Argentina: las cuentas pendientes
Veinticinco a?os despu¨¦s del golpe militar que cambi¨® la historia de la Argentina, un vasto coro de voces oficiales -que incluye a ministros, gobernadores, obispos y las p¨¢ginas editoriales de los grandes diarios- insiste en que es preciso 'reconciliar los esp¨ªritus' para disipar los desencuentros del pasado y avanzar hacia una comunidad nueva y mejor. Pero no hay reconciliaci¨®n posible si antes no se entiende por qu¨¦ le pas¨® a ese pa¨ªs lo que le pas¨®, qu¨¦ clase de comunidad era la argentina en 1976 y qu¨¦ residuos de aquella comunidad sobreviven en la de ahora.
Casi todos los debates librados durante la democracia pusieron el acento en la indignidad y enormidad de los cr¨ªmenes cometidos por el Estado dictatorial de 1976-1983. Con menos frecuencia se ha subrayado que esos cr¨ªmenes no podr¨ªan haberse cometido sin el consentimiento y hasta la aprobaci¨®n entusiasta de casi toda la sociedad. Los debates han disimulado o soslayado el hecho de que en la Argentina cotidiana hab¨ªa algo perverso, enfermo, y que esa perversi¨®n puede seguir ahora, larvada bajo otros signos.
Si todav¨ªa siguen discuti¨¦ndose con encono la dictadura de Juan Manuel de Rosas (1829- 1852), la conquista de la pampa des¨¦rtica que decidi¨® en 1879 el exterminio de miles de ind¨ªgenas, los bombardeos a la plaza de Mayo y los incendios de iglesias en junio de 1955, ?por qu¨¦ habr¨ªa de esperarse una reconciliaci¨®n obligatoria sobre lo que sucedi¨® hace apenas un cuarto de siglo? Los cr¨ªmenes de 1976- 1983 afectaron demasiadas vidas, desbarataron demasiados principios morales, corrompieron a la sociedad, pero, sobre todo, hicieron de la Argentina un pa¨ªs peor. Los males de ese pasado son, en buena medida, causa de los males de este presente. Quedan todav¨ªa demasiadas cosas por aclarar y por discutir antes de alcanzar la reconciliaci¨®n. Nadie niega que sea necesaria, pero, sin un franco debate previo, es prematura.
Algunos de los defensores de la reconciliaci¨®n se?alan que la 'guerra sucia' -como la bautiz¨® uno de sus protagonistas, el comandante de la primera junta dictatorial, Jorge Rafael Videla- fue desencadenada por la agresi¨®n previa de la guerrilla contra las instituciones del Estado. Ciertos adversarios de las leyes de obediencia debida, punto final y amnist¨ªa -gracias a las cuales cientos de saqueadores, criminales y torturadores se salvaron de la c¨¢rcel- se?alan que la guerrilla naci¨® de las injusticias creadas por un poder ilegal. Ambas posiciones parecen no tomar en cuenta que tambi¨¦n esas violencias fueron consentidas por una mayor¨ªa de la poblaci¨®n: que hab¨ªa una caudalosa simpat¨ªa por los Montoneros y todo lo que ellos simbolizaban entre marzo y junio de 1973, poco antes de que Juan Per¨®n regresara a Buenos Aires de su exilio madrile?o; que el pa¨ªs celebr¨® como h¨¦roes a los generales grises que asaltaron el Estado en 1966 y 1976, y que no reaccion¨®, por pasividad o por temor, contra los abusos y las ridiculeces del siniestro Jos¨¦ L¨®pez Rega, que ejerci¨® un poder casi absoluto durante las presidencias consecutivas de Juan Per¨®n y de su viuda, Isabel.
La celebraci¨®n del autoritarismo -aun por dos de los intelectuales m¨¢s ilustres de la Argentina: Jorge Luis Borges en 1956 y 1976, y Ernesto S¨¢bato en 1966-, los signos de intolerancia y de resentimiento que se multiplicaron desde 1930, y la sumisi¨®n ciega a poderes tan perversos como extremos, todas esas cualidades que estaban en 'el esp¨ªritu de la comunidad' argentina, son las que abrieron paso a las aberraciones cometidas por los comandantes de las juntas militares y por sus c¨®mplices. Aunque a escala menor, y dentro de un contexto menos explosivo, la sociedad argentina de 1976 no difer¨ªa demasiado de la sociedad alemana de 1933, el a?o en que surgi¨® el nazismo.
Si la Alemania del siglo XXI ha empezado a reconstruirse como una comunidad moderna y diversa es, precisamente, porque all¨ª se libra todos los d¨ªas, y en todos los tonos, un debate sobre el pasado autoritario. Desde la ex comunista Christa Wolf hasta el esc¨¦ptico Gunther Grass -un incr¨¦dulo de la unificaci¨®n-, nadie se calla la boca. La reconciliaci¨®n se construye a partir de la discusi¨®n, y no al rev¨¦s. Aun as¨ª, los alemanes est¨¢n todav¨ªa lejos de haberse reconciliado. En un libro ya cl¨¢sico, Los verdugos voluntarios de Hitler, el historiador norteamericano D. J. Goldhagen conjetur¨® que los fermentos antisemitas instalados en la conciencia de toda Alemania desde hace siglos fueron el inequ¨ªvoco origen de los abusos del nazismo. En una obra m¨¢s reciente, El Tercer Reich: una nueva historia, el acad¨¦mico ingl¨¦s Michael Burleigh supone que la intolerancia y el odio crecieron lentamente, alimentados a la vez por un poder mesi¨¢nico y por un pueblo frustrado, ¨¢vido de un poder providencial que le devolviera el orgullo. Esa interpretaci¨®n me parece m¨¢s correcta y se asemeja, creo, a lo que le sucedi¨® a los argentinos.
