El sol
Tiene la buena costumbre de salir a la calle todos los amaneceres, aunque el m¨¦dico le haya recetado un poco de descanso y la meteorolog¨ªa de las pasiones enfermas haya puesto sus manos sucias sobre el horizonte. El sol comercia con los estados de ¨¢nimo, habla con las ciudades y los campos, le saca partido a su salud, se hace donante de sangre entre las nubes, baraja las posibilidades de la Naturaleza, los laberintos universales del tiempo y el espacio, hasta conseguir que se abran sus puertas todos los amaneceres.En los d¨ªas mejores surge cantando un himno festivo de azules y amarillentas claridades, como si las ventanas y los r¨ªos no supiesen que se ha despertado con las noticias de la radio, con los ecos de la pesadilla que suele denominarse actualidad. Tiembla en el cielo, agrupa la oscuridad en el filo del aire m¨¢s lejano, extrae de los ovillos nocturnos un rayo de luz y busca la copa de un ¨¢rbol para anidar el resplandor de su deseo, la mirada con la que persigue las cintas de la tierra, la mano con la que desata la t¨²nica de una fecha. As¨ª amanece el d¨ªa, porque el sol ilumina los hombros desnudos de los tejados y los bosques, y se cuelga de una terraza transparente para observar el pecho imprevisible de la realidad.
Otras ma?anas son peores, le pesan demasiado los oto?os y los inviernos de las noticias, se mueve con pasos de gabardina, arrastra por los jardines el aguardiente espiritual de la resaca, confunde la piel trist¨ªsima y hundida de un paisaje con la pesadumbre de las bombillas solitarias, esas prostitutas de luz corrompida que flotan sin l¨¢mpara en las habitaciones provisionales y en los garajes del fr¨ªo, junto a una rosa de pl¨¢stico, un coche muerto y un atadijo de cartas. Sea como sea, sufra lo que sufra, el sol sale a la calle para pregonar con una canci¨®n o con un suspiro que el mundo sigue dando vueltas, que la vida contin¨²a, que no ha llegado el final de la Historia, que los habitantes del planeta disponen de una nueva oportunidad.
El sol tiene razones para haberse convertido en una met¨¢fora de la paciencia y de la voluntad, de la melancol¨ªa optimista y del futuro. Su pupila insistente ha visto muchas cosas, mil cat¨¢strofes privadas o p¨²blicas que parecen el final de una tragedia definitiva, el portazo ¨²ltimo de un esperpento de locos. Hay demasiados argumentos para desconfiar de nosotros mismos, porque el fin del mundo es una cuenta atr¨¢s que no necesita de la gran explosi¨®n intencionada o de un asteriode caprichoso.
Se trata de un sentimiento que cruza por la vida, que se desliza por la oscuridad entre las manos que cargan una pistola o firman una sentencia, entre las multiplicaciones de los bancos y las divisiones de los documentales africanos, entre el basurero imp¨ªo de las patrias y las columnas de humo que soportan el bienestar y la desmemoria. El fin del mundo suele llegar muchas veces, a muchas habitaciones doloridas, sin necesidad de que el mundo se acabe. Por eso el sol intenta amanecer todos los d¨ªas, para acompa?ar a la tierra con la met¨¢fora de su optimismo fatigado.
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