D¨ªa del padre
Empieza uno poni¨¦ndose nervioso cuando los ni?os se dejan encendidas las luces de la casa. La dejadez tiene tantos caminos como los designios de Dios, y el desorden es a veces tan sorprendente como un milagro.
La cocina, los ba?os, el pasillo, los dormitorios, el sal¨®n, presentan algunas ma?anas de domingo una atm¨®sfera m¨¢s conmocionada y asombrosa que la de la casa de L¨¢zaro cuando su amigo Jes¨²s le pidi¨® que se levantara de la tumba para regresar a los caminos del mundo. Paisaje despu¨¦s de la tormenta, mitad cat¨¢strofe natural, mitad intervenci¨®n callejera de artista iconoclasta.
No sabemos bien por qu¨¦, pero la nevera est¨¢ abierta de par en par, las toallas agonizan en el suelo, la escalera plegable interrumpe las sombras del pasillo, los dormitorios esperan con el rencor de campo de minas las pisadas de unos zapatos inocentes y el televisor se desga?ita sin que nadie le haga caso. Pero estos desarreglos no son sentimentalmente peligrosos, porque la verdadera trampa empieza cuando los ni?os asumen la disciplina familiar de no apagar nunca las luces que han encendido.
El antiguo amante que cruzaba las noches y las ciudades de mostrador en mostrador, se pasea ahora por las habitaciones de su casa de interruptor en interruptor. Y si cae en la tentaci¨®n de justificar su nerviosismo ante el caos y la dejadez con una raz¨®n l¨®gica, argumentando que la electricidad cuesta dinero, se encuentra con el sambenito facil¨®n de la taca?er¨ªa y, lo que es mucho peor, con el diagn¨®stico definitivo: 'Cada vez te pareces m¨¢s al abuelo'.
Es verdad, uno empieza protestando por las luces encendidas y acaba en el mon¨®logo interior de los recuerdos y las comparaciones. Esos n¨²meros aumentados de la edad dejan muchos huecos sobre la tarta del cumplea?os, y a veces son goteras, pero otras surgen como un simple vac¨ªo con balcones a la memoria para que se cuelen las sospechas.
Nos pasamos media vida huyendo de las costumbres del padre, de las ideas del padre, de las man¨ªas del padre, para acabar delante de nosotros mismos, porque los hijos son una astuta coartada del espejo, admitiendo que nos parecemos cada vez m¨¢s a nuestro padre. Y no se trata de la derecha o la izquierda, de la ginebra o del whisky, de la poes¨ªa o del ej¨¦rcito. Los aires complejos de la vida se empe?an en demostrarnos que uno es de izquierdas de la misma manera instintiva y sentimental que hizo a nuestro padre de derechas, que uno pide un whisky marcado por la misma esperanza o el mismo desasosiego del padre al pedir una ginebra, que uno est¨¢ siempre a punto de ser poeta con voluntad y man¨ªas de soldado. La vida se empe?a en demostrarlo, lo consigue y nos pone a apagar luces, a recorrer el desorden de los domingos por la ma?ana y a pensar por primera vez con piedad en la incertidumbre de nuestro padre ante las impertinencias vitales y pol¨ªticas de aquel joven que ahora se burla tambi¨¦n de nosotros en las fotograf¨ªas. El d¨ªa del padre se apodera entonces de todo el a?o y s¨®lo nos queda la ilusi¨®n dudosa de que los hijos no se parezcan mucho a nosotros.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.