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Primera entrega de sus memorias

Vivir para contarlo

'La vida de uno no es lo que sucedi¨®, sino lo que uno recuerda y c¨®mo lo recuerda'

Mi madre se hizo mujer en aquel moridero. Hab¨ªa crecido en una infancia incierta de fiebres tercianas, pero cuando se cur¨® de la ¨²ltima fue del todo y para siempre, con una salud de cemento armado que le permiti¨® celebrar los noventa y cinco a?os con once hijos suyos y cuatro m¨¢s de su esposo, y con sesenta y seis nietos, setenta y tres bisnietos y cinco tataranietos. Sin contar los que nunca se supieron.

Se llamaba Luisa Santiaga, y era la tercera hija del coronel Nicol¨¢s M¨¢rquez Mej¨ªa con su esposa y prima hermana Tranquilina Iguar¨¢n Cotes, a quien llam¨¢bamos Mina. Hab¨ªa nacido en Barrancas, a orillas del r¨ªo Rancher¨ªa, el 25 de julio de 1905, cuando la familia empezaba a reponerse del desastre de las guerras civiles, y dos a?os despu¨¦s de que su padre mat¨® en duelo a Medardo Pacheco por un pleito de honor. El primer nombre se lo pusieron en memoria de Luisa Mej¨ªa Vidal, su abuela paterna, que aquel d¨ªa cumpli¨® un mes de muerta. El segundo le cay¨® en suerte por ser la fecha de ap¨®stol Santiago el Mayor, decapitado en Jerusal¨¦n. Ella ocult¨® este segundo nombre durante media vida, porque le parec¨ªa masculino y aparatoso, hasta que un hijo infidente la delat¨® en una novela.

Tuvo una educaci¨®n de ni?a rica dentro de las normas cat¨®licas de una familia de pecadores alegres. Fue alumna aplicada en el Colegio de la Presentaci¨®n, en Santa Marta, salvo en la clase de piano, que su madre le impuso porque no pod¨ªa concebir una se?orita decente que no fuera una pianista virtuosa. Luisa Santiaga lo estudi¨® por obediencia durante tres a?os y lo abandon¨® en un d¨ªa por el tedio de los ejercicios diarios en el bochorno de la siesta. Sin embargo, la ¨²nica virtud que le sirvi¨® en la flor de sus veinte a?os fue la fuerza de su car¨¢cter, cuando la familia descubri¨® que estaba arrebatada de amor por el joven y altivo telegrafista de Aracataca.

La historia de esos amores contrariados fue otro de los asombros de mi juventud. De tanto o¨ªrla contada por mis padre, juntos y separados, la ten¨ªa casi completa a los veintitr¨¦s a?os cuando escrib¨ª La hojarasca, mi primera novela, pero tambi¨¦n era consciente de que todav¨ªa me faltaba mucho que aprender sobre el arte de novelar. Ambos eran narradores excelentes, con la memoria feliz del amor, pero llegaron a apasionarse tanto en sus relatos que cuando al fin me decid¨ª a usarla en El amor en los tiempos del c¨®lera, con m¨¢s de cincuenta a?os, no pude distinguir los l¨ªmites entre la vida y la poes¨ªa.

De acuerdo con la versi¨®n de mi madre se hab¨ªan encontrado por primera vez en el velorio de un ni?o que ni ¨¦l ni ella lograron precisarme. Ella estaba cantando en el patio con sus amigas, de acuerdo con la costumbre popular de sortear con canciones de amor las nueve noches de los inocentes. De pronto, una voz de hombre se incorpor¨® al coro. Todas se volvieron a mirarlo y se quedaron perplejas ante su buena pinta. 'Vamos a casarnos con ¨¦l', cantaron en estribillo al comp¨¢s de las palmas. A mi madre no la impresion¨®, y as¨ª lo dijo: 'Me pareci¨® un forastero m¨¢s'. Y lo era. Acababa de llegar de Cartagena de Indias despu¨¦s de interrumpir los estudios de medicina y farmacia por falta de recursos, y hab¨ªa emprendido una vida un tanto trivial por varios pueblos de la regi¨®n con el oficio reciente de telegrafista. Una foto de esos d¨ªas lo muestra con un aire equ¨ªvoco de se?orito pobre. Llevaba un vestido de tafet¨¢n oscuro con un saco de cuatro botones, muy ce?ido a la moda del d¨ªa, con cuello duro, corbata ancha y un sombrero canoti¨¦. Llevaba adem¨¢s unos espejuelos de moda, redondos y con montura fina, y vidrios naturales. Quienes lo conocieron en esa ¨¦poca lo ve¨ªan como un bohemio trasnochador y mujeriego, que sin embargo no se bebi¨® un trago de alcohol ni se fum¨® un cigarrillo en su larga vida.

