hubo un equ¨ªvoco. Diego Maradona dijo, a prop¨®sito del primer gol a los ingleses, que hab¨ªa intervenido "la mano de Dios". Y se entendi¨® como una alusi¨®n al auxilio divino. La picard¨ªa del potrero encontraba as¨ª un correlato a medida ante los micr¨®fonos: la avivada criolla se cerraba de manera perfecta, coronada acaso por la sonrisa orgullosa y el gui?o de sus fieles. Pero es l¨ªcito pensar que Diego estuviera refiri¨¦ndose a su propio pu?o izquierdo: su mano, en realidad, era la mano de Dios.Diego, adem¨¢s de consumar un truco invisible hasta para el ojo m¨¢s atento, ante Inglaterra hizo otro gol que condens¨® en pocos segundos todo el arte del f¨²tbol. Aquel partido, en que fue ilusionista y gambeteador todopoderoso, semej¨® la gesta del h¨¦roe cl¨¢sico: el empe?o solitario -pareci¨® que sus compa?eros sobraban- capaz de vencer al enemigo mejor plantado. Nac¨ªa un culto global y Diego ten¨ªa buenas razones para suponer que el mundo se somet¨ªa a sus designios. Ten¨ªa indicios contundentes de que su investidura no resist¨ªa comparaci¨®n entre los mortales. El ruido del aplauso, el magma de adjetivos consagratorios y las reverencias que le prodigaban aun mucho m¨¢s all¨¢ del planeta f¨²tbol, tal vez impidieron reconocer en su declaraci¨®n sobre la mano de Dios, debajo de la frase ingeniosa, algo as¨ª como el despunte de un delirio m¨ªstico. Muchos a?os antes, cuando a John Lennon se le hab¨ªa ocurrido comparar a los Beatles, s¨®lo encontr¨® en Jesucristo la figura adecuada. Al parecer, a esas alturas, s¨®lo el cielo est¨¢ cerca.
Progresivamente, los poderes de Diego fueron mermando. Y, tras la primera suspensi¨®n por dopaje, sus relaciones con el f¨²tbol se tornaron dificultosas. Largas ausencias, reapariciones ef¨ªmeras y una beligerancia por momentos autodestructiva sellaron su ¨²ltima ¨¦poca como jugador. Claro, siempre sigui¨® latente el milagro, la noci¨®n de que Diego, como el S¨¦ptimo de Caballer¨ªa de las pel¨ªculas americanas, pod¨ªa irrumpir para glorificar cualquier equipo. De hecho, cuando la selecci¨®n argentina padeci¨® el oprobioso 5 a 0 ante Colombia y su participaci¨®n en el Mundial 94 qued¨® amenazada, la tribuna core¨® el nombre de Maradona como un rezo. Y Diego cumpli¨®: volvi¨® a entrenarse, jug¨® frente a Australia, y Argentina, de su mano salvadora, lleg¨® a Estados Unidos. Su cuerpo, al que el periodismo internacional y los expertos en preparaci¨®n f¨ªsica catalogaron como "m¨¢quina privilegiada", segu¨ªa siendo indestructible, indemne a la inacci¨®n de meses y a los excesos, de los cuales la coca¨ªna es s¨®lo el m¨¢s famoso.
El cuerpo de Diego, m¨¢s ac¨¢ de las explicaciones sobrenaturales, fue -debi¨® ser- un compendio farmacol¨®gico, ¨²nica manera de propiciar las metamorfosis que, oportunamente, le permit¨ªan regresar para colmar la avidez inextinguible de sus hinchas, incapaces de hacer el duelo, de aceptar el f¨²tbol sin sus haza?as. En el Mundial de Estados Unidos, el an¨¢lisis no detect¨® coca¨ªna, sino efedrina. En rigor, debi¨® haber dado hartazgo.
Pero, como cada vez que el mundo no se adapta a su voluntad superior, la explicaci¨®n del fracaso -en tanto imposibilidad- en aquella ocasi¨®n fue, y lo sigue siendo, la conspiraci¨®n: el establishment -Havelange, Blatter o el Papa-, que se cobra las sucesivas rebeliones de Diego. No se trata de paranoia de adicto, sino del plan para perpetuarlo como Dios. Especialmente desde su retiro, en octubre de 1997, Maradona parece replegado en el peque?o para¨ªso que han cercado sus ¨ªntimos. All¨ª, todav¨ªa, su palabra es ley. Fuera de esos l¨ªmites, su identidad corre peligro y su relaci¨®n con la realidad es un permanente desajuste que le impide encontrar un rumbo sin la pelota. Diego no puede comprometerse, por ejemplo, a dirigir un equipo por una raz¨®n tan elemental como triste: es incapaz de garantizar que se levantar¨¢ de la cama para asistir a los entrenamientos. Aunque ¨¦l y su corte sigan mentando una confabulaci¨®n siniestra.
Devenido Dios de pueblo chico, Diego tal vez pensara hasta hace pocos d¨ªas, alentado por sus amigos, en retomar el destino de gloria; para lo cual, seg¨²n la ficci¨®n tejida en su entorno, s¨®lo hace falta que ¨¦l tome la decisi¨®n. Pero Maradona volvi¨® a las tapas de los diarios con un nuevo esc¨¢ndalo y una se?al in¨¦quivoca de su definitiva ca¨ªda del cielo: el cuerpo, modesto soporte de los mortales, le indic¨® ya no que est¨¢ excedido de peso, sino que su coraz¨®n es bastante m¨¢s fr¨¢gil de lo que su portentoso pasado hace creer. El sagrado coraz¨®n de Diego no es una met¨¢fora religiosa, sino el dilema de una sala de terapia intensiva.
Mientras, Diego multiplica sus significados. Es, para muchos, un orgullo indestructible y el recuerdo delicioso de tiempos felices. Para los bienpensantes, una bandera que simboliza la transgresi¨®n. Hay quienes lo odian, claro, y creen que est¨¢ pagando, con justicia, la arrogancia propia de un monarca del deporte sin clase ni principios. Con todos, sin embargo, Diego parece cumplir. Pues todos, solapada o expl¨ªcitamente, han formulado augurios tr¨¢gicos para el desenlace de su vida. Tal vez este golpe, la dolorosa advertencia de su talle humano, le permita desairar las expectativas del p¨²blico. "La peor adicci¨®n que sufre Maradona es la que los argentinos tienen con ¨¦l, y Diego ya no sabe c¨®mo saciarlos", diagnostica Roberto ?balo, ex psiquiatra del jugador. El brillo de su nombre lo ha llevado desde las canchas a Oxford y a los tratados de semiolog¨ªa; Maradona es una construcci¨®n colectiva y en su epopeya a¨²n no comenz¨® el cap¨ªtulo -tal vez el menos suculento- en el que el h¨¦roe comienza a vivir para s¨ª mismo. Bien puede ser ¨¦ste el momento. Y quiz¨¢ la ¨²ltima oportunidad.
Alejandro Caravario es director de la revista M¨ªstica, de Buenos Aires.
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