Noticias pol¨ªticas del campo de concentraci¨®n
El holocausto es, de vez en cuando, noticia. Un d¨ªa nos dan detalles del expolio a los jud¨ªos bajo el r¨¦gimen de Vichy, otro d¨ªa aparecen las memorias de Adolf Eichmann, Sempr¨²n nos recuerda que la transici¨®n pag¨® con el olvido a los esclavos espa?oles de Hitler, la justicia brit¨¢nica saca los colores al historiador David Irving, que calificaba de ficci¨®n el genocidio jud¨ªo, y, con regularidad acelerada, van siendo traducidos al espa?ol los testimonios m¨¢s relevantes de aquella cat¨¢strofe.Esas noticias tienen el tono de acontecimientos lejanos en el tiempo y extra?os a nuestra vida. Ese aire distanciado confirma de alguna manera el ¨¦xito de la decisi¨®n -convertida por el fil¨®sofo jud¨ªo Theodor Adorno en un imperativo categ¨®rico- con la que los pa¨ªses occidentales quer¨ªan afrontar el futuro al d¨ªa siguiente del fin de la guerra: "Nunca m¨¢s", "que aquello no se repita". Hemos hecho un mundo tan distinto que las noticias sobre Auschwitz son como de ultratumba. Occidente ha desmantelado en todo el arco pol¨ªtico la tentaci¨®n totalitaria a base de una alta dosis de liberalismo. "Otro Auschwitz es matem¨¢ticamente imposible", sentencia el cient¨ªfico Paul Stenberg, superviviente del campo de exterminio. Estamos tan seguros de haber cerrado la puerta a la repetici¨®n que nos permitimos cifrar el bienestar en el olvido.
Pero el pasado no siempre se deja acallar del todo. Hay pasados, como ¨¦ste, que parecen tener vida propia y acaban traspasando el muro del silencio. Observemos estos dos fen¨®menos. Por un lado, cada vez se relaciona m¨¢s holocausto con modernidad; es decir, con nuestro patr¨®n de vida. La tesis del libro de Zigmund Bauman Modernidad y holocausto, de gran impacto en Espa?a, seg¨²n la cual aquello no fue un accidente, sino un producto t¨ªpico, aunque no el ¨²nico, de la modernidad, no es una ocurrencia aislada. La envergadura y calado del holocausto no se explican sin el potencial pol¨ªtico, cultural y administrativo de una sociedad altamente desarrollada. Fue necesario, para llegar a ese fatal final, el concurso de la ciencia, de la pol¨ªtica y del pensamiento. El fil¨®sofo Jean Am¨¦ry, otro de los testigos clave, escrib¨ªa en un demoledor relato, M¨¢s all¨¢ del crimen y del castigo: "Todo el acervo espiritual y est¨¦tico hab¨ªa pasado a ser propiedad indiscutida e indiscutible del enemigo". El enemigo se hab¨ªa quedado literalmente con la raz¨®n que Europa, desde los griegos hasta la Ilustraci¨®n, hab¨ªa ido amasando con tanto esfuerzo. "?Te acuerdas c¨®mo me gustaba Plat¨®n?", dec¨ªa el especialista de filosof¨ªa antigua, el polaco jud¨ªo cat¨®lico Tadeusz Borowski; "ahora s¨¦ que ment¨ªa". Pensar que este mundo es un reflejo del bello mundo de las ideas era una mentira.El holocausto fue posible porque Europa ya se hab¨ªa convertido antes en un campo de concentraci¨®n. Ante la mirada indiferente del mundo se hab¨ªa producido una selecci¨®n metaf¨ªsica del hombre, dejando fuera de esa definici¨®n lo que no era genuinamente occidental. S¨®lo era cuesti¨®n de tiempo el sacar las consecuencias f¨ªsicas del trabajo filos¨®fico. Cuando el pensamiento cr¨ªtico y emancipador, representado en Carlos Marx, declaraba, en La cuesti¨®n jud¨ªa, que "la esencia del jud¨ªo es la letra de cambio", ?qu¨¦ se pod¨ªa esperar?