Fue la primera vez que mi madre lo vio. En cambio ¨¦l la hab¨ªa visto en la misa de ocho del domingo anterior, custodiada por la t¨ªa Francisca Simodosea Mej¨ªa, que fue su dama de compa?¨ªa desde que regres¨® del colegio. Hab¨ªa vuelto a verlas el martes siguiente, cosiendo bajo los almendros en la puerta de la casa, de modo que la noche del velorio sab¨ªa ya que era la hija del coronel Nicol¨¢s M¨¢rquez, para quien llevaba varias cartas de presentaci¨®n. Tambi¨¦n ella supo desde entonces que era soltero y enamoradizo, y ten¨ªa un ¨¦xito inmediato por su labia inagotable, su versificaci¨®n f¨¢cil, la gracia con que bailaba la m¨²sica de moda y el sentimentalismo premeditado con que tocaba el viol¨ªn. Mi madre me contaba que cuando uno lo o¨ªa de madrugada no se pod¨ªan resistir las ganas de llorar. Su tarjeta de presentaci¨®n en sociedad hab¨ªa sido Cuando el baile se acab¨®, un valse de un romanticismo agotador que ¨¦l llev¨® en su repertorio y se volvi¨® indispensable en las serenatas. Estos salvoconductos cordiales, y su simpat¨ªa personal, le abrieron las puertas de la casa y un lugar frecuente en los almuerzos familiares. La t¨ªa Francisca, oriunda del Carmen de Bol¨ªvar, lo adopt¨® sin reservas cuando supo que hab¨ªa nacido en Sinc¨¦, un pueblo cercano al suyo. Luisa Santiaga se divert¨ªa en las fiestas sociales con sus artima?as de seductor, pero nunca le pas¨® por la mente que ¨¦l pretendiera algo m¨¢s. Al contrario: sus buenas relaciones se fincaban sobre todo en que ella le serv¨ªa de pantalla en sus amores escondidos con una compa?era del colegio, y hab¨ªa aceptado apadrinarlo en la boda. Desde entonces ¨¦l la llamaba madrina y ella lo llamaba ahijado. En ese tono es f¨¢cil imaginarse cu¨¢l ser¨ªa la sorpresa de Luisa Santiaga una noche de baile en que el telegrafista atrevido se quit¨® la flor que llevaba en el ojal de la solapa, y le dijo:

-Le entrego mi vida en esta rosa.

No fue una improvisaci¨®n, me dijo ¨¦l muchas veces, sino que despu¨¦s de conocer a todas hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que Luisa Santiaga estaba hecha para ¨¦l. Ella entendi¨® la rosa como una m¨¢s de las bromas galantes que ¨¦l sol¨ªa hacer a sus amigas. Tanto que al salir la dej¨® olvidada en cualquier parte, y ¨¦l se dio cuenta. Ella hab¨ªa tenido un solo pretendiente secreto, poeta sin suerte y buen amigo, que nunca logr¨® llegarle al coraz¨®n con sus versos ardientes. Sin embargo, la rosa de Gabriel Eligio le perturb¨® el sue?o con una furia inexplicable. En nuestra primera conversaci¨®n formal sobre sus amores, ya cargada de hijos, me confes¨®: 'No pod¨ªa dormir por la rabia de estar pensando en ¨¦l, pero lo que m¨¢s rabia me daba era que mientras m¨¢s rabia me daba m¨¢s pensaba'. En el resto de la semana resisti¨® a duras penas el terror de verlo y el tormento de no poder verlo. De madrina y ahijado que hab¨ªan sido pasaron a tratarse como desconocidos. Una de esas tardes, mientras cos¨ªan bajo los almendros, la t¨ªa Francisca azuz¨® a la sobrina con su malicia india:

-Me han dicho que te dieron una rosa.

Pues, como suele ser, Luisa Santiaga ser¨ªa la ¨²ltima en enterarse de que las tormentas de su coraz¨®n eran ya de dominio p¨²blico. En las numerosas conversaciones que sostuve con ella y con mi padre, juntos y separados, estuvieron de acuerdo en que el amor fulminante tuvo tres ocasiones decisivas. La primera fue un Domingo de Ramos en la misa mayor. Ella estaba sentada con la t¨ªa Francisca en un esca?o del lado de la Ep¨ªstola, cuando reconoci¨® los pasos de sus tacones flamencos en los ladrillos del piso, y lo vio pasar tan cerca que percibi¨® la r¨¢faga tibia de su loci¨®n de novio. La t¨ªa Francisca no parec¨ªa haberlo visto y ¨¦l no pareci¨® haberlas visto. Pero en verdad todo fue premeditado por ¨¦l, que las hab¨ªa seguido cuando pasaron por la telegraf¨ªa. Permaneci¨® de pie junto a la columna m¨¢s cercana de la puerta, de modo que ¨¦l la ve¨ªa a ella de espaldas pero ella no pod¨ªa verlo. Al cabo de unos minutos intensos Luisa Santiaga no resisti¨® la ansiedad, y mir¨® hacia la puerta por encima del hombro. Entonces crey¨® morir de rabia, pues ¨¦l estaba mir¨¢ndola, y sus miradas se encontraron. 'Era justo lo que yo hab¨ªa planeado', dec¨ªa mi padre, feliz, cuando me repet¨ªa el cuento de su vejez. Mi madre, en cambio, nunca se cans¨® de repetir que durante tres d¨ªas no hab¨ªa podido dominar la furia de haber ca¨ªdo en la trampa.

La segunda ocasi¨®n fue una carta que ¨¦l le escribi¨®. No la que ella hubiera esperado de un poeta y violinista de madrugadas furtivas, sino una esquela imperiosa, que exig¨ªa una respuesta antes de que ¨¦l viajara a Santa Marta la semana siguiente. Ella no le contest¨®. Se encerr¨® en su cuarto, decidida a matar el gusano que no le daba aliento para vivir, hasta que la t¨ªa Francisca trat¨® de convencerla de que capitulara de una buena vez antes que fuera demasiado tarde. Tratando de vencer su resistencia le cont¨® la historia ejemplar de Juventino Trillo, el pretendiente que montaba guardia bajo el balc¨®n de su amada imposible, todas las noches, desde las siete hasta las diez. Ella lo agredi¨® con cuantos desaires se le ocurrieron, y termin¨® por vaciarle encima desde el balc¨®n, noche tras noche, una bacinilla de orines. Pero no consigui¨® ahuyentarlo. Al cabo de toda clase de agresiones bautismales -conmovida por la abnegaci¨®n de aquel amor invencible- se cas¨® con ¨¦l. La historia de mis padres no lleg¨® a esos extremos.

