Diez a?os sin Pedro Arrupe
Cuando amanec¨ªa el 5 de febrero de 1991, y en la enfermer¨ªa de la curia generalicia de los jesuitas, junto al Vaticano, fallec¨ªa el anciano Pedro Arrupe, superior general de la Compa?¨ªa de Jes¨²s durante unos largos, densos y tensos 18 a?os. En 1965, todav¨ªa con el Vaticano II en marcha, donde comenzar¨ªan sus emblem¨¢ticas intervenciones, fue elegido superior general de los jesuitas, cargo que conserv¨® hasta 1983, cuando, ya enfermo y retirado, renunci¨® al cargo. Enterrado a las afuera de Roma, como uno m¨¢s, sus restos fueron trasladados a la jesu¨ªtica iglesia del Ges¨´, donde descansan y son visitados por una multitud de personas que desean estar y orar ante la memoria del que fuera uno de los hombres fundamentales para la Iglesia en la segunda parte del siglo XX. Pedro Arrupe, vasco de origen y universal de coraz¨®n, celebra hoy, desde la eternidad, el d¨¦cimo aniversario de su muerte, cuando ya se hab¨ªa convertido en un vegetal viviente, carente de comunicaci¨®n y, por supuesto, al margen completo de cualquier protagonismo que pudiera preocupar a alguien.
Durante estos diez a?os, la Compa?¨ªa de Jes¨²s ha mantenido una justificada prudencia en manifestar p¨²blicamente la calidad humana y cristiana de este hombre y de su vida, a todas luces anormal y extraordinaria, pero que supuso tantas y tan graves contradicciones para ¨¦l mismo, para el colectivo jesu¨ªtico y para amplios sectores de la Iglesia, que contemplaban en Pedro Arrupe un carism¨¢tico l¨ªder y un mantenedor de las esencias conciliares. Todo ello mientras, desde determinados ¨¢mbitos conservadores y significativos lugares de decisi¨®n tanto religiosos como civiles, el recuerdo de Pedro Arrupe se identificaba con unos a?os sesenta y setenta de muy infeliz recordaci¨®n. Unos guardaban en silencio el recuerdo de nuestro hombre para evitar destructores conflictos, pero otros lo hac¨ªan porque prefer¨ªan que cuanto signific¨® en vida no reprodujera su capacidad de movilizaci¨®n eclesial m¨¢s tarde.
Ahora, al cabo de diez a?os, es humanamente posible, y hasta eclesialmente necesario, recordarle con exquisita memoria y plantear una serie de obligadas reflexiones en beneficio del bien de todos.
Pedro Arrupe alcanzaba su privilegiado lugar al frente de los jesuitas, como ya hemos dicho, en pleno Vaticano II, y nunca dej¨® de repetir que cuanto mov¨ªa su toma de decisiones era el mismo Concilio, en el que ve¨ªa una invitaci¨®n al aggiornamento de la Iglesia toda y, por supuesto, de la Compa?¨ªa de Jes¨²s. Es decir, que, contra lo que se ha pretendido, Pedro Arrupe jam¨¢s fue un visionario idealista sin fundamento s¨®lido o referencia objetiva; antes bien, un ser humano que se sinti¨® llamado a proclamar la voz que hab¨ªa escuchado bajo la b¨®veda de San Pedro, en uni¨®n de los representantes del tejido conjuntivo de la Iglesia, incluido el Papa. Si en Hiroshima descubri¨®, como ¨¦l mismo escribir¨ªa, la relatividad de las cosas al contemplar la ciudad arrasada por el caos at¨®mico, en el Vaticano II se le hac¨ªa evidente tambi¨¦n la inculturaci¨®n como motor de una evangelizaci¨®n propia de todo tiempo, pero mucho m¨¢s de nuestros tiempos tan plurales, tan multiculturales y tan ecum¨¦nicos. Una inculturaci¨®n radicada en la persona de Jesucristo, en la que lo humano es la sede de lo divino y lo divino concede sentido ¨²ltimo a lo humano, seg¨²n la m¨¢s estricta formulaci¨®n cristiana.
Esta conjunci¨®n entre relatividad e inculturaci¨®n, de hondas ra¨ªces cristoc¨¦ntricas, acab¨® por fundar en su conciencia una antropolog¨ªa del todo original y transformadora de cualquier actitud creyente ante la realidad humana e hist¨®rica. Para Pedro Arrupe, la realidad es intr¨ªnsecamente buena, y, por lo tanto, a pesar de cualquier limitaci¨®n negativa, siempre es posible descubrir en lo real una innata capacidad para ejecutar el bien: ese bien que, con el tiempo, Pedro Arrupe encerrar¨¢ en la expresi¨®n 'la justicia que brota de la fe', haciendo de la fe un instrumento radicalmente transformador de la realidad, en la l¨ªnea de la opci¨®n preferencial por los pobres. De ah¨ª una inculturaci¨®n transformadora de la realidad, y nunca neutra, por exigencia misma de la fe ostentada como compromiso con Jesucristo, a quien se descubre en los dem¨¢s. No en vano Pedro Arrupe se defini¨® a s¨ª mismo como 'un hombre para los dem¨¢s'. Sometido cualquier ego¨ªsmo.