Aquello no fue un accidente, sino el despliegue de una de las posibilidades de la modernidad. ?Lo sigue siendo hoy?, ?anida en la modernidad ese germen letal? Empieza a hacerse camino la tesis, dr¨¢sticamente formulada por G. Agamben, de que el fascismo no crece s¨®lo en las turbias aguas del totalitarismo, sino tambi¨¦n en las pl¨¢cidas del liberalismo. Es una afirmaci¨®n osada, pues viene a decir que los muros de separaci¨®n entre fascismo y liberalismo son muy delgados, o, si se prefiere, que aqu¨¦l es la cara oculta de ¨¦ste. Como dice Leo Strauss, fascismo y liberalismo juegan con los mismos elementos, aunque los combinen de manera diferente. El liberalismo, desde Hobbes, entiende la pol¨ªtica como un pacto libre y racional para salir del estado natural que es el de la guerra de todos contra todos; el fascismo, sic Schmitt, lo que dice es que, por mucho pacto racional que se alegue, la pol¨ªtica seguir¨¢ siendo la del estado natural, por eso la define como "la oposici¨®n amigo-enemigo"; esto es, un enfrentamiento a muerte entre comunidades de distinta sangre y distinta tierra. No es, pues, tan f¨¢cil desterrar la violencia originaria, y la sombra de esa violencia dar¨ªa al fascismo carta de permanente actualidad.
?stas son cuestiones muy abstractas y discutibles, pero podemos asomarnos un momento a algo tan concreto como el tipo de ciudadano que circula por nuestras sociedades liberales. Ya se le ha identificado como cliente del poder y consumidor de la sociedad; no como sujeto activo y participante, sino como cliente y consumidor. Puede ser una manera pr¨¢ctica de vivir en un mundo tan exigente y competitivo. Pero si alguien nos observara bien descubrir¨ªa otro aspecto mucho m¨¢s preocupante: el del abandono. Abandono viene de bando, una palabra que encontramos en todas las lenguas de nuestro entorno, que era un preg¨®n mediante el que "se declaraba malhechor a alguien, autorizando a cualquiera para matarle" (Mar¨ªa Moliner). El abandono no es dejar a alguien por imposible, sino declararle sin valor, puro cuerpo, de suerte que cualquiera puede hacer con ¨¦l lo que quiera. El abandono es la suspensi¨®n de la ley, vivir, pues, expuesto a la decisi¨®n arbitraria del poder. ?Estamos abandonados? Parece una broma hacerse esta pregunta en el seno de una sociedad democr¨¢tica, con un Parlamento reci¨¦n estrenado y un sistema judicial que acaba de condenar a quienes, como los GAL, utilizaron el poder al margen de la ley.
Hay diferencias tan notables entre fascismo y liberalismo que deber¨ªa producir sonrojo su sola aproximaci¨®n. Pero lo que se discute no es si son lo mismo, sino si el liberalismo, como buque insignia pol¨ªtico de la modernidad, est¨¢ bien al abrigo de la amenaza fascista. Y hay que reconocer que el abandono, como el desierto, avanza. ?Qu¨¦ estamos diciendo cuando denunciamos la despolitizaci¨®n de la pol¨ªtica? Pues que la democracia se est¨¢ quedando en los huesos, en la pura formalidad, perdiendo en el empe?o jirones de legitimidad. La legitimidad democr¨¢tica le viene de la sustancia misma de la pol¨ªtica que es, desde Arist¨®teles hasta hoy, la justicia, es decir, la relaci¨®n entre ricos y pobres. ?Se toman las decisiones pol¨ªticas en los pa¨ªses ricos pensando en la justicia? Lo m¨¢s que hacemos es aplicar el principio "virtudes con los pr¨®ximos, aunque viciemos a los lejanos". Exportamos la injusticia al Tercer Mundo, a la periferia de nuestras ciudades. Que los abandonados por nuestras decisiones pol¨ªticas queden lejos en nada empece el abandono. Y, sin ir tan lejos, ?qui¨¦n toma las grandes decisiones pol¨ªticas? No somos nosotros, ni los que nos representan. Hemos inventado la figura de la globalizaci¨®n para expresar el reconocimiento de que el destino se nos escapa porque las decisiones que le condicionan nos vienen dadas. Por no hablar de la guerra de Kosovo, el acontecimiento que inaugur¨® el siglo XXI: Espa?a estuvo en guerra contra otros pueblos y no supimos qui¨¦n tom¨® la decisi¨®n.