La tercera ocasi¨®n fue una boda de grandes vuelos, a la cual ambos fueron invitados como padrinos de honor. Luisa Santiaga no encontr¨® pretexto para faltar a un compromiso tan cercano a la familia. Pero Gabriel Eligio hab¨ªa pensado lo mismo y acudi¨® a la fiesta dispuesto para todo. Ella no pudo dominar su coraz¨®n cuando lo vio atravesar la sala con una determinaci¨®n demasiado ostensible y la invit¨® a bailar la primera pieza. 'La sangre me golpeaba tan fuerte por dentro del cuerpo que ya no supe si era de rabia o de susto', me dijo ella. ?l se dio cuenta y le asest¨® un zarpazo brutal: 'Ya no tiene que decirme que s¨ª, porque su coraz¨®n me lo est¨¢ diciendo'. Ella, sin m¨¢s vueltas, lo dej¨® plantado en la sala a mitad de la pieza. Pero mi padre lo entendi¨® a su manera. 'Qued¨¦ feliz', me dijo. Luisa Santiaga no pudo resistir el rencor que sent¨ªa contra s¨ª misma cuando la despertaron en la madrugada los requiebros del valse envenenado: Cuando el baile se acab¨® cerca del amanecer. Al d¨ªa siguiente a primera hora le devolvi¨® a Gabriel Eligio todos sus regalos. Este desaire inmerecido, y la comadrer¨ªa del plant¨®n en la boda, como las plumas echadas al aire, ya no ten¨ªa vientos de regreso. Todo el mundo dio por hecho que era el final sin gloria de una tormenta de verano. La impresi¨®n se fortaleci¨® porque Luisa Santiaga tuvo una reca¨ªda en las fiebres tercianas de la infancia, y su madre la llev¨® a temperar en la poblaci¨®n de Manaure, un recodo paradisiaco en las estribaciones de la Sierra Nevada. Ambos negaron siempre que hubieran tenido comunicaci¨®n alguna en aquellos meses, pero no es muy cre¨ªble, pues cuando ella regres¨® repuesta de sus males se les ve¨ªa a ambos repuestos tambi¨¦n de sus recelos. Mi padre dec¨ªa que fue a esperarla en la estaci¨®n porque hab¨ªa le¨ªdo el telegrama con que Mina anunci¨® el regreso a casa, y en la forma en que Luisa Santiaga le estrech¨® la mano al saludarlo sinti¨® algo como una se?a mas¨®nica que ¨¦l interpret¨® como un mensaje de amor. Ella lo neg¨® siempre con el pudor y el rubor con que evocaba aquellos a?os. Pero la verdad es que desde entonces se les vio juntos con menos reticencias. S¨®lo le faltaba el final que le dio la t¨ªa Francisca la semana siguiente mientras cos¨ªan en el corredor de las begonias:

-Ya Mina lo sabe.

Luisa Santiaga dijo siempre que fue la oposici¨®n de la familia lo que hizo saltar los diques del torrente que llevaba reprimido en el coraz¨®n desde la noche en que dej¨® al pretendiente plantado en mitad del baile. Fue una guerra encarnizada. El coronel intent¨® mantenerse al margen, pero no pudo eludir la culpa que Mina le ech¨® en cara cuando se dio cuenta de que tampoco ¨¦l era tan inocente como aparentaba. Para todo el mundo parec¨ªa claro que la intolerancia no era de ¨¦l, sino de ella, cuando en realidad estaba inscrita en el c¨®digo de la tribu, para quien todo novio era un intruso. Este prejuicio at¨¢vico, cuyos rescoldos perduran, han hecho de nosotros una vasta hermandad de mujeres solteras y hombres desbraguetados con numerosos hijos callejeros.

Los amigos se dividieron seg¨²n la edad, a favor o en contra de los enamorados, y a quienes no ten¨ªan una posici¨®n radical se la impusieron los hechos. Los j¨®venes se hicieron c¨®mplices jubilosos. Sobre todo de ¨¦l, que disfrut¨® a placer con su condici¨®n de v¨ªctima propiciatoria de los prejuicios sociales. En cambio la mayor¨ªa de los adultos ve¨ªan a Luisa Santiaga como la prenda m¨¢s preciada de una familia rica y poderosa, a la que un telegrafista advenedizo no pretend¨ªa por amor, sino por inter¨¦s. Ella misma, de obediente y sumisa que hab¨ªa sido, se enfrent¨® a sus opositores con una ferocidad de leona parida. En la m¨¢s ¨¢cida de sus muchas disputas dom¨¦sticas, Mina perdi¨® los estribos y levant¨® contra la hija el cuchillo de la panader¨ªa. Luisa Santiaga la afront¨® imp¨¢vida. Consciente de pronto del ¨ªmpetu criminal de su c¨®lera, Mina solt¨® el cuchillo y grit¨® espantada: '?Dios m¨ªo!'. Y puso la mano en las brasas del fog¨®n como una penitencia brutal.

Entre los argumentos fuertes contra Gabriel Eligio estaba su condici¨®n de hijo natural de una soltera que lo hab¨ªa tenido a la m¨®dica edad de catorce a?os por un tropiezo casual con un maestro de escuela. Se llamaba Argemira Garc¨ªa Paternina, una blanca esbelta, de genio alegre y esp¨ªritu libre, que ten¨ªa otros seis hijos de tres padres distintos. Viv¨ªa sin hombre fijo en la poblaci¨®n de Sinc¨¦, donde hab¨ªa nacido, y estaba criando su prole con las u?as.

