La izquierda y el sistema solar
A fines del a?o pasado coincid¨ª con Santiago Carrillo en un acto conmemorativo de los 25 a?os de la transici¨®n que organizaban los alumnos de mi facultad. Y como los ponentes iniciales nos mostramos muy cr¨ªticos con la baja calidad de la democracia instaurada, don Santiago se sinti¨® aludido como protagonista coautor de la transici¨®n. Pero con socarrona habilidad salv¨® la cara asumiendo las evidentes deficiencias de nuestra democracia por el populista procedimiento de achacarlas a la diab¨®lica perversidad del sistema capitalista. De este modo obtuvo el f¨¢cil aplauso de los estudiantes, que aceptaron de buen grado echar la culpa de todos nuestros males a la consabida globalizaci¨®n. Como el truco me pareci¨® marrullero, en mi r¨¦plica le hice ver que culpar de nuestro d¨¦ficit democr¨¢tico al sistema capitalista era tanto como culpar al sistema solar. Don Santiago se lo tom¨® con humor, aprovechando mi chusca met¨¢fora para insistir en su coartada anticapitalista. Y as¨ª prosigui¨® el debate, salpicado de ir¨®nicas alusiones al forzado paralelo entre el sistema solar y el sistema capitalista.
Reflexionando m¨¢s tarde sobre mi ocurrencia, comprend¨ª que la izquierda a¨²n no sabe c¨®mo afrontar el sistema capitalista, atrapada en el dilema de seguir creyendo que su misi¨®n hist¨®rica es luchar por derribarlo, como hacen los puristas de la izquierda rom¨¢ntica, o pasarse al enemigo de clase con armas y bagajes, seg¨²n estilan los gestores socialdem¨®cratas. Pero en ambos casos se sacraliza el sistema, ya sea para satanizarlo con radicalismo o sea para idolatrarlo a la manera neoliberal. As¨ª se comporta como la Iglesia en tiempos de Galileo, empe?ada en sostener la ilusoria pretensi¨®n de que sea el Sol del gran capital quien gire alrededor de la tierra prometida del para¨ªso socialista. Y la izquierda no madurar¨¢ hasta que no renuncie a esta ingenua ilusi¨®n anticapitalista. Pues, siguiendo con la met¨¢fora, no se trata de acabar con el sistema solar, sino de conquistarlo y colonizarlo. ?sta es la tarea que habr¨¢ de realizar la izquierda a lo largo del siglo que comienza: refundar su pensamiento para averiguar el modo no de superar el sistema capitalista, sino de adaptarse a ¨¦l hasta domesticarlo. Y esto le exigir¨¢ a la izquierda una triple redefinici¨®n de la realidad.
Ante todo hay que redefinir la actitud de la izquierda ante las instituciones del mercado. El centro solar del sistema no reside en la propiedad privada, como crey¨® Marx, sino en la libre competencia de mercado, que constituye la palanca del progreso modernizador. El motor del cambio hist¨®rico es la competencia abierta: competencia tanto entre creadores (artistas, cient¨ªficos, empresarios, profesionales) como entre mediadores (comerciantes, financieros, periodistas, pol¨ªticos) y destinatarios (electores, espectadores, consumidores y usuarios). Por eso hay que incentivar y estimular la libertad de competir, en lugar de limitarla y restringirla hasta hacerla privativa de una c¨²pula excluyente, sea burocr¨¢tica u olig¨¢rquica. Pues tan reaccionario es cerrar la libertad de mercado para reservarla en exclusiva al comercio protegido entre propietarios privados como hacerlo en beneficio monop¨®lico del consenso entre pol¨ªticos profesionales, el tr¨¢fico entre mafiosos depredadores o la colusi¨®n espuria entre intereses corporativizados.
Y la primera libertad de mercado que hay que defender es el com¨²n derecho individual al trabajo (de hombres y mujeres, j¨®venes y viejos, nacionales y extranjeros), cuya libre competencia y movilidad universal hay que abrir y desarrollar. Esto plantea delicados problemas, como es el derecho a la libre inmigraci¨®n a los para¨ªsos sociales con derechos laborales protegidos: algo que el derecho de gentes deber¨¢ reconocer antes o despu¨¦s. Pero mientras tanto, queda mucho por reivindicar hasta abrir por completo al pleno empleo los mercados de trabajo, que conforman la instituci¨®n central de la modernidad. Pues, como quer¨ªa Marx, el capital no consiste tanto en derechos de propiedad como en trabajo humano acumulado. Y por eso la izquierda deber¨¢ refundar el capitalismo como el sistema del derecho universal al trabajo.
Tras el mercado, el pensamiento de izquierda debe redefinir su concepci¨®n del poder, que constituye la fuerza de gravedad del sistema. Por su propia naturaleza, el poder es j¨¢nico o bifronte, seg¨²n sea que se ejerza o se resista a ¨¦l. Dado su origen hist¨®rico en poblaciones sometidas, la izquierda ha tenido un concepto resistencial del poder, entendido como fuente de opresi¨®n, sede de injusticia y enemigo a vencer. De ah¨ª que la conquista del poder haya constituido su objetivo estrat¨¦gico, lo que le hizo definir su acci¨®n pol¨ªtica en t¨¦rminos beligerantes y revolucionarios, con la toma de la Bastilla como programa m¨¢ximo. Por eso, cuando ha ocupado el poder s¨®lo ha sabido ejercerlo de forma castrense, imitando la bismarckiana revoluci¨®n desde arriba con un despotismo ilustrado que busca regir burocr¨¢ticamente a su tutelada sociedad. Es verdad que tras 1989 ya no quedan Bastillas que ocupar, por lo que la izquierda ha renunciado al estatalismo hasta hacerse neoliberal. Pero todav¨ªa subsiste la mentalidad arbitrista y tecnocr¨¢tica, que caracteriza a la pol¨ªtica de izquierdas con un estilo sectario de intervenci¨®n paternalista, instrumentalizando el poder a favor de la propia clientela y en contra del designado enemigo de clase.
