Extra?os en el para¨ªso perdido
En el verano de 1989, el arriba firmante se fue a Tahit¨ª para trabajar como guionista en una serie de documentales para la televisi¨®n que ha sido emitida hasta la saciedad por TVE. Como no estaba pasando por mis mejores momentos, pens¨¦ que una estancia en un lugar paradis¨ªaco me har¨ªa mucho bien. Y, aunque me divert¨ª bastante, no pude evitar darme cuenta de que aquello no era precisamente el para¨ªso. Tal vez lo fue hace a?os, pens¨¦, pero en la actualidad s¨®lo es un pa¨ªs esquizofr¨¦nico en el que la tradici¨®n y la modernidad coexisten a bofetadas, en el que los pol¨ªticos son m¨¢s corruptos que los de la peor rep¨²blica bananera sudamericana y en el que la legendaria indolencia de los abor¨ªgenes ha permitido forrarse a todo tipo de franceses turbios y chinos laboriosos. S¨ª, claro, las puestas de sol eran gloriosas, pero es de suponer que a la que has presenciado 214.000 puestas de sol gloriosas acabas de ellas, como de casi todo lo que se repite, hasta las narices.Me quedaba un consuelo: pensar que el para¨ªso existi¨® algunos a?os antes. No muchos, bastaba con retroceder a la ¨¦poca anterior al turismo masivo y al Club Mediterran¨¦e. Los a?os treinta, por ejemplo, que hab¨ªa visto reflejados en documentales polvorientos, me parec¨ªan muy estimulantes. Por eso envidiaba a Josep Maria de Sagarra, que lleg¨® a Tahit¨ª en barco en 1936, cuando ni su vida ni la de su pa¨ªs pasaban tampoco por sus mejores momentos. Tras leer La ruta blava, recientemente reeditado, uno descubre que en los a?os treinta Tahit¨ª ya no era un para¨ªso. Lo hab¨ªa intuido leyendo novelas como Lluvia, de William Somerset Maugham, o Touriste de bananes, de Georges Simenon, pero pocos libros hay m¨¢s eficaces que el de Sagarra a la hora de darle la raz¨®n a quien dijo aquello tan l¨²cido de que no hay m¨¢s para¨ªsos que los perdidos.
Cincuenta y tres a?os separan el viaje de Sagarra del m¨ªo. Y, sin embargo, lo que leo en La ruta blava podr¨ªa haber sido escrito hace dos semanas. Ya en 1936 la isla se hab¨ªa convertido en una postal para turistas bobalicones (a Sagarra le ense?aban las localizaciones de la primera versi¨®n de Rebeli¨®n a bordo, mientras que a m¨ª me mostraban las de la segunda y la tercera, que probablemente eran las mismas); ya estaba llena de tipos que hab¨ªan dejado a su familia en Francia y que ten¨ªan algo turbio que ocultar; ya chinos y franceses, abusando de la pachorra local, campaban por sus respetos y pillaban lo que pod¨ªan; ya el puerto de Papeete y los tugurios aleda?os desprend¨ªan ese ambiente insano que uno s¨®lo ha intuido en algunos rincones de T¨¢nger; ya el para¨ªso se descubr¨ªa, a los pocos d¨ªas, como una especie de c¨¢rcel para extranjeros que han quemado sus naves y no se van a mover de ah¨ª en lo que les quede de vida...
As¨ª ve¨ªa Tahit¨ª un curioso personaje que conoc¨ª en 1989, el capit¨¢n de la legi¨®n Jean Juan, nacido en El Masnou, emigrado a Francia con su madre en 1939 y varado en el para¨ªso para los restos porque la pensi¨®n era el doble que en la metr¨®polis y porque en las inmediaciones de Marsella le esperaba una esposa a la que no ten¨ªa la menor intenci¨®n de volver a ver. Convencido de vivir en una c¨¢rcel de oro, el capit¨¢n Juan recorr¨ªa la isla en su descapotable rojo a toda velocidad, como si supiera que era imposible escapar de aquel infierno pero considerara que siempre val¨ªa la pena intentarlo. En un extremo opuesto, mi otro cicerone isle?o, el inefable Charlie Hirshon, padre de la presentadora de la serie, la no menos inefable Vaitiar¨¦, se ganaba su sueldo de asesor ensalzando el para¨ªso en el que ten¨ªa la suerte de vivir y que ¨¦l acabar¨ªa abandonando unos a?os despu¨¦s al casarse con una japonesa rica que se lo llev¨® a Tokio (cosa que, sin duda, agradeci¨® mucho Marlon Brando, v¨ªctima habitual de los sablazos de Charlie, al que no se hab¨ªa quitado de encima desde que le present¨® a Tarita durante el rodaje de Rebeli¨®n a bordo). La ruta blava est¨¢ trufado de personajes que me recuerdan, salvando las distancias, al legionario y al mangante. Es un libro excelente que, por el mismo precio, te provoca una melancol¨ªa terrible al confirmar tus peores presagios: que no existen los para¨ªsos sobre la tierra y que Tahit¨ª, como afirma Sagarra, es de hecho un invento de Hollywood, una trampa para turistas, un refugio para convictos, un im¨¢n para neurast¨¦nicos y fracasados, una mina de oro para negociantes sin man¨ªas...
Del aut¨¦ntico Tahit¨ª, de la isla que acogi¨® con los brazos abiertos a finales del siglo XVIII a Bougainville o al capit¨¢n Cook, poca constancia nos queda: en esa cultura oral nadie se tom¨® nunca la molestia de escribir un libro. Todas las p¨¢ginas sobre Tahit¨ª han sido escritas por blancos: Maugham, Simenon, la atrabiliaria Aurora Bertrana, el autor de Vida privada. Y de todos los libros sobre esa isla, no me cabe la menor duda de que La ruta blava es uno de los m¨¢s tristes. Tal vez porque quien lo escribi¨® hu¨ªa del horror de una guerra civil que estaba destrozando a su pa¨ªs y en alg¨²n momento de su recorrido, aunque lo niegue e ironice sobre los badulaques que creen viajar hacia una vida mejor, tambi¨¦n quiso creer, como un servidor de ustedes 53 a?os despu¨¦s, que estaba a punto de conocer el para¨ªso.
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