Gabriel Eligio era un ejemplar distinguido de aquella estirpe descamisada. Desde los diecisiete a?os hab¨ªa tenido cinco amantes v¨ªrgenes, seg¨²n le revel¨® a mi madre como un acto de penitencia en su noche de bodas a bordo de la azarosa goleta de Riohacha vapuleada por la borrasca. Le confes¨® que con una de ellas, siendo telegrafista en la poblaci¨®n de Ach¨ª a los dieciocho a?os, hab¨ªa tenido un hijo, Abelardo, que iba a cumplir tres. Con otra, siendo telegrafista de Ayapel, a los veinte a?os, ten¨ªa una hija de meses a la que no conoc¨ªa y se llamaba Carmen Rosa. A la madre de ¨¦sta le hab¨ªa prometido volver para casarse y manten¨ªa vivo el compromiso cuando se le torci¨® el rumbo de la vida por el amor de Luisa Santiaga. Al mayor lo hab¨ªa reconocido ante notario, y m¨¢s tarde lo har¨ªa con la hija, pero no eran m¨¢s que formalidades bizantinas sin consecuencia alguna ante la ley. Es sorprendente que aquella conducta irregular pudiera causarle inquietudes morales al coronel M¨¢rquez, que adem¨¢s de sus tres hijos oficiales hab¨ªa tenido otros nueve de distintas madres, antes y despu¨¦s del matrimonio, y todos eran recibidos por su esposa como si fueran suyos. No me es posible establecer cu¨¢ndo tuve las primeras noticias de estos hechos, pero en todo caso las trasgresiones de los antepasados no me importaban para nada. En cambio, los nombres de la familia me llamaban la atenci¨®n porque me parec¨ªan originales. Primero los de la l¨ªnea materna: Tranquilina, Wenefrida, Francisca Simodosea. M¨¢s tarde, el de mi abuela paterna: Argemira, y los de sus padres, Aminadab Garc¨ªa y Lozana Paternina. Tal vez de all¨ª me viene la creencia firme de que los personajes de mis novelas no caminan con sus propios pies mientras no tengan un nombre que se parezca a su car¨¢cter.

Las razones contra Gabriel Eligio se agravaban por ser miembro activo del partido conservador, contra el cual hab¨ªa peleado sus guerras el coronel Nicol¨¢s M¨¢rquez. La paz estaba hecha s¨®lo a medias desde la firma de los acuerdos de Neerlandia y Wisconsin, pues el centralismo rupestre segu¨ªa en el poder y hab¨ªa de pasar todav¨ªa mucho tiempo antes de que godos y liberales dejaran de mostrarse los dientes. Quiz¨¢ el conservatismo del pretendiente era m¨¢s por contagio familiar y no por convicci¨®n doctrinaria, pero lo tomaban m¨¢s en cuenta que otros signos de su buena ¨ªndole, como su inteligencia siempre alerta y su honradez a toda prueba. Era adem¨¢s un autodidacta absoluto, y el lector m¨¢s voraz que he conocido, aunque tambi¨¦n el menos sistem¨¢tico. Le¨ªa todo lo que le cayera en las manos, en cualquier hora o circunstancia, de suerte que lleg¨® a tener una formaci¨®n enciclop¨¦dica sorprendente. Sus ¨²ltimos a?os, suficientes para ponerse en paz con la vida, los pas¨® en gran parte leyendo en el cuarto y descifrando toda clase de crucigramas.

Toda su vida fue mucho m¨¢s pobre de lo que parec¨ªa, y siempre tuvo la pobreza como un enemigo abominable al que nunca se resign¨® ni pudo derrotar. Con el mismo coraje y la misma dignidad sobrellev¨® la contrariedad de sus amores con Luisa Santiaga, en la trastienda de la telegraf¨ªa de Aracataca, donde siempre tuvo colgada una hamaca para dormir solo. Sin embargo, tambi¨¦n tuvo a su lado un catre de soltero con los resortes bien aceitados para lo que le deparara la noche. En una ¨¦poca tuve una cierta tentaci¨®n por sus costumbres de cazador furtivo, pero la vida me ense?¨® que es la forma m¨¢s ¨¢rida de la soledad, y sent¨ª una gran compasi¨®n por ¨¦l.

Hasta muy poco antes de su muerte le o¨ª contar que uno de aquellos d¨ªas dif¨ªciles tuvo que ir con amigos a la casa del coronel, y a todos los invitaron a sentarse, menos a ¨¦l. La familia de ella lo neg¨® siempre y se lo atribuy¨® a un rescoldo del resentimiento de mi padre, o al menos como un falso recuerdo, pero a mi abuela se le escap¨® alguna vez en los desvar¨ªos dram¨¢ticos de sus casi cien a?os, que no parec¨ªan evocados, sino vueltos a vivir. 'Ah¨ª est¨¢ ese pobre hombre parado en la puerta de la sala y Nicolasito no lo ha invitado a sentarse', dijo, dolida de veras. Siempre pendiente de sus revelaciones deslumbrantes, le pregunt¨¦ qui¨¦n era el hombre, y ella me contest¨® en seco:

-Garc¨ªa, el del viol¨ªn.

En medio de tantos desprop¨®sitos, lo menos parecido al modo de ser de mi padre fue que compr¨® un rev¨®lver por lo que pudiera ocurrir con un guerrero en reposo como el coronel M¨¢rquez. Era un venerable Smith & Wesson 38 largo, ca?¨®n largo, con qui¨¦n sabe cu¨¢ntos due?os anteriores y cu¨¢ntos muertos a cuestas. Lo ¨²nico seguro es que nunca lo dispar¨® ni siquiera por precauci¨®n ni curiosidad. Sus hijos mayores lo encontramos a?os despu¨¦s con sus cinco balas originales en un armario de trastos in¨²tiles junto con el viol¨ªn de las serenatas.

