Librer¨ªas
Mientras estudiaba el tercer curso de Hisp¨¢nicas en la Universidad de Granada, tuve la suerte de que mi amigo Juan Manuel Azpitarte me colocara de ni?o de los recados y aprendiz en su Librer¨ªa Teor¨ªa. Buena parte de lo que soy, de lo que siento, de lo que s¨¦ y de la gente que quiero viene de aquel trabajo que me permiti¨® comprar muchos libros y participar en muchas conversaciones. La librer¨ªa era algo m¨¢s que un negocio, porque los amigos pasaban por all¨ª sin cita previa, en una rutina generosamente adaptada a las discusiones, los consejos y las sorpresas. Bastaba con tener ojos abiertos y o¨ªdos en guardia para que fuesen llegando los t¨ªtulos imprescindibles. Como hab¨ªa buenos fondos y no eran incompatibles las mesas de novedades y los estantes con cat¨¢logos completos, resultaba f¨¢cil acudir al pasado con la misma agilidad que al presente y buscar las lecturas que saltaban en las conversaciones.En la Librer¨ªa Teor¨ªa aprend¨ª a escuchar, a admirar, a hablar de un buen ensayo o de un poeta preferido, y tambi¨¦n a reconocer a la gente, a distinguir aquello que se debe agradecer y aquello que no puede perdonarse. Cuando veo en alg¨²n ejemplar de esos a?os el sello de la Librer¨ªa Teor¨ªa, vuelvo de golpe a la atm¨®sfera de una cita natural con las palabras, que luego se extend¨ªa f¨¢cilmente por los bares y por los alrededores de la noche. Las librer¨ªas de antes sellaban sus libros, quiz¨¢ porque eran algo m¨¢s que un negocio y necesitaban mantener el orgullo de su nombre y de su identidad.
Me gusta encontrarme tambi¨¦n en mi biblioteca con los sellos de Al-Andalus, Don Quijote, Paideia y D'Itaca, hoy s¨®lo recuerdos de muchas tardes sin prisa, dedicadas a buscar, a recorrer los estantes y las bibliograf¨ªas con esa inquietud adolescente que nunca llegan a perder los verdaderos lectores. Son recuerdos que se parecen a una herida, porque cada vez quedan menos librer¨ªas de fondo en las que podamos recibir un consejo, m¨¢s all¨¢ de las novelas escritas por presentadoras de televisi¨®n o de los best-sellers prefabricados alrededor de alguna modelo con desarreglos sentimentales o de alg¨²n concurso con gran audiencia.
Si faltaba algo para complicarle la vida a los libreros vocacionales, la libertad aprobada por el Gobierno en el precio de los libros supone la puntilla final, una agresi¨®n contra la libertad de una cultura no sometida a los grandes centros comerciales. La explicaci¨®n demag¨®gica de que se quiere abaratar el precio no resiste el menor an¨¢lisis, porque si el Gobierno estuviese preocupado por el valor de los libros de texto bien podr¨ªa fijar un precio ¨²nico, asequible, dejando que las editoriales compitieran en calidad y en contenidos ante los profesores y las autoridades educativas. La pura competencia mercantil, ya sea en los libros o en las gasolinas, s¨®lo pretende hacer negocio, desplumar a los consumidores. Tal vez en las grandes ciudades llegue a resistir alguna librer¨ªa especializada, pero en los pueblos y en las ciudades de provincia esta medida significa la cat¨¢strofe. Sin valor propio, s¨®lo se ver¨¢n los libros que sirvan de reclamo para vender lavadoras.
Decidir lo que se puede ver significa tambi¨¦n decidir lo que se lee y se escribe.
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