Adolescentes tristes
Vuelve la filosof¨ªa. Sin haberse ausentado por completo de la ense?anza media, se hab¨ªa visto obligada a situarse en un segundo plano en los contenidos que estudian nuestros actuales bachilleres. Pronto volver¨¢n a tener con ella un trato algo m¨¢s extenso (menor, no obstante, que en la situaci¨®n anterior a la LOGSE) y obligatorio. Quiz¨¢ debamos alegrarnos.Sobre todo porque encierra la filosof¨ªa una capacidad muy peculiar y deseable y necesaria en los tiempos juveniles que corren. Ese poder suyo se cifra en el hecho de que puede ponernos tristes.
Fue Gilles Deleuze quien recuper¨® modernamente esta antigua intuici¨®n, al asegurar, en respuesta agresiva y hermosa, que "la filosof¨ªa sirve para entristecer", pues socava las convicciones all¨ª donde la estupidez se ha aliado con ellas, adem¨¢s de denunciar de un modo voluntariamente hiriente las bajezas morales e intelectuales que tan a menudo nos adornan. La consecuencia es que la filosof¨ªa nos hace perder el c¨®modo contento, el anquilosamiento de nuestras peque?as felicidades, para abrir las puertas a una melancol¨ªa intelectual que habr¨¢ de darnos m¨¢s vida.
Obviamente, quien suponga que el mero hecho de estudiar filosof¨ªa va a traer consigo, y necesariamente, tan atractivos efectos, pecar¨¢ de ingenuidad, esa forma perversa del buen ¨¢nimo. Aqu¨ª es preciso aplicar un principio formulado por Leopardi: la excelencia de la filosof¨ªa reside en el hecho de que nos desenga?a de la filosof¨ªa. Pong¨¢monos un poco complicados, pues, y situ¨¦monos en la paradoja correcta: el simple acercamiento a las ideas filos¨®ficas que se les proporciona a nuestros adolescentes no tendr¨¢ efectos milagrosos, desde luego, pero al menos sabemos que la falta de contacto con tales ideas contribuye a su empobrecimiento cultural y psicol¨®gico, un empobrecimiento que adopta en general -?acaso sorprendentemente?- la forma de una alegr¨ªa inane.
Defiendo la necesidad de una adolescencia m¨¢s triste, lo que no equivale en absoluto a una adolescencia deprimida o arrasada por la tristeza emocional; no estoy pensando tampoco en el consabido muchacho melanc¨®lico y tal vez l¨¢nguido. Hablo de algo m¨¢s abstracto, m¨¢s dif¨ªcil, porque no es un gesto del cuerpo o de las facciones de la cara, sino una disposici¨®n y una postura de la conciencia. El adolescente triste que imagino no posee una mente des¨¦rtica, sino dispuesta a la forestaci¨®n y al cultivo. La tristeza que prefiero para ¨¦l bien puede ser lo contrario de la tonta jovialidad de quien se r¨ªe sin saber de qu¨¦ lo hace. Mi adolescente triste puede saber de qu¨¦ se est¨¢ riendo. Es capaz tambi¨¦n de administrar las dosis de hedonismo televisivo que inevitablemente recibe, y presenta alguna resistencia a los dulces cantos consumistas. Mi adolescente triste lee, ni mucho ni poco, pero lee, o al menos puede llegar a ser un lector en el futuro, pues de momento no desprecia ni teme a la letra impresa. Conoce ideas, algunas de ellas incluso las va entendiendo ya; se atreve a manejarlas, tambi¨¦n las que por ahora no acaba de comprender. Opina, se equivoca, aprende, escucha, mira.
La tristeza de este adolescente se deriva de una mentalidad poblada de claroscuros, a diferencia de la mentalidad juvenil tan frecuente que se presenta como transparencia, como vac¨ªo por donde transita la luz sin rebotar en nada, divertida por no rebotar en nada. Tristeza del intelecto que es en realidad una saludable penumbra neuronal, un poco de bruma, de espesor en la mente. Con toda probabilidad, algo de esto quiso significar Arist¨®teles cuando llam¨® la atenci¨®n sobre el lazo misterioso y persistente que une saber y melancol¨ªa. Deleuze hizo lo propio al recordarnos que pensar nos pone afortunadamente tristes.
La peque?a parcela de influencia sobre la formaci¨®n de los individuos que la escuela gestiona va a verse t¨ªmidamente reforzada -pero reforzada al fin y al cabo- con la vuelta de la asignatura de filosof¨ªa. La informaci¨®n y el trato m¨ªnimo con la evoluci¨®n del pensamiento filos¨®fico podr¨¢n contribuir de nuevo a que la mente de nuestros bachilleres encuentre el grado de luz justamente atenuada que ha de favorecer la salud y el crecimiento adecuado del pensamiento. Vista as¨ª, la filosof¨ªa se convierte en una t¨¦cnica bot¨¢nica dirigida al cuidado de esas plantas de interior delicad¨ªsimas que son nuestras ideas, cuya debilidad reside en no nacer o morir o degenerar ante cualquier exceso lum¨ªnico. Las ideas que pueden poblar las cabezas de nuestros adolescentes, las que pueden convertirlos en interesantes muchachos tristes en el sentido que aqu¨ª se ha defendido, se hallan amenazadas sobre todo por el foco de luz que emana de la televisi¨®n, de su risue?o festival infantilista, de su boba y perpetua org¨ªa de banalidad.
Vuelve la filosof¨ªa. Su imprescindible sombra educativa podr¨¢ proyectarse un poco m¨¢s sobre el rostro sonriente y feroz de la ignorancia. Sin ingenuidad, quiz¨¢ debamos alegrarnos.
Antonio Cabrera es profesor de Secundaria
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