El dictador, una biograf¨ªa de Jorge Rafael Videla, que suma 640 p¨¢ginas apretadas, con abrumadora abundancia de documentos, acaba de aportar una serie de elementos ¨²tiles para entender lo que pas¨® en Argentina entre 1976 y 1983, y por qu¨¦ all¨ª es m¨¢s necesario un debate autocr¨ªtico que involucre a toda la sociedad antes que una reconciliaci¨®n impuesta desde arriba. El libro, escrito por Mar¨ªa Seoane y Vicente Muleiro y publicado en Buenos Aires por Sudamericana, incluye declaraciones que incriminan al ex dictador y que ¨¦ste ha negado 'en forma absoluta'. No hay grabaciones de esas entrevistas, no hay pruebas formales. ?A qui¨¦n creer, entonces? Se podr¨ªa, por ejemplo, creer en las leyes de la sem¨¢ntica: lo que Videla narra en el libro de manera privada se parece, de muchas maneras, a lo que ha dicho y ha hecho en sus actos p¨²blicos. S¨®lo difiere en la franqueza de algunas afirmaciones, lo que es inusual en un personaje tan elusivo y penumbroso.
Soldado hasta la exageraci¨®n, hasta los extremos m¨¢s obtusos, celoso de los reglamentos y de la misi¨®n redentora del ej¨¦rcito, Videla sin embargo viol¨® esos modelos al mentirle al Supremo Tribunal Militar que lo interrog¨® en 1984: dijo que no sab¨ªa de la existencia de campos clandestinos de concentraci¨®n e insisti¨® en que, cuando se deten¨ªa a una persona durante su gobierno, se la pon¨ªa a disposici¨®n de los jueces. Minti¨® muchas otras veces, antes y despu¨¦s. ?C¨®mo creer, entonces, que dice la verdad cuando se dirige a civiles -a los que respeta mucho menos-, para negar 'en forma absoluta' que hizo las declaraciones que se le atribuyen en el libro de Seoane y Muleiro?
Del c¨²mulo de informaciones que aporta la biograf¨ªa, hay dos
que definen al personaje y tambi¨¦n a su ¨¦poca. Una de ellas es asombrosa. Videla conoc¨ªa a las monjas Alice Domon y L¨¦onie Duquet, porque ambas hab¨ªan cuidado con extrema solicitud y ternura a su tercer hijo, Alejandro, que tuvo el infortunio de nacer con deficiencias mentales. Cuando ambas monjas fueron secuestradas por un comando conjunto del Ej¨¦rcito y la Marina, vejadas, torturadas y asesinadas, Videla no hizo nada para impedirlo. Nada. Viv¨ªa en el perpetuo presente de los reglamentos, o en el limbo del Fin Mayor que justifica cualquier medio.
La otra es la obsesi¨®n de Videla por la disciplina y los l¨ªmites, lo que tambi¨¦n indica poca fe en su propio juicio. Seg¨²n uno de los hijos del dictador, 'es el tipo de persona al que, si se le proh¨ªbe salir fuera del hogar, por las dudas no va a salir ni al balc¨®n; m¨¢s a¨²n, va a dejar una franja sin pisar, varios cent¨ªmetros antes de la puerta, para no incurrir en el riesgo de incumplimiento'.
Durante d¨¦cadas, la Argentina sucumbi¨® a la seducci¨®n de seres sin imaginaci¨®n alguna: Ongan¨ªa gobernaba a trav¨¦s de organigramas escrupulosos; Isabel Per¨®n, cuando no sab¨ªa qu¨¦ hacer, ten¨ªa ataques de histeria; Videla, impasible, sigui¨® los dict¨¢menes de terror que otros declaraban imprescindibles y que ¨¦l mismo, en nombre de la disciplina, aprobaba y encabezaba. Como los grises ejecutores del Holocausto, como Himmler, como Eichmann, como Hoess, Videla forma parte de esa estirpe que ha revelado la mediocridad del Mal y ha demostrado que el demonio puede encarnarse en un hombre cualquiera.
Mientras no se entiendan las razones por las cuales la mayor¨ªa de los argentinos vivi¨® con los ojos cerrados el terror cotidiano, como si fuera algo natural y necesario, la reconciliaci¨®n es una empresa de fracaso. No hay futuro en paz sin una comprensi¨®n clara y franca del pasado. En La vida de la raz¨®n, George Santayana escribi¨®, hacia 1905, una frase que ahora es un lugar com¨²n: 'Aquellos que no recuerdan el pasado est¨¢n condenados a repetirlo'. Despu¨¦s del nazismo, despu¨¦s de las dictaduras latinoamericanas de los a?os setenta, despu¨¦s de Videla, la sentencia podr¨ªa formularse de otra manera: 'Quienes se niegan a discutir el terror del pasado y a recordar lo que hicieron bajo ese terror siguen vivi¨¦ndolo todos los d¨ªas, de otra manera'.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez es escritor argentino. Su ¨²ltimo libro es la colecci¨®n de ensayos El sue?o argentino.
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