La violencia
Resulta muy dif¨ªcil convertir la muerte en palabras. Por eso suenan a falso la mayor¨ªa de las declaraciones que se producen despu¨¦s de una muerte, ya sean las alabanzas necrol¨®gicas, ya sean los testimonios del dolor familiar o las condenas oficiales despu¨¦s de un atentado terrorista. Y no se trata s¨®lo de que la rutina infecte incluso las l¨¢grimas y las indignaciones, manch¨¢ndolas con una grasa inoportuna de teatro vac¨ªo. Ocurre tambi¨¦n que cualquier cad¨¢ver est¨¢ demasiado cerca de las palabras dichas a su muerte, y resulta muy dif¨ªcil convertir su realidad en lenguaje, pedirle prestado algo de su rotunda verdad. Mientras el cad¨¢ver est¨¢ sobre la acera o en los rincones de un descampado suburbial, la muerte es la ¨²nica costumbre que no llega a convertirse en rutina.Los lectores de novela policiaca saben que lo dif¨ªcil no es matar, sino desprenderse del cad¨¢ver. Al asesinato puede llegarse por distintos rencores, el criminal perfecto consigue pronto una justificaci¨®n para sus actos, se convence a s¨ª mismo de la necesidad de su barbarie, pero siempre arrastra el problema del cad¨¢ver, la negaci¨®n y el vac¨ªo tajante que supone un cuerpo en mitad de la calle, la mano que surge entre los pl¨¢sticos y las latas del vertedero, el pie que acecha en la tranquilidad de un bosque, los ojos terribles y la boca asombrada de los ahogados. Los cad¨¢veres caen sobre la acera, brotan de la tierra, se mecen en el agua y llegan a nosotros como una conspiraci¨®n envenenada. M¨¢s que interrumpir la tranquilidad, estallan para decirnos que la tranquilidad no existe, que vivimos en una cuerda tensada sobre la muerte. Por unos momentos, aunque s¨®lo sea mientras los sufrimos delante de los ojos, los cad¨¢veres denuncian la mentira sangrienta de los simulacros, de nuestros simulacros.
En una sociedad de econom¨ªa orgullosa y pol¨ªticos triunfalistas, el cad¨¢ver act¨²a con insumisi¨®n, sin aceptar las reglas de las versiones oficiales, m¨¢s all¨¢ del pragmatismo y del sentido com¨²n de los gobernantes. El cad¨¢ver sobre la acera desmiente el victimismo y la mitolog¨ªa decimon¨®nica de la sagrada impostura nacionalista, y descubre la violencia de los que hacen pol¨ªtica a costa de la muerte. El cad¨¢ver en la orilla se?ala la ferocidad de la palabra extranjer¨ªa, el grado de sombras y desesperaciones que se oculta en las s¨ªlabas de la ley, la eficacia y la reforma. El cad¨¢ver de la mujer asesinada por su marido o por su hijo descubre la nost¨¢lgica estupidez de algunos padres de la patria que defienden, sin entrar en matices, la vuelta a los valores familiares. El cad¨¢ver de la muchacha asesinada por sus compa?eros de colegio no s¨®lo invita a preguntarnos sobre los cuerpos vivos y j¨®venes que se sientan en las aulas, sino por la tranquilidad de un pueblo que insulta, persigue y est¨¢ a punto de linchar a los padres de las asesinas. Mientras la gente grita, calla o reproduce el lenguaje del simulacro, s¨®lo los cad¨¢veres hablan, precisamente porque se han quedado sin palabras. Discutir sobre la violencia es tomarse en serio la voz de los cad¨¢veres, y est¨¢ bien intentarlo mientras se pueda. Recordemos que en los ¨²ltimos bombardeos televisados se suprimieron las voces de los cad¨¢veres.
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