Ni Gabriel Eligio ni Luisa Santiaga se amilanaron con el rigor de la familia. Al principio pod¨ªan encontrarse a escondidas en casas de amigos, pero cuando el cerco se cerr¨® por completo en torno a ella, el ¨²nico contacto fueron las cartas recibidas y enviadas por conductos ingeniosos. Se ve¨ªan de lejos cuando a ella no le permit¨ªan asistir a fiestas donde ¨¦l fuera invitado. Pero la represi¨®n lleg¨® a ser tan severa que nadie se atrevi¨® a desafiar las iras de Tranquilina Iguar¨¢n, y los enamorados desaparecieron de la vista p¨²blica. Cuando no qued¨® ni un resquicio para las cartas furtivas, los novios inventaron recursos de n¨¢ufragos. Ella logr¨® esconder una tarjeta de felicitaci¨®n en un pud¨ªn que alguien hab¨ªa encargado para el cumplea?os de Gabriel Eligio, y ¨¦ste no desaprovech¨® ocasi¨®n de mandarle telegramas falsos e inocuos con el verdadero mensaje cifrado o escrito con tinta simp¨¢tica. La complicidad de la t¨ªa Francisca se hizo entonces tan evidente, a pesar de sus negativas terminantes, que afect¨® por primera vez su autoridad en la casa, y s¨®lo le permitieron acompa?ar a la sobrina mientras cos¨ªa a la sombra de los almendros. Entonces Gabriel Eligio mandaba mensajes de amor desde la ventana del doctor Antonio Barboza, en la acera de enfrente, con la telegraf¨ªa manual de los sordomudos. Ella la aprendi¨® tan bien que en los descuidos de la t¨ªa lograba conversaciones ¨ªntimas con el novio. Era apenas uno de los numerosos trucos inventados por Adriana Berdugo, la esposa del doctor Barboza, comadre de sacramento de Luisa Santiaga y su c¨®mplice m¨¢s recursiva y audaz.

Aquellos manejos de consolaci¨®n les habr¨ªan bastado para sobrevivir a fuego lento, hasta que Gabriel Eligio recibi¨® una carta alarmante de Luisa Santiaga, que lo oblig¨® a una reflexi¨®n definitiva. La hab¨ªa escrito a las carreras en el papel del retrete, con la mala noticia de que los padres hab¨ªan resuelto llev¨¢rsela a Barrancas de pueblo en pueblo, como una cura de burro para su mal de amores. No ser¨ªa el viaje ordinario de una mala noche en la goleta de Riohacha, sino por la ruta b¨¢rbara de las estribaciones de Sierra Nevada en mulas y carreteras, a trav¨¦s de la vasta provincia de Padilla.

'Hubiera preferido morirme', me dijo mi madre el d¨ªa en que fuimos a vender la casa. Y lo hab¨ªa intentado de veras, encerrada con tranca en su cuarto, a pan y agua durante tres d¨ªas, hasta que se le impuso el terror reverencial que sent¨ªa por su padre. Gabriel Eligio se dio cuenta de que la tensi¨®n hab¨ªa llegado a sus l¨ªmites, y tom¨® una decisi¨®n tambi¨¦n extrema pero manejable. Atraves¨® la calle a zancadas desde la casa del doctor Barboza hasta la sombra de los almendros y se plant¨® frente a las dos mujeres, que lo esperaron aterradas con la labor en el regazo.

-H¨¢game el favor de dejarme s¨®lo un momento con la se?orita -le dijo a la t¨ªa Francisca-. Tengo algo importante que decirle a ella sola.

-?Atrevido! -le replic¨® la t¨ªa-. No hay nada de ella que yo no pueda o¨ªr.

-Entonces no se lo digo -dijo ¨¦l- pero le advierto que usted ser¨¢ responsable de lo que pase.

Luisa Santiaga le suplic¨® a la t¨ªa que los dejara a solas, y asumi¨® el riesgo. Entonces Gabriel Eligio le expres¨® su acuerdo de que hiciera el viaje con sus padres, en la forma y por el tiempo que fuera, pero con la condici¨®n de que le prometiera bajo la gravedad del juramento que se casar¨ªa con ¨¦l. Ella lo hizo complacida, y agreg¨® de su cuenta y riesgo que s¨®lo la muerte podr¨ªa imped¨ªrselo.

Ambos tuvieron casi un a?o para demostrar la seriedad de sus promesas, pero ni el uno ni la otra se imaginaba cu¨¢nto les iba a costar. La primera parte del viaje en una caravana de arrieros dur¨® dos semanas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada. Las acompa?aba Chon, la criada sin nombre que se incorpor¨® a la familia desde que se fueron de Barrancas. El coronel conoc¨ªa de sobra aquella ruta escarpada, donde hab¨ªa dejado un rastro de hijos en las noches desperdigadas de sus guerras, pero su esposa la hab¨ªa preferido sin conocerla por los malos recuerdos de la goleta. Para mi madre, que adem¨¢s montaba una mula por primera vez, fue una pesadilla de soles desnudos y aguaceros feroces, con el alma en un hilo por el vaho adormecedor de los precipicios. Pensar en un novio incierto, con sus trajes de media noche y el viol¨ªn de madrugada, parec¨ªa una burla de la imaginaci¨®n. Al cuarto d¨ªa, incapaz de sobrevivir, amenaz¨® a la madre con tirarse al precipicio si no volv¨ªan a casa. Mina, m¨¢s asustada que ella, lo decidi¨®. Pero el patr¨®n de la cordada le demostr¨® en el mapa que regresar o proseguir daba lo mismo. El alivio les lleg¨® a los once d¨ªas, cuando divisaron desde la ¨²ltima cornisa la llanura radiante de Valledupar.

