1922
En los anales de la literatura occidental, el a?o 1922 tiene una trascendencia casi legendaria: es el a?o en el que aparecen La tierra bald¨ªa, de T. S. Eliot (1888-1965), y el Ulises, de James Joyce (1882-1941), dos obras clave de la poes¨ªa y la novela del siglo XX. Cada una en su respectivo campo, inaugura un lenguaje nuevo que asociamos con la vanguardia entonces en plena expansi¨®n y que corresponde al nuevo esp¨ªritu cr¨ªtico del mundo contempor¨¢neo surgido de las cenizas de la Primera Guerra Mundial. Como bien dice el historiador E. J. Hobsbawm, nuestro siglo XX es un 'siglo corto', porque comienza realmente en 1914 y termina en 1989, con la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn y del comunismo europeo. Las obras de Eliot y Joyce nos recuerdan que somos sobrevivientes de una terrible tragedia, que nos hemos destrozado brutalmente y que todo -el tiempo, la historia, la vida, el arte- significa otra cosa en esta ¨¦poca sombr¨ªa y sin esperanzas. Con esos libros, una era se cierra y otra se abre: la nuestra. En este contexto, la muerte de Proust ese mismo a?o tiene un sentido simb¨®lico: su En busca del tiempo perdido es el ¨²ltimo grandioso y espl¨¦ndido recuento de una era condenada a desaparecer en el flujo convulso del mundo contempor¨¢neo.
Los a?os no han hecho sino confirmar la posici¨®n central de esas dos obras. Si en algo coinciden es en