Cajal
El 31 de enero de 1980 la embajada de Espa?a en Guatemala ardi¨®. En el incendio perecieron 39 personas. S¨®lo salieron con vida el embajador M¨¢ximo Cajal y un indio del Quich¨¦ que al d¨ªa siguiente fue asesinado por la polic¨ªa secreta, tras secuestrarlo del hospital en el que se encontraban ambos. La tragedia tuvo su origen en la ocupaci¨®n pac¨ªfica de la canciller¨ªa espa?ola por un grupo de indios que ven¨ªan a denuncir el genocidio sistem¨¢tico del que estaba siendo v¨ªctima su etnia en lo que era adem¨¢s el peor momento de la dictadura militar en aquel pa¨ªs.Pese a las peticiones del propio Cajal -a gritos desde la ventana de su exiguo despacho- y del ministro espa?ol de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, que llam¨® desde Madrid aunque sin conseguir hablar con su colega guatemalteco, la polic¨ªa asalt¨® la embajada y le prendi¨® fuego con la intenci¨®n deliberada de que no quedaran testigos vivos. En las primeras informaciones televisadas y radiadas -antes de ser censuradas para su posterior uso- pod¨ªa o¨ªrse claramente c¨®mo el coronel (el segundo jefe de la Polic¨ªa Judicial) que estaba al mando del asalto gritaba "?Es el embajador! ?M¨¢tenlo!", cuando vio que Cajal sal¨ªa por la puerta, quemado y obviamente perdida la orientaci¨®n.
Hay otro antecedente m¨¢s siniestro a la decisi¨®n del Gobierno guatemalteco de asaltar la embajada: Cajal y su n¨²mero dos, Jaime Ruiz del ?rbol, que muri¨® abrasado aquella ma?ana, acababan de regresar del Quich¨¦ adonde hab¨ªan acudido a visitar a los sacerdotes misioneros espa?oles. Estos curitas estaban siendo perseguidos y asesinados por el ej¨¦rcito y el embajador los visit¨® en ejercicio de la principal misi¨®n de un diplom¨¢tico: la protecci¨®n de sus nacionales. El Gobierno de Guatemala, la prensa local y, lo que es infinitamente peor, parte de la espa?ola y parte importante de la colonia espa?ola afincada en el pa¨ªs centroamericano, se dedicaron a emponzo?ar la honra de Cajal, acus¨¢ndole de complotar con los revolucionarios del Quich¨¦, preparar la ocupaci¨®n de la embajada y crear, al servicio de Mosc¨², el incidente. No es seguro que Mosc¨² deseara la muerte de quien le rend¨ªa tan se?alado servicio. S¨ª es seguro, por el contrario, que lo quer¨ªa el Gobierno de Guatemala.
Y es que hay un antecedente a¨²n m¨¢s miserable, m¨¢s sucio, a todo el asunto: el predecesor de M¨¢ximo Cajal en el cargo se dedic¨® a anunciar la llegada de un sucesor suyo que "era comunista", lo que en aquella dictadura equival¨ªa a pintarle una diana a la altura del coraz¨®n.
Es un insulto a la inteligencia o a la buena fe afirmar que Cajal era o es o ha sido comunista y al servicio de Mosc¨². Cajal era y es uno de los diplom¨¢ticos m¨¢s finos, inteligentes y leales que ha dado la democracia espa?ola. Pero ¨¦sa no es la cuesti¨®n, como todo el mundo sabe. La cuesti¨®n es doble: por una parte, que si el Gobierno espa?ol hubiera reaccionado con rapidez, agilidad y dureza (como recomendaba Cajal desde su asediado despacho) antes del asalto, ni siquiera habr¨ªa sido necesaria la ruptura de relaciones ocurrida despu¨¦s, sencillamente porque el asalto no habr¨ªa sucedido. Pero, en segundo lugar, que la extrema derecha guatemalteca quisiera exonerar de la salvajada a sus fuerzas de seguridad es tal vez hasta comprensible; no lo es en absoluto que la campa?a de desprestigio y descalificaciones tuviera inmediato, soez y continuado reflejo en Espa?a.
Durante veinte a?os, M¨¢ximo Cajal ha guardado silencio. Por fin ahora ha contado la historia en un desgarrador libro, ?Saber qui¨¦n puso fuego ah¨ª!, presentado hace pocos d¨ªas en Madrid. Podr¨ªa haber sido un thriller pol¨ªtico de primer orden, pero Cajal ha optado por escribir un seco informe cuyo lenguaje administrativo casi neutro realza el dramatismo, la dureza del relato. La historia tiene la cualidad inexorable de una pel¨ªcula de Costa Gavras. Cont¨¢ndola sin m¨¢s testimonios que los de sus actores y testigos y con una documentaci¨®n que produce escalofr¨ªos, M¨¢ximo Cajal hace su denuncia con el pesimismo de quien relata una tragedia inevitable ("para enterrarla moralmente", dijo Felipe Gonz¨¢lez en el acto de presentaci¨®n). Se trata de un libro sin escapatorias morales y sin m¨¢s respuesta que el silencio elegante y el desprecio a quienes le difamaron o, siendo compa?eros suyos, le trataron con frialdad e incluso con condena impl¨ªcita.
Muchos otros le defendieron y acuerparon con la solidaridad de los que sintieron horror. Incluso quienes nos vimos en el penoso deber de participar en la negociaci¨®n para la reanudaci¨®n de relaciones (porque ellos ped¨ªan perd¨®n -aun con la boca bien chica- y porque la paz en Centroam¨¦rica exig¨ªa la presencia de la diplomacia espa?ola en todos los sitios) lo hicimos tap¨¢ndonos la nariz. Fernando Mor¨¢n, ministro de Exteriores de Felipe Gonz¨¢lez, consult¨® a M¨¢ximo Cajal al comienzo de esa negociaci¨®n. A Cajal no le pod¨ªa sino causar repugnancia, pero de su grandeza de ¨¢nimo y profesionalidad extrema atestigua que simplemente dijera que, de ser necesario, se siguiera adelante.
Hab¨ªa mucha gente de bien en el acto de presentaci¨®n del libro: la mujer de Ruiz del ?rbol que, con dignidad y dolor, no solt¨® ni un momento la mano de su hija; Odette Arz¨², la valerosa mujer que se abraz¨® a M¨¢ximo Cajal cuando ¨¦ste sal¨ªa de la embajada en llamas y as¨ª le salv¨® la vida. Tantos otros. Acaso el mejor resumen lo hiciera el propio Felipe Gonz¨¢lez cuando afirm¨® encogi¨¦ndose de hombros que, ¨¦l que hab¨ªa pasado veinte a?os recorriendo Am¨¦rica Latina una y otra vez, nunca hab¨ªa estado en Guatemala. No hab¨ªa sido deliberado; s¨®lo un impulso del alma, un instinto de rechazo que, aunque no lo dijo, ten¨ªa que ver, con Cajal por supuesto, pero sobre todo con la repugnancia moral por la muerte innecesaria y la tiran¨ªa.
Fernando Schwartz es escritor y diplom¨¢tico
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