Subiendo a los altares JOAN B. CULLA I CLAR?
La reciente decisi¨®n del Concilio de la Iglesia ortodoxa rusa de canonizar a Nicol¨¢s II y al resto de la familia imperial asesinada en 1918 ha levantado entre nosotros un considerable revuelo de comentarios adversos. Comprensibles, porque desde el punto de vista hist¨®rico-pol¨ªtico el ¨²ltimo zar fue una desastrosa combinaci¨®n de absolutismo contumaz e incapacidad para ejercerlo, un individuo apocado y d¨¦bil que, por eso mismo, practic¨® la autocracia como un tedioso deber y con una rigidez suicida. En todo caso, el patriarcado de Mosc¨² ya ha precisado que no se santifica a los Romanov por su papel como familia reinante, sino en raz¨®n de su actitud ante la s¨®rdida inmolaci¨®n decretada por el soviet del Ural. De hecho, y con esa iniciativa, lo que la Iglesia ortodoxa rusa desea ante todo es reforzar su papel como Iglesia de Estado y como factor de continuidad legitimadora entre la Rusia imperial de los zares y la maltrecha Rusia pseudoimperial de Putin.Sin embargo, es inminente otro ascenso a los altares que, toc¨¢ndonos mucho m¨¢s de cerca -a unos por motivos de fe, a otros por razones culturales- resulta, a mi juicio, tanto o m¨¢s chocante que el de los Romanov. Me refiero a la solemne beatificaci¨®n, el pr¨®ximo domingo, del papa P¨ªo IX.
Nacido en 1792 en el seno de una familia aristocr¨¢tica de Senigallia (las Marcas, Italia central), cuando el cardenal Giovanni Maria Mastai Ferretti fue elegido papa (junio de 1846) y escogi¨® el nombre de P¨ªo IX, le acompa?aba una aureola de liberal y aperturista que sus hechos iniciales al frente de los Estados Pontificios parecieron confirmar. Las medidas adoptadas (amnist¨ªa, libertad de prensa, establecimiento de un consejo de ministros, promulgaci¨®n de un Estatuto constitucional...) ten¨ªan por objeto, seg¨²n el juicio simpatizante de Jaime Balmes, "conceder a la ¨¦poca lo que es justo y conveniente" al tiempo que "prevenir la revoluci¨®n por medio de las reformas", y valieron al pont¨ªfice una inmensa popularidad entre los patriotas de toda Italia. No obstante, la revoluci¨®n acab¨® por estallar, a escala europea, en 1848. Su variante romana desbord¨® el tibio reformismo de P¨ªo IX, le empuj¨® a exiliarse en Gaeta y le arroj¨® en brazos de la m¨¢s oscura reacci¨®n absolutista.
Desde su regreso a Roma, en 1850, y hasta su muerte en 1878, el papa Mastai iba a atrincherarse en un f¨¦rreo inmovilismo pol¨ªtico para rechazar, a golpe de anatemas y excomuniones, el inexorable proceso de la unificaci¨®n italiana. Non possumos ('no podemos') se convirti¨® en la divisa de su intransigencia frente a los m¨²ltiples intentos de solucionar por la negociaci¨®n la llamada "cuesti¨®n romana" antes -e incluso despu¨¦s- de que las tropas del reino de Italia la resolvieran a ca?onazos el 20 de septiembre de 1870. Esa intransigencia fue jaleada por todos los ultras de la Europa cat¨®lica, entre ellos el espa?ol C¨¢ndido Nocedal, y la bandera de los derechos del "Papa-rey expoliado" onde¨® en la caverna clerical espa?ola hasta bien entrado el siglo XX.
Naturalmente, el giro reaccionario de la pol¨ªtica papal a partir de 1850 tuvo su correlato exacto en el terreno doctrinal y dogm¨¢tico, en el cual P¨ªo IX se impuso la doble misi¨®n de denunciar y combatir el liberalismo bajo todas sus formas y de reafirmar el principio de su autoridad. A lo primero respondi¨® el c¨¦lebre Syllabus de 1864, un cat¨¢logo exhaustivo de los "errores" modernos, una condena sin resquicios de la libertad de pensamiento y de la autonom¨ªa de la sociedad civil. A lo segundo atendi¨® la proclamaci¨®n, en 1870, del dogma de la infalibilidad pontificia. El papa Mastai, en definitiva, puso a la Iglesia cat¨®lica en guerra contra su tiempo; y ahora van a beatificarlo junto con aquel otro papa -Juan XXIII- que, un siglo despu¨¦s, trat¨® precisamente de reconciliarlos promoviendo el aggiornamento eclesial: no es que sea contradictorio; es que resulta grotesco.
Existe un tema que, en el mundo contempor¨¢neo, tiene valor de test y que permite medir la distancia que separa a ambos sucesores de San Pedro: la actitud ante el juda¨ªsmo. A su regreso de Gaeta, P¨ªo IX encerr¨® de nuevo a los jud¨ªos de Roma tras los muros f¨ªsicos y morales del gueto que la revoluci¨®n de 1848 hab¨ªa abolido, y los abrum¨® con nuevas discriminaciones que no cesar¨ªan hasta la extinci¨®n del poder pontificio. Peor a¨²n: en 1858, los soldados del papa arrancaban de su familia jud¨ªa bolo?esa al peque?o Edgardo Mortara, al que una sirvienta analfabeta pero cat¨®lica dec¨ªa haber bautizado en secreto tiempo atr¨¢s, y consumaban con ello un secuestro legal que indign¨® a la Europa civilizada. El contraste no puede ser mayor con la trayectoria del obispo Angelo Giuseppe Roncalli, legado apost¨®lico en los Balcanes antes y durante la Segunda Guerra Mundial, salvador de miles de jud¨ªos b¨²lgaros, rumanos o griegos aun a costa de expedirles falsos certificados de bautismo. Roncalli, el que, convertido en papa Juan XXIII, expres¨® por primera vez la contrici¨®n de la Iglesia por dos milenios de antisemitismo cristiano, limpi¨® la liturgia cat¨®lica de tics antijud¨ªos y cre¨® las condiciones para que el Concilio Vaticano II pusiera fin, aunque con cierta timidez, a siglos de hebreofobia eclesi¨¢stica.
Doctores tiene la Iglesia, pero en t¨¦rminos hist¨®ricos y de ¨¦tica civil consagrar como igualmente ejemplares dos trayectorias, dos actitudes ante el mundo moderno tan diametralmente opuestas como las de P¨ªo IX y Juan XXIII, y hacerles a ambos beatos en el mismo paquete, constituye una argucia vaticana o un af¨¢n de sincretismo que roza el escarnio.
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