Antes de que culminara la primera etapa, Gabriel Eligio se hab¨ªa asegurado una comunicaci¨®n permanente con la novia errante, gracias a la complicidad de los telegrafistas de los siete pueblos donde ella y su madre iban a demorarse antes de llegar a Barrancas. Tambi¨¦n Luisa Santiaga hizo lo suyo. Toda la provincia estaba saturada de Iguaranes y Cotes, cuya conciencia de casta ten¨ªa el poder de una mara?a impenetrable, y ella logr¨® ponerla de su parte. Esto le permiti¨® mantener una correspondencia febril con Gabriel Eligio desde Valledupar, donde permaneci¨® tres meses, hasta el t¨¦rmino del viaje, casi un a?o despu¨¦s. Le bastaba con pasar por la telegraf¨ªa de cada pueblo, con la complicidad de una parentela joven y entusiasta, para recibir y contestar sus mensajes. Chon, la sigilosa, jug¨® un papel invaluable, porque llevaba mensajes escondidos entre sus trapos sin inquietar a Luisa Santiaga ni herir su pudor, porque no sab¨ªa leer ni escribir y pod¨ªa hacerse matar por un secreto.

Casi sesenta a?os despu¨¦s, cuando trataba de reconstruir estos episodios en El amor en los tiempos del c¨®lera, le pregunt¨¦ a mi pap¨¢ si en la jerga de los telegrafistas exist¨ªa una palabra espec¨ªfica para el acto de enlazar una oficina con otra. ?l no tuvo que pensarla: enclavijar. La palabra est¨¢ en los diccionarios, no para el uso espec¨ªfico que me hac¨ªa falta, pero me pareci¨® perfecta para mis dudas, pues la comunicaci¨®n con las distintas oficinas se establec¨ªa mediante la conexi¨®n de una clavija en un tablero de terminales telegr¨¢ficos. Nunca lo coment¨¦ con mi padre. Sin embargo, poco antes de su muerte le preguntaron en una entrevista de prensa si ¨¦l hubiera querido escribir una novela, y contest¨® que s¨ª, pero que hab¨ªa desistido cuando le hice la consulta sobre el verbo enclavijar porque entonces descubri¨® que la novela que yo estaba escribiendo era la misma que ¨¦l pensaba escribir.

En esa ocasi¨®n record¨® adem¨¢s un dato oculto que habr¨ªa podido cambiar el rumbo de nuestras vidas. Y fue que a los seis meses de viaje, cuando mi madre estaba en San Juan del C¨¦sar, le lleg¨® a Gabriel Eligio el soplo confidencial de que Mina llevaba el encargo de preparar el regreso definitivo de la familia a Barrancas, una vez cicatrizados los rencores por la muerte de Medardo Pacheco. Le pareci¨® absurdo, cuando los malos tiempos hab¨ªan quedado atr¨¢s y el imperio absoluto de la compa?¨ªa bananera empezaba a parecerse al sue?o de la tierra prometida. Pero tambi¨¦n era razonable que la tozudez de los M¨¢rquez Iguar¨¢n los llevara a sacrificar la propia felicidad con tal de librar a la hija de las garras del gavil¨¢n. La decisi¨®n inmediata de Gabriel Eligio fue gestionar su traslado para la telegraf¨ªa de Riohacha, a unas veinte leguas de Barrancas. No estaba disponible pero le prometieron tomar en cuenta la solicitud.

Luisa Santiaga no pudo averiguar las intenciones secretas de su madre, pero tampoco se atrevi¨® a negarlas, porque le hab¨ªa llamado la atenci¨®n que cuanto m¨¢s se acercaban a Barrancas m¨¢s suspirante y apacible le parec¨ªa. Chon, confidente de todos, no le dio tampoco ninguna pista. Para sacar verdades, Luisa Santiaga le dijo a su madre que le encantar¨ªa quedarse a vivir en Barrancas. La madre tuvo un instante de vacilaci¨®n pero no se decidi¨® a decir nada, y la hija qued¨® con la impresi¨®n de haber pasado muy cerca del secreto. Inquieta, se libr¨® al azar de las barajas con una gitana callejera que no le dio ninguna pista sobre su futuro en Barrancas. Pero a cambio le anunci¨® que no habr¨ªa ning¨²n obst¨¢culo para una vida larga y feliz con un hombre remoto que apenas conoc¨ªa pero que iba a amarla hasta morir. La descripci¨®n que hizo de ¨¦l le devolvi¨® el alma al cuerpo, porque le encontr¨® rasgos comunes con su prometido, sobre todo en el modo de ser. Por ¨²ltimo, le predijo sin un punto de duda que tendr¨ªa seis hijos con ¨¦l. 'Me mor¨ª de susto', me dijo mi madre la primera vez que me lo cont¨®, sin imaginarse siquiera que el n¨²mero real de sus hijos ser¨ªa casi el doble. Ambos tomaron la predicci¨®n con tanto entusiasmo que la correspondencia telegr¨¢fica dej¨® de ser entonces un concierto de intenciones ilusorias, y se volvi¨® met¨®dica y pr¨¢ctica, y m¨¢s intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron modos, y empe?aron sus vidas en la determinaci¨®n com¨²n de casarse sin consultarlo con nadie, donde fuera y como fuera, cuando volvieran a encontrarse.

Luisa Santiaga fue tan fiel al compromiso que en la poblaci¨®n de Fonseca no le pareci¨® correcto asistir a un baile de gala sin el consentimiento del novio. Gabriel Eligio estaba en la hamaca sudando una fiebre de cuarenta grados cuando son¨® la se?al de una cita telegr¨¢fica urgente. Era el telegrafista de Fonseca. Para seguridad completa, ella pregunt¨® qui¨¦n estaba operando el manipulador al final de la cadena. M¨¢s at¨®nito que halagado, el novio transmiti¨® una frase de identificaci¨®n: 'D¨ªgale que soy su ahijado'. Mi madre reconoci¨® el santo y se?a, y estuvo en el baile hasta las siete de la ma?ana, cuando tuvo que cambiarse de ropa a las volandas para no llegar tarde a la misa.

