Ser como un dios
A. R. ALMODOVAR
Pocas cosas habr¨¢ inventado el ser humano tan gratuitamente puras, como ¨¦sta del toreo. Dif¨ªcil de entender siempre por qu¨¦ un hombre, un buen d¨ªa, decide ponerse delante de la fiera afilada, bailar con la muerte; m¨¢s lo ser¨¢ para estas nuevas generaciones, con su hartazgo de racionalismo tecnol¨®gico. Habida cuenta de que no se trata de un deporte, ni de un arte propiamente dicho, ni siquiera de un juego, circo o pasatiempo, lo tienen mal para entenderlo. (Salvo que se atrevan).
?Pues qu¨¦ ser¨¢ entonces? A qu¨¦ este jugarse la vida sin motivo, sin raz¨®n. M¨¢h corn¨¢h da l?hambre, arguyen los menestrales del invento, como queriendo justificar su locura. Falso por completo. Si as¨ª fuera, habr¨ªa toreo en todas partes. Y los que van por eso s¨®lo, fracasan.
?Por qu¨¦ un torero como Curro, a quien ya nada le falta, seg¨²n dicen, decide continuar en la brega, a sus a?os? ?Por qu¨¦ vuelven una y otra vez los que se retiran? Algo sucede. Algo suced¨ªa, por ejemplo, cuando en Triana los hombres tiraban de navaja por una causa inefable: Joselito o Belmonte, el coraje y el temple; radical antagon¨ªa que se alarga hasta nosotros, de un modo absurdo, pues a nosotros ya s¨®lo nos cabe imaginarla, so?arla tal vez.
Ser como un dios. Yo creo que es eso. Sentirse en el centro del mundo, due?o del mundo, inmortal en la buena faena, despreciando todo lo que no sea ese instante en que el animal te comprende y te regala la vida. Y se enamoran los dos tr¨¢gicamente. Hay testimonios asombrosos de un torero sentir el orgasmo f¨ªsico en mitad de una buena tanda, tenerse que tapar la mancha con una toalla para dar la vuelta al ruedo, como si se tapara una herida. Herida de amor ser¨¢. Qu¨¦ lejos qued¨® el miedo, el p¨¢nico que todos sienten en el callej¨®n, un minuto antes de salir, cuando se pasan la mano por la cara, como en un gesto impensado, a ver c¨®mo va ese crecimiento anormal de la barba, el que produce, misteriosamente, el miedo. Sentir la muerte tan cerca, tan cerca como que al menor descuido te pega el revolc¨®n -aqu¨ª no se perdonan los errores-, te destroza la figura, te convierte de pronto en un pelele. Y ya no eres nada. De ser un dios altivo, a nada. Vibrar un instante entre el ser y el no ser. Debe ser eso.
Cuando Belmonte decidi¨® acabar con su vida, probablemente no hizo otra cosa que saldar su deuda de amor con tantos toros como se le hab¨ªan entregado, y lo hab¨ªan acostumbrado al Olimpo. Y porque ser un dios viejo no tiene el menor sentido. Cuando los muletillas prueban a torear en las noches de luna, desnudos, hacen lo mismo, s¨®lo que al rev¨¦s. Pegarse un tiro de vida. Cuando Garc¨ªa Lorca llor¨® como nadie nunca la muerte de un amigo, se le notaba tanto la envidia... ?l, que tambi¨¦n iba para inmortal y present¨ªa su propia muerte cercana. Cuando se hace ese silencio en la Maestranza, de pronto, que nadie se explica, y los vencejos cosen el aire con su piar desabrido, y el aburrimiento se pasea de mala gana por los tendidos y castiga a los que no se atreven a ponerse delante de un toro, aunque querr¨ªan. Entonces, seguramente, es cuando todos los toreros muertos hacen su pase¨ªllo por la plaza del cielo.
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