Tal es el equilibrio creyente / humano que verific¨® Pedro Arrupe, y que situaba su acci¨®n, de forma permanente, en el filo de la navaja, pues unos le tildar¨ªan de espiritualista, mientras otros llegar¨ªan a llamarlo materialista y cercano a posturas marxistas. Pero, con este talante, Arrupe fund¨® el Servicio Jesuita para Refugiados (SJR), aut¨¦ntica preintuici¨®n de la atenci¨®n al problema inmigratorio; y Arrupe anim¨® a repetidos compromisos con situaciones f¨¢cticamente comprometidas, como sucediera en su di¨¢logo con los jesuitas que trabajaban en Centroam¨¦rica; y no dud¨® en multiplicar a sus hombres sumergidos en la llamada Misi¨®n Obrera; y de forma casi obsesiva insisti¨® en la necesaria relaci¨®n con el mundo de la seglaridad como nueva forma de trabajar en el cuerpo eclesial; y fue Arrupe el que mantuvo unas relaciones ejemplares con las dem¨¢s iglesias cristianas, con otras religiones y, en fin, con el agnosticismo y ate¨ªsmo, que tanto le preocuparan, hasta concitar recelos en ¨¢mbitos intransigentes; y, en fin, Pedro Arrupe demostr¨® su capacidad para mover todo un organismo tan complejo y pluriforme como el de la Compa?¨ªa de Jes¨²s, con la convocatoria, din¨¢mica y decretos, ya hist¨®ricos, de la Congregaci¨®n General XXXII (1975), cuando todo su pensamiento se convirti¨® en una realidad asumida por el m¨¢ximo ¨®rgano legislativo jesu¨ªtico. Pedro Arrupe, contra lo que suele opinarse cuando se pretende disminuirle, gobern¨® y gobern¨® muy bien. Solamente que su gobierno mantuvo los criterios evang¨¦licos y en momento alguno admiti¨® esos diferentes criterios de la vida pol¨ªtica, social o econ¨®mica. Y aqu¨ª, precisamente aqu¨ª, reside una de sus grandezas indiscutibles: supo gobernar desde el ejercicio de la paternidad, de forma que siempre mantuvo la confianza en sus hombres, una confianza por encima de sus posible l¨ªmites.
?Y su misterio interior, el que configura toda gran personalidad humana? La respuesta pasa por un nombre y una persona: Jesucristo. Sin Jesucristo, nada encuentra explicaci¨®n en la acci¨®n y en la pasi¨®n de este hombre singular. Sus textos sobre ¨¦l son hermosos y perturbadores, como toda historia de radicalizaci¨®n amante. Un Jesucristo que el superior general de la Compa?¨ªa de Jes¨²s contemplaba misteriosamente vinculado a la persona del Romano Pont¨ªfice, al que pretendi¨® servir en la vida y en la muerte, como pudo comprobarse. Solamente que, desde Jesucristo, la relaci¨®n estaba presidida por lo que su sucesor, Peter Hans Kolvenbach, ha llamado la fidelidad creativa, expresi¨®n que explica a la perfecci¨®n cuanto sucediera a Pedro Arrupe respecto del pontificado. No siempre la libertad de esp¨ªritu, la transparencia en las palabras, la fraternidad en el di¨¢logo y, en fin, esa creatividad que, manteni¨¦ndose fiel, propone cambios, resulta bien comprendida, y es capaz de producir reticencia, distancia y confrontaci¨®n demoledora. Tal desajuste desmont¨® la consistencia de Pedro Arrupe, que acab¨® pagando el alto precio de la enfermedad y del abandono.
Y de esta manera llevamos ya diez a?os sin Pedro Arrupe. Sin su presencia tan simp¨¢tica como alentadora, y sin sus ojos, escrutadores de los signos hist¨®ricos donde descubrir la misteriosa presencia del misterio de Dios. Los espa?oles, tan reacios a mantener la memoria de nuestros mejores hombres y mujeres, har¨ªan bien en celebrar este aniversario. Porque no se trata solamente de una celebraci¨®n jesu¨ªtica o eclesial; antes bien, alcanza la dimensi¨®n de la sociedad civil: esa sociedad a la que Pedro Arrupe entreg¨® sus fuerzas al completo, como tambi¨¦n orient¨® a sus jesuitas hacia sus plurales urgencias, sociedad concretada en una peque?a habitaci¨®n junto a la columnata de Bernini, con sus ojos puestos, tantas veces, en las rosas rojas que, de forma sistem¨¢tica, le llevaban miembros de la comunidad jud¨ªa romana. Las rosas rojas de una vida entregada por este 'hombre para los dem¨¢s' que se llam¨® y se llama Pedro Arrupe, superior general de la Compa?¨ªa de Jes¨²s, hijo de la Iglesia, esponja del dolor humano y, en fin, proclamador de una fe que acaba por producir justicia.
Norberto Alcover es jesuita y escritor.
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