En Barrancas no encontraron el menor rastro de inquina contra la familia. Al contrario, entre los allegados de Medardo Pacheco prevalec¨ªa un ¨¢nimo cristiano de perd¨®n y olvido dieciocho a?os despu¨¦s de la desgracia. La recepci¨®n de la parentela fue tan entra?able que entonces fue Luisa Santiaga quien pens¨® en la posibilidad de que la familia regresara a aquel remanso de la sierra tan distinto del calor y el polvo, y los s¨¢bados sangrientos y los fantasmas decapitados de Aracataca. Alcanz¨® a insinu¨¢rselo a Gabriel Eligio, siempre que ¨¦ste lograra su traslado a Riohacha, y ¨¦l estuvo de acuerdo. Sin embargo, por esos d¨ªas se supo por fin que la versi¨®n de la mudanza no s¨®lo carec¨ªa de fundamento, sino que nadie la quer¨ªa menos que Mina. As¨ª qued¨® establecido en una carta de respuesta que ella le mand¨® a su hijo Juan de Dios, cuando ¨¦ste le escribi¨® atemorizado de que volvieran a Barrancas cuando a¨²n no se hab¨ªan cumplido veinte a?os de la muerte de Medardo Pacheco. Pues siempre estuvo tan convencido del fatalismo de la ley guajira, que se opuso a que su hijo Eduardo hiciera el servicio de medicina social en Barrancas medio siglo despu¨¦s.

Contra todos los temores, fue all¨ª donde se desataron en tres d¨ªas todos los nudos de la situaci¨®n. El mismo martes en que Luisa Santiaga le confirm¨® a Gabriel Eligio que Mina no pensaba en mudarse para Barrancas, le anunciaron a ¨¦l que estaba a su disposici¨®n la telegraf¨ªa de Riohacha por muerte repentina del titular. El d¨ªa siguiente, Mina vaci¨® las gavetas de la despensa buscando unas tijeras de destazar, y destap¨® sin necesidad la caja de galletas inglesas donde la hija escond¨ªa sus telegramas de amor. Fue tanta su rabia que s¨®lo acert¨® a decirle uno de los improperios c¨¦lebres que sol¨ªa improvisar en sus malos momentos: 'Dios lo perdona todo menos la desobediencia'. Ese fin de semana viajaron a Riohacha para alcanzar el domingo la goleta de Santa Marta. Ninguna de las dos fue consciente de la noche terrible vapuleada por el ventarr¨®n de febrero: la madre aniquilada por la derrota, y la hija asustada pero feliz. La tierra firme le devolvi¨® a Mina el aplomo perdido por el hallazgo de las cartas. Sigui¨® sola para Aracataca el d¨ªa siguiente en el tren ordinario de las siete, y dej¨® a Luisa Santiaga en Santa Marta bajo el amparo de su hijo Juan de Dios, segura de ponerla a salvo de los diablos del amor. Fue al contrario: Gabriel Eligio viajaba entonces de Aracataca a Santa Marta para verla cada vez que pod¨ªa. El t¨ªo Juanito hab¨ªa resuelto no tomar partido, todav¨ªa escaldado por su dura experiencia, pero a la hora de la verdad se encontr¨® entrampado entre la adoraci¨®n de la hermana y la veneraci¨®n de los padres, y se refugi¨® en una f¨®rmula propia de su bondad proverbial: admiti¨® que los novios se vieran fuera de su casa, pero nunca a solas y sin que ¨¦l se enterara. Dilia Caballero, su esposa, que perdonaba pero no se olvidaba, urdi¨® para su cu?ada las mismas casualidades infalibles y las martingalas maestras con que ella burlaba la vigilancia de sus suegros. Gabriel y Luisa empezaron por verse en casas de amigos, pero poco a poco fueron arriesg¨¢ndose a lugares p¨²blicos poco concurridos. Al final se atrevieron a conversar por la ventana cuando el t¨ªo Juanito no estaba, la novia en la sala y el novio en la calle, fieles al compromiso de no verse dentro de la casa. La ventana parec¨ªa hecha aposta para amores contrariados, a trav¨¦s de una reja andaluza de cuerpo entero y con un marco de enredaderas, en las que no falt¨® alguna vez un vapor de jazmines en el sopor de la noche. Dilia lo hab¨ªa previsto todo, inclusive la complicidad de algunos vecinos con silbidos cifrados para alertar a los novios de un peligro inminente. Sin embargo, una noche fallaron todos los seguros, y Juan de Dios se rindi¨® ante la verdad. Dilia aprovech¨® la ocasi¨®n para invitar a los novios a que se sentaran en la sala con las ventanas abiertas para que compartieran su amor con el mundo. Mi madre no olvid¨® nunca el suspiro del hermano: '?Qu¨¦ alivio!'.

Por esos d¨ªas recibi¨® Gabriel Eligio el nombramiento formal para la telegraf¨ªa de Riohacha. Inquieta por una nueva separaci¨®n, mi madre apel¨® entonces a monse?or Pedro Espejo, actual vicario de la di¨®cesis, con la esperanza de que la casara sin el permiso de sus padres. La respetabilidad de monse?or hab¨ªa alcanzado tanta fuerza que muchos feligreses la confund¨ªan con la santidad, y algunos acud¨ªan a sus misas s¨®lo para comprobar si era cierto que se alzaba varios cent¨ªmetros sobre el nivel del suelo en el momento de la elevaci¨®n. Cuando Luisa Santiaga solicit¨® su ayuda, ¨¦l dio una muestra m¨¢s de que la santidad es uno de los privilegios de la inteligencia. Se neg¨® a intervenir en el fuero interno de una familia tan celosa de su intimidad, pero opt¨® por la alternativa secreta de informarse sobre la de mi padre a trav¨¦s de la curia. El p¨¢rroco de Sinc¨¦ pas¨® por alto las liberalidades de Argemira Garc¨ªa, y respondi¨® con una f¨®rmula ben¨¦vola: 'Se trata de una familia respetable aunque poco devota'. Monse?or convers¨® entonces con los novios, juntos y separados, y escribi¨® una carta a Nicol¨¢s y Tranquilina en la cual les expres¨® su certidumbre emocionada de que no hab¨ªa poder humano capaz de derrotar aquel amor empedernido. Mis abuelos, vencidos por el poder de Dios, acordaron darle la vuelta a la doliente p¨¢gina, y le otorgaron a Juan de Dios plenos poderes para organizar la boda en Santa Marta. Pero no asistieron, sino que mandaron de madrina a Francisca Simodosea. Se casaron el 11 de junio de 1926 en la catedral de Santa Marta, con cuarenta minutos de retraso, porque la novia se olvid¨® de la fecha y tuvieron que despertarla pasadas las ocho de la ma?ana. Esa misma noche abordaron una vez m¨¢s la goleta pavorosa para que Gabriel Eligio tomara posesi¨®n de la telegraf¨ªa de Riohacha, y pasaron su primera noche de castidad derrotados por el mareo. Mi madre a?oraba tanto la casa donde pas¨® la luna de miel que sus hijos mayores hubi¨¦ramos podido describirla cuarto por cuarto como si la hubi¨¦ramos vivido, y todav¨ªa hoy sigue siendo uno de mis falsos recuerdos. Sin embargo, la primera vez que fui en realidad a la pen¨ªnsula de La Guajira, poco antes de mis sesenta a?os, me sorprendi¨® que la casa de la telegraf¨ªa no ten¨ªa nada que ver con la de mi recuerdo. Y la Riohacha id¨ªlica que llevaba desde ni?o en el coraz¨®n, con sus calles de salitre que bajaban hacia un mar de lodo, no eran m¨¢s que ensue?os doloridos de mi imaginaci¨®n. M¨¢s a¨²n: ahora que conozco a Riohacha no consigo visualizarla como es, sino como la constru¨ª piedra por piedra sin conocerla a trav¨¦s de las nostalgias de mi madre. Dos meses despu¨¦s de la boda, Juan de Dios recibi¨® un telegrama de mi pap¨¢ con el anuncio de que Luisa Santiaga estaba encinta. La noticia estremeci¨® hasta los cimientos la casa de Aracataca, donde Mina no se repon¨ªa a¨²n de su amargura, y tanto ella como el coronel depusieron sus armas para que los reci¨¦n casados volvieran con ellos. No fue f¨¢cil. Al cabo de una resistencia digna y razonada de varios meses, Gabriel Eligio acept¨® que la esposa diera a luz en casa de sus padres. Poco despu¨¦s lo recibi¨® mi abuelo en la estaci¨®n del tren con una frase que qued¨® con un marco de oro en el prontuario hist¨®rico de la familia: 'Estoy dispuesto a darle todas las satisfacciones que sean necesarias'. La abuela renov¨® la alcoba que hasta entonces hab¨ªa sido suya, y all¨ª instal¨® a mis padres. En el curso del a?o, Gabriel Eligio renunci¨® a su buen oficio de telegrafista y consagr¨® su talento de autodidacta a una ciencia venida a menos: la homeopat¨ªa. El abuelo, por gratitud o por remordimiento, gestion¨® ante las autoridades que la calle donde viv¨ªamos en Aracataca llevara el nombre que a¨²n lleva: Avenida Monse?or Espejo.

Fue as¨ª como naci¨® en Aracataca el primero de siete varones y cuatro mujeres, el 6 de marzo de 1927, con un aguacero torrencial fuera de estaci¨®n, mientras el cielo de Tauro se alzaba en el horizonte. Estaba a punto de ser estrangulado por el cord¨®n umbilical, pues la partera de la familia, Santos Villero, perdi¨® el dominio de su arte en el peor momento. Pero m¨¢s a¨²n lo perdi¨® la t¨ªa Francisca, que corri¨® hasta la puerta de la calle dando alaridos de incendio: '?Var¨®n! ?Var¨®n!'. Y en seguida, como tocando a rebato:

-?Ron que se ahoga!

La familia supone que el ron no era para celebrar sino para reanimar con fricciones al reci¨¦n nacido. Misia Juana de Freytes, una gran dama venezolana que hizo su entrada providencial en la alcoba, me cont¨® muchas veces que el riesgo m¨¢s grave no era el cord¨®n umbilical, sino una mala posici¨®n de mi madre en la cama. Ella se la corrigi¨® a tiempo, pero no fue f¨¢cil reanimarme, de modo que la t¨ªa Francisca me ech¨® el agua bautismal de emergencia. Deb¨ª de llamarme Olegario, que era el santo del d¨ªa, pero nadie tuvo a la mano el santoral, as¨ª que me pusieron de urgencia el primer nombre de mi padre seguido por el de Jos¨¦, el carpintero, por ser el patrono de Aracataca y por estar en su mes de marzo. Misia Juana de Freytes propuso un tercer nombre en memoria de la reconciliaci¨®n general que se logr¨® entre familias y amigos con mi venida al mundo, pero en el acta del bautismo formal que me hicieron tres a?os despu¨¦s olvidaron ponerlo: Gabriel Jos¨¦ de la Concordia.

cop. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez

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