La puerta
Todos los inviernos resultan demasiado largos. Nos preparamos con tiempo, pedimos ayuda a la imaginaci¨®n y a la belleza corrompida del oto?o, ideamos una serenidad de tardes de lluvia con un libro en las manos, de conversaciones junto al fuego, y adoptamos la actitud de los campos y de las calles sin obras p¨²blicas, que se acercan a la vejez y al fr¨ªo con una extrema dignidad. Las obras municipales en oto?o, como la cirug¨ªa pl¨¢stica en las presentadoras de televisi¨®n, interrumpen la hermosa melancol¨ªa de la conciencia. Pero la tranquilidad acaba asumiendo su derrota y la blancura de la nieve cubre la realidad de n¨²meros rojos.
Por mucho que nos dispongamos a la prudencia imaginativa, por mucho que paseemos entre ¨¢rboles reflexivos y consejos de S¨¦neca, todos los inviernos resultan demasiado largos. Por eso la primavera definitiva, la que decide terminar con las bromas del clima, cae sobre la tierra como un meteorito o como una nave espacial incontrolada, y se deshace en mil fragmentos, y extiende por el aire la rebeld¨ªa de sus ojos, y se estrella contra los abrigos, el musgo sentimental de los braseros, los silencios en las paradas del autob¨²s y la tristeza de los oficinistas y de los animales dom¨¦sticos.
La geograf¨ªa de los descubrimientos ambientales depende del alma y de los vicios secretos de cada paseante. A m¨ª me sorprende la primavera en la puerta del colegio de mis hijas. Y no me refiero a las alegr¨ªas juveniles de la salida de clase, ni a los cuerpos de las adolescentes que empiezan a imponer su autoridad sobre el mundo, porque esas alegr¨ªas y esos cuerpos motorizados son rel¨¢mpagos de hojas perennes por los que no ha pasado el invierno. Me refiero a las madres, al corro de las madres que florece un d¨ªa como una central e¨®lica, a la plenitud de las mujeres que mueven sus labios, sus saludos y sus brazos de una forma m¨¢s desnuda, rompiendo el invierno, adelantando en cada gesto la hora del reloj, para descubrirme lo que estaba dormido bajo las lluvias de diciembre, las gabardinas y los aburrimientos burocr¨¢ticos del cielo. La puerta del colegio era la semana pasada un desamparo, una costumbre inc¨®moda, una monoton¨ªa de prisas y de palabras fatigadas, una repetici¨®n, un gris cotidiano capaz de cubrirlo todo, la frase larga del pol¨ªtico que no tiene nada que decir. Y, de pronto, la luz y los cuerpos buscan las costuras del letargo y hacen saltar los hilos, con una impaciencia de ventanas abiertas, para que corra el aire por los pensamientos cerrados y los brazos desnudos.
S¨ª, todos los inviernos son demasiado largos. Por eso irrumpen un d¨ªa en la puerta del colegio los ojos p¨ªcaros, el pelo suelto y las bellezas que pueden alimentarse con las ense?anzas de la vida. A finales de marzo, la realidad tiene coraz¨®n de amiga inteligente y reci¨¦n divorciada que cuelga los h¨¢bitos del drama y decide salir por la noche en busca de un amanecer perdido. Las flores vuelven al campo y a los desayunos, las hojas a los ¨¢rboles, los labios pintados a la puerta del colegio, y yo a la indiscreta necesidad de mirarlo todo.
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