El relicario
'Pisa, morena, pisa con garbo, que un relicario te voy a hacer, con un trocito de mi capote que haya pisado tu lindo pie', cantaba hace siglos Sara Montiel y, al escucharla, se estremec¨ªan hasta las piedras. Era aquella una Espa?a de frigor¨ªficos pagados a plazos, amas de casa decentes y hacendosas y maridos que fumaban tabaco negro y languidec¨ªan en secreto por la Sarita, por la misma Sarita golfa que cuarenta a?os despu¨¦s, libre ya de ambig¨¹edades, reivindic¨® un puesto en la historia al declarar que Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar no le llega ni a medio polvo en la cama.
Pero me estoy desviando, porque no quer¨ªa hablar de la Montiel ni de su relicario (bendito sea entre todos los dem¨¢s), sino de otro, asc¨¦tico y macabro, que el arzobispado de Valencia acaba de encargar a un orfebre para colocarlo luego en la capilla de la Catedral que ahora pertenece a San Jacinto Casta?eda (decapitado en China por haberse metido donde nadie lo llam¨®). En ¨¦l reposar¨¢n los despojos de 231 m¨¢rtires valencianos muertos por la fe, m¨¢rtires que el Papa polaco pronto beatificar¨¢ en Roma antes de morir, como para dejar bien claro lo que vale un peine.
Al¨¦grense las clavariesas de la xeperudeta, pues la Catedral, de esta manera, contar¨¢ a partir de entonces con un repertorio de reliquias que no se lo salta un galgo, a comenzar por el C¨¢liz verdadero de la Santa Cena, que hace ya bastantes a?os un can¨®nigo tuvo la mala fortuna de partir en dos pedazos contra el bordillo de la acera durante una procesi¨®n (y que ha perdido por eso buena parte de su valor divino al estar arreglado con pegamento Imedio). Cuentan que el pobre can¨®nigo sufri¨® de gastroenteritis cr¨®nica desde entonces, temiendo ir al infierno por culpa de un inesperado traspi¨¦.
Viene en segundo lugar el brazo incorrupto de San Vicente M¨¢rtir, expuesto al p¨²blico en una urna conforme se entra por la puerta rom¨¢nica de la Catedral.
Y, por fin, el amplio tesoro que describe el libro Nota de las reliquias existentes en esta santa iglesia metropolitana de Valencia, editado por vez primera en 1828 y que las prensas de la librer¨ªa Par¨ªs-Valencia reeditaron en facs¨ªmil en 1979. Para m¨ª que dicho libro es el aut¨¦ntico tesoro, no lo que describe, pero ¨¦sa es otra historia.
Hay en esta Catedral, entre docenas de venerables desperdicios, un pedacito del le?o de la Santa Cruz, una de las setenta y dos espinas (rubricada en sangre) de la corona que pusieron a nuestro Se?or sobre la cabeza, la camisita que la Virgen Sant¨ªsima labr¨® con sus manos y puso al Ni?o Jes¨²s en Bel¨¦n, un cacho de la cabeza de Santiago el Menor, una costilla del Beato Gaspar Bono, un Ni?o Inocente de los que mand¨® degollar Herodes, una tibia del Beato Andr¨¦s Hibern¨®n, un pa?al del ni?o Jes¨²s, un pedacito de la faja de la Virgen Sant¨ªsima, un diente de San Esteban, una piedra del portal de Bel¨¦n, la mano derecha de San Lucas, con la que escribi¨® su inmortal evangelio, una saeta de las que le clavaron a San Sebasti¨¢n, una v¨¦rtebra del espinazo de San Luis obispo de Tolosa y un tobillo del pie de San Mat¨ªas Ap¨®stol. ?Hay quien d¨¦ m¨¢s?
Me temo, sin embargo, que mucho cristiano actual prefiere a¨²n el relicario lascivo de Santa Sarita. Los que hay en la Catedral glorifican la muerte. El de ella, en cambio, es pura y gozosa vida.
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