C. 33
"Yo fu¨ª el mejor conversador que pas¨® nunca por Oxford" le confes¨® en una ocasi¨®n Oscar Wilde a su amigo Frank Harris. M¨¢s que conversador deber¨ªa haber dicho contador: Oscar Wilde nunca escuch¨® a nadie, y seg¨²n narra Harris, aprendi¨® a hablar de esa manera desbordada y brillante gracias a su amigo y maestro Walter Pater (el gran Pater), que atend¨ªa al mon¨®logo de su disc¨ªpulo sumido en un silencio imperturbable, tan s¨®lo roto por un ligero brillo en sus ojos cuando escuchaba una frase particularmente aguda. En una ocasi¨®n de especial j¨²bilo, Pater se arrodill¨® y le bes¨® la mano, reproch¨¢ndoselo Wilde en¨¦rgicamente: "?No, no debe usted!... ?Qu¨¦ pensar¨ªa la gente, si le viesen?". "No pude contenerme, no pude contenerme...", murmur¨® Walter Pater, p¨¢lido y mirando medrosamente entorno suyo. A partir de aquel d¨ªa, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde supo que el mundo entero se rendir¨ªa a sus pies.Claro que a Oscar aquel gusto por el verbo tambi¨¦n le ven¨ªa de familia. Su madre, Jane Francesca Elgee era una poetisa vanidosa y extravagante, que le gustaba en las reuniones acaparar la atenci¨®n con su aspecto aparatoso, con citas de Schopenhauer y Esquilo, y muy especialmente administrando agudos aforismos. Wilde aprender¨ªa de ella a no dejarse amedrentar ante la mirada de los dem¨¢s; en cambio, de su padre William -un ser de aspecto algo simiesco- recibir¨ªa una visi¨®n de la moral absolutamente libre de prejuicios. La poetisa acept¨® con escepticismo los innumerables esc¨¢ndalos que provocaba el marido con su conducta libertina, as¨ª como sus hijos bastardos, y Oscar creci¨® sin prestar ninguna credibilidad al qu¨¦ dir¨¢n. Reuniones, fiestas, tertulias modelaron al joven Wilde, hasta el extremo de afirmar con orgullo: "Nosotros, los irlandeses, no hemos hecho nada, pero somos los m¨¢s grandes habladores habidos desde el tiempo de los griegos".
Quiz¨¢ por eso, por aquella prodigiosa capacidad de seducir con la palabra, la leyenda de Wilde se construye sobre la curiosa antit¨¦sis del conversador genial y del escritor mediocre. Todos los testigos que han narrado sus recuerdos con Wilde coinciden en remarcar que sus obras de teatro est¨¢n muy por debajo del nivel alcanzado por su conversaci¨®n. En la reciente edici¨®n de los encuentros que Andr¨¦ Gide mantuvo con ¨¦l (Pocas palabras, Lumen), el autor franc¨¦s recoge una frase del poeta irland¨¦s especialmente significativa: "He puesto todo mi genio en mi vida; en mis obras s¨®lo he puesto mi talento". Wilde hablaba y hablaba, o como puntualiza Gide: "Wilde no conversaba: contaba. Contaba despacio, lentamente; su misma voz era maravillosa". El poeta irland¨¦s viv¨ªa para hablar, fluida y armoniosamente, y en la conversaci¨®n pon¨ªa todo su empe?o, todo su ingenio: con ella su f¨ªsico grasiento y algo fofo, su boca sinuosa por la que se asomaba un diente ennegrecido, su piel biliosa y poco limpia, se redim¨ªan, y Wilde se sent¨ªa gloriosamente hermoso, sublimemente cerca de los griegos.
Cuando lo encarcelaron, en la prisi¨®n de Reading, le prohibieron hablar con los otros reclusos. El relato que le narrar¨ªa a Gide es estremecedor: "Hac¨ªa ya seis semanas que estaba encerrado y que no hab¨ªa dicho una palabra a nadie... a nadie. Una tarde, camin¨¢bamos los unos en pos de los otros durante la hora de paseo y, de pronto, a mis espaldas oigo pronunciar mi nombre. Era el prisionero de detr¨¢s de mi que dec¨ªa: 'Oscar Wilde, le compadezco, porque usted debe sufrir m¨¢s que nosotros'. Entonces hice un esfuerzo enorme para no ser descubierto (cre¨ªa que iba a desmayarme) y dije, sin volverme: 'No, amigo m¨ªo, todos sufrimos igual'. Pero yo a¨²n no sab¨ªa hablar sin mover los labios y una tarde: '?C. 33!' (C. 33 era yo). 'C. 33 y C. 48, salgan de las filas!'. Entonces salimos de las filas y el carcelero dijo: '?Pres¨¦ntese al se?or director!'".
C. 33 y C. 48 se presentaron ante el director, y ambos declararon, por separado, que hab¨ªan sido los primeros en romper el silencio. Wilde, que unos minutos antes hab¨ªa estado a punto de desmayarse, quiso librar a su compa?ero del penoso castigo que se impon¨ªa al que transgred¨ªa las reglas. Y por unos momentos, el mejor conversador que pas¨® nunca por Oxford, volvi¨® a sentirse vivo. Pero fue tan s¨®lo un instante, y aunque con el paso de los meses aprendi¨® a hablar sin mover los labios, su esp¨ªritu de contador languideci¨® entre los muros de aquel C. 33. Wilde muri¨® el d¨ªa que no le dejaron contar sus cuentos y an¨¦cdotas. En el cementerio de P¨¨re Lachaise, su tumba, en un extremo del Campo Santo, parece singularmente apartada. Muda y triste, habla de un hombre que puso todo su genio en su vida y lo perdi¨®.
Mart¨ª Dom¨ªnguez es escritor.
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