Nada hemos aprendido de Auschwitz porque nos hemos hecho a la idea de que nada tiene que ver con nosotros. Aquello queda lejos. Pero fij¨¦monos en los supervivientes. Todos coinciden en afirmar que luchaban a muerte contra la muerte para poder dar testimonio a la humanidad de aquellas atrocidades. Eso era lo que les manten¨ªa vivos, el testimonio. Sin embargo, muchos de ellos acabaron suicid¨¢ndose luego, en libertad. El h¨²ngaro Imre Kertesz, autor del relato Un instante de silencio en el pared¨®n, se pregunta por qu¨¦ ¨¦l, tambi¨¦n prisionero de un campo, no se quit¨® la vida como lo hicieron Am¨¦ry, Celan, Borowski, Levi y tantos otros. La respuesta es escalofriante: como ¨¦l estaba en un Estado policial, la Hungr¨ªa comunista, entend¨ªa que segu¨ªa de alguna manera en el campo; los otros, sin embargo, ciudadanos del mundo libre, pudieron constatar c¨®mo esos pa¨ªses organizaban la vida de espaldas a su experiencia. Para la Europa Occidental, Auschwitz no contaba y ellos no ten¨ªan nada que decir. Sintieron que todo su esfuerzo hab¨ªa sido en vano. Es un argumento dif¨ªcilmente rebatible a la hora de valorar la importancia del recuerdo del holocausto en la conformaci¨®n de la sociedad posterior a la II Guerra Mundial. No hemos necesitado ese recuerdo para construir el Estado de bienestar. ?Hemos conseguido con eso y con todo salir del campo? Adorno levanta una voz, minoritaria ciertamente: "El mundo moderno es un campo de concentraci¨®n por m¨¢s que se tome por el para¨ªso al minimizar sus contradicciones". La voz de Adorno, por mucho que pueda ser o¨ªda por la conciencia en momentos de silencio, est¨¢ lejos de las convicciones morales y pol¨ªticas de nuestro tiempo. Choca, de todas maneras, nuestra convicci¨®n "liberal" con la creciente presencia del holocausto. El tiempo no ha servido para enterrar el pasado, sino para actualizarlo. Abundan representaciones del mismo, tales como la serie televisiva del mismo nombre, La lista de Schindler o La vida es bella; se traducen testimonios y aparecen ensayos. Cada vez hay m¨¢s consenso en la centralidad del holocasuto para entender nuestro tiempo. Parece ganada la idea de que sin la lectura de Levi, Antelme, Am¨¦ry, Celan, Sempr¨²n, etc¨¦tera, es imposible hacer un juicio ponderado sobre el siglo veinte.
Y, sin embargo, pese al creciente peso del pasado, todo sigue igual. Auschwitz parece condenada a convertirse en una categor¨ªa interpretativa, pero no moral o pol¨ªtica; hermen¨¦utica, pero no normativa. Recordar no consiste en tener m¨¢s informaci¨®n sobre un acontecimiento que desconocemos, sino aceptar mirar el mundo con la mirada de las v¨ªctimas, no por ser v¨ªctimas, sino porque han experimentado a fondo la verdad de nuestro mundo. Por eso son tan importantes los testigos, mucho m¨¢s que los historiadores o cient¨ªficos sociales. Uno de ellos, Robert Antelme, un resistente comunista internado en el campo de Gandersheim y autor del estremecedor relato L'esp¨¨ce humaine, da la clave de por qu¨¦ todo, hasta nuestra manera de recordar, se va por el sumidero de la historia sin dejar rastro. Cuenta c¨®mo en los ¨²ltimos d¨ªas, cuando los aliados se acercaban, los alemanes obligaron a un diezmado ej¨¦rcito de muertos vivientes a acompa?arles en la huida. Cuando atravesaron un pueblo, se aproxim¨® a la fuente para beber agua. Al incoporarse tropez¨® con la mirada de una mujer del pueblo que esperaba. Antelme le salud¨® con un educado "por favor, se?ora". Entonces advirti¨® que sus palabras hab¨ªan espantado a la mujer del pueblo. No pod¨ªa ser que en esas ruinas humanas hubiera un resto de humanidad. La buena se?ora hab¨ªa situado la humanidad del hombre en los cuerpos arios, bien nutridos y, por tanto, nada humano pod¨ªa esperarse de esos seres malditos, salidos de un campo de concentraci¨®n. Era como si le hablara un fantasma.
Lo que pone en evidencia el relato es que la humanidad hab¨ªa huido de los ojos espantados de la buena mujer. Y ¨¦se es el problema, que nos hemos acostumbrado a la humanidad jibarizada del hombre generado por el olvido. Para valorar la humanidad de las ruinas humanas, habr¨ªa que tener conciencia de la propia inhumanidad, causante de la ruina del otro.
Auschwitz es mucho m¨¢s que un acontecimiento. Los nazis quisieron hacer de ¨¦l el laboratorio de un hombre superior. Fracasaron, pero se llevaron por delante buena parte de la humanidad del hombre, esa humanidad con la que el hombre civilizado hab¨ªa rellenado la pol¨ªtica de justicia, y el progreso, de humanidad. De esa humanidad perdida cada vez tenemos menos noticia. S¨®lo nos llegan algunos ecos, los que transmiten, a modo de preguntas, testigos de barbaridades como las de Auschwitz. Pero estos testigos s¨®lo pueden hablar si son escuchados. Lo tienen mal, pues, como aqu¨ª escrib¨ªa Manuel Vicent, "se necesita ser muy l¨²gubre para rescatarlos de la tumba con objeto de que te sigan ri?endo".
Reyes Mate es profesor de investigaci¨®n en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.