La tesis de la cerca
Algunos de los mejores logros de la literatura del siglo pasado se han dado entre las p¨¢ginas de los peri¨®dicos: cr¨®nicas y art¨ªculos de opini¨®n han sido ese instrumento, la v¨ªa o el canal de expresi¨®n. Escribir en prensa no es s¨®lo un medio alimenticio que ciertos intelectuales emplear¨ªan, no es ¨²nicamente un modo de ganarse unas pesetillas; es tambi¨¦n y sobre todo una manera de pulir su estilo, un ejercicio de vocalizaci¨®n y de an¨¢lisis, de evaluaci¨®n e, insisto, de expresi¨®n. El art¨ªculo de peri¨®dico permite la chispa ingeniosa, la iron¨ªa mordaz, la exhibici¨®n de cultura y el aderezo ornamental; permite tambi¨¦n el ditirambo, la condena, el juicio expeditivo y la celebraci¨®n; permite, en fin, la exposici¨®n de las ideas, los an¨¢lisis y la reflexi¨®n. El pasado d¨ªa 7 de enero, cuando ya nos distanci¨¢bamos de las fiestas navide?as y de sus excesos, cuando las fechas invitaban a recobrar la mesura y la morigeraci¨®n, incurrimos en otro exceso. En estas mismas p¨¢ginas, Mart¨ª Dom¨ªnguez publicaba un art¨ªculo de prensa. Lejos de procurarnos reflexi¨®n, en vez de darnos expresi¨®n moderada, en lugar de proporcionarnos ingenio, esa pieza period¨ªstica hac¨ªa de la hip¨¦rbole su figura, del adoctrinamiento su modo y de la confusi¨®n cultural su procedimiento. Dos eran los objetivos del art¨ªculo: la defensa y la inevitabilidad del nacionalismo, y la defensa y la inevitabilidad del nacionalismo catal¨¢n y vasco como formas propias que tendr¨ªa el yo de expresar una identidad. De los dos asuntos tratados, me detendr¨¦ en el primero, dejando el segundo -que Dom¨ªnguez ilustraba con palabras de Ortega y Gasset- a otros polemistas m¨¢s avezados.
Si somos territoriales, si los seres humanos acotamos nuestro espacio vital para poder definirnos, si a cada territorio corresponde una lengua, la apolog¨ªa de la lengua se corresponde con la defensa del territorio, y a la defensa del territorio la llamamos nacionalismo. La tesis que defend¨ªa -haciendo partir la inevitabilidad del nacionalismo de la figura de la cerca, del acotamiento espacial que precisamos para definir nuestro ¨¢mbito- es justamente la contraria a la que semanas atr¨¢s defend¨ªa Gabriel Jackson en las p¨¢ginas de opini¨®n de EL PA?S. Como saben, Jackson es un norteamericano de origen jud¨ªo, que despu¨¦s de numerosos avatares personales, ha acabado residiendo en Barcelona: es poseedor de una voz pol¨ªglota que lo dignifica y que lo define y ha constituido su identidad de trozos diversos, de retales de varias culturas, de cachitos tomados de aqu¨ª y de all¨¢ sin necesitar profesar nacionalismo alguno. M¨¢s a¨²n, seg¨²n ¨¦l mismo conclu¨ªa, est¨¢ por ver que de la lengua y del territorio se derive necesariamente el nacionalismo, porque de ser cierta esta tesis -la tesis de la cerca, para entendernos-, el nacionalismo ser¨ªa algo muy primitivo, algo muy antiguo, nacido justamente cuando el primer hombre se hizo consciente de su propiedad acotada. Sin embargo, aun cuando para muchos el nacionalismo tenga algo de primitivo, no est¨¢ claro que tenga tambi¨¦n tanta antig¨¹edad como parece inferirse de la tesis de la cerca. A lo que sostienen los expertos m¨¢s atendibles, el nacionalismo no tiene nada que ver con la territorialidad del ser humano: es s¨®lo una invenci¨®n reciente, una invenci¨®n que se remonta a la constituci¨®n de los Estados-naci¨®n. Por tanto, naturalizar la reivindicaci¨®n nacional es un exceso indefendible o una hip¨¦rbole dudosa. Pero hay m¨¢s. Al margen del adoctrinamiento que pretende, al margen de la postulaci¨®n nacionalista que defiende, un atributo significativo del art¨ªculo de Dom¨ªnguez es el batiburrillo cultural con que adereza sus apolog¨ªas. Mezcla cosas de dif¨ªcil aleaci¨®n o convoca como apologistas a autores justamente contrarios a la tesis que sostiene.
El caso m¨¢s sorprendente es el de E. M. Cioran. Que se emplee a este pensador para defender la inevitabilidad del nacionalismo es sarc¨¢stico, justamente porque su vida fue el m¨¢s rotundo ment¨ªs dado a la justeza y a la necesidad de las adhesiones irrevocables y las pertenencias tel¨²ricas. Cioran fue un ap¨¢trida afincado durante muchos a?os en Par¨ªs, un escritor que, sin sentir nostalgia del limo original, abandon¨® el rumano a favor de la lengua francesa sin profesar nacionalismo alguno, un polemista dotado de humor y de desgarro, un estilista que hizo de la expresi¨®n su pasi¨®n, del retorcimiento elegante y del solecismo intencional su modo de salir airoso, de auparse por encima del idioma prestado. Fue alguien que predic¨® el hast¨ªo de vivir, la derrota que significa haber nacido, el vac¨ªo existencial, el recuerdo de un para¨ªso que no puede satisfacer nacionalismo alguno. Practic¨® un sedentarismo parad¨®jico viviendo en hoteles durante mucho tiempo, evitando con ello el arraigo. Disfrut¨® de las peque?as cosas de la vida cotidiana sin darles la trascendencia grave y esencial de las que carec¨ªan. No se tom¨® enf¨¢ticamente y se vio con iron¨ªa, con la ternura del que se sabe desvalido sin comunidad de iguales, sin naci¨®n. Recomendaba, por ejemplo, la visita frecuente al cementerio para aplacar el dolor humano, para rebajar la herida que lo ordinario nos inflige y, m¨¢s a¨²n -a?adir¨ªa yo mismo-, para alejar la soberbia, para evitar la jactancia arrogante del ¨¦xito y del reba?o que nos acoge. A lo que nos cuentan, fue a la vez orgulloso y autopunitivo, tortuoso e irreparablemente vitalista s¨®lo porque sab¨ªa de la posibilidad cierta del suicidio. Un personaje as¨ª merece la pena frecuentarlo, pero un personaje as¨ª no es, desde luego, un buen aliado para justificar la causa del nacionalismo. Cuando se cierne sobre nosotros el narcisismo de las peque?as diferencias, cuando las heridas que vivimos se nos hacen irresta?ables o cuando creemos que no podemos aliviar el dolor, hay que volver a Cioran, alguien que abandon¨® la cerca, alguien que dome?¨® el idioma y que, a la vez, logr¨® ser extraterritorial.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia
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