Pues bien, este ejercicio arbitrista y arbitrario del poder ha de ser sustituido por otra concepci¨®n arbitral, que lo defina en t¨¦rminos no interventores ni paternalistas, sino como una autoridad p¨²blica imparcial, capaz de mediar en los conflictos de derechos e intereses que atraviesan la sociedad civil. La protesta contra la injusticia debe traducirse en el siglo XXI por el reconocimiento y la protecci¨®n de los derechos de todos los ciudadanos por igual, sea cual fuere su extracci¨®n de clase. Por eso la pol¨ªtica de izquierdas, a la hora de reivindicar derechos, no puede caer en el sectarismo de ejercerlos lesionando los leg¨ªtimos derechos ajenos. La lucha agresiva contra el enemigo de clase debe ser sustituida por el antagonismo civil contra el adversario pol¨ªtico, al que se le reconocen exactamente los mismos derechos que se reivindican como propios, respet¨¢ndolos en justa reciprocidad.
Y si se quiere desarrollar una pol¨ªtica de cambio transformador, de acuerdo a un programa de izquierdas mayoritariamente consentido por el electorado, hay que lograrlo no desde arriba, imponi¨¦ndolo por la fuerza coactiva del poder administrativo, sino desde abajo, induci¨¦ndolo indirectamente para que surja por generaci¨®n espont¨¢nea del seno de la sociedad civil. Como sostuvo Michel Crozier, 'no se cambia la sociedad por decreto', pues si se intenta, los efectos contraproducentes que emerjan podr¨ªan superar a los escasos beneficios contabilizados. De ah¨ª que para obtener el cambio social programado se precise un ejercicio del poder no imperativo sino sutil, invitador y posibilista, que sea capaz de suscitar la participante cooperaci¨®n del ciudadano. Lo cual descarta toda tecnocracia y aconseja un estilo de gobierno mucho m¨¢s ligero, liviano, aseado y amable con el usuario.
Por ¨²ltimo, la izquierda debe redefinir el campo de la cultura, entendida como voz de la sociedad. Tambi¨¦n aqu¨ª resulta demasiado pesada la herencia del bosquejo marxista, que redujo el papel de las instituciones a mera superestructura ideol¨®gica de la clase dominante. Por eso, la izquierda tiende a servirse de la opini¨®n p¨²blica tom¨¢ndola por una arena en cuyo terreno se juegan los conflictos de intereses. Y es verdad que en el campo de la cultura se ventila la gramsciana pugna por la hegemon¨ªa en los enfrentamientos de clase. Pero el tejido institucional es mucho m¨¢s complejo que todo eso, pues s¨®lo en su seno se construye, reproduce y transforma la cultura c¨ªvica de un pa¨ªs.
De ah¨ª la necesidad de participar en las instituciones, influyendo en la definici¨®n p¨²blica de la realidad. Y esta necesidad es mucho m¨¢s urgente en ¨¦pocas como la nuestra de acelerado cambio social, cuando 'todo lo s¨®lido se desvanece en el aire' (seg¨²n la cita de Marx parafraseada por Berman). La reestructuraci¨®n del tejido econ¨®mico es tan profunda y agresiva que todas las instituciones se deterioran y resultan desautorizadas: empezando por la cultura civil, siguiendo con la memoria colectiva y acabando con la familia y la propia identidad. Por eso es imprescindible que surjan plurales iniciativas p¨²blicas capaces de liderar la reconstrucci¨®n futura de un nuevo tejido institucional.
Y en este campo de la cultura es donde la izquierda presenta hoy su mayor debilidad. Basta pensar en su acr¨ªtica aceptaci¨®n de la nueva construcci¨®n de la realidad que la derecha nos propone para definir este cambio de siglo: determinismo tecnol¨®gico, imperialismo financiero, sociedad digital, nueva econom¨ªa virtual. La reconversi¨®n del tejido productivo a estas nuevas necesidades artificialmente creadas presenta unos costes humanos y financieros que resultan ingentes, sobre todo si los comparamos con el rendimiento que tama?os recursos podr¨ªan generar invertidos en el desarrollo de la econom¨ªa productiva, creando empleos all¨ª donde todav¨ªa no los hay. ?Cu¨¢nto ahorro humano se ha volatilizado en los agujeros negros de las bolsas financieras durante el a?o 2000, mientras dos tercios de la humanidad se hunden en la trampa de la exclusi¨®n? ?Y qu¨¦ hacen ante eso nuestros exquisitos izquierdistas de sal¨®n?: cantar las excelsas alabanzas progresistas de la nueva Ilustraci¨®n digital, mientras aguardan despreocupados a que surja otro nuevo Romanticismo antimoderno, como respuesta reactiva a los monstruosos delirios del nacionalismo virtual. Entretanto, siempre imperturbable, prosigue su aciago curso el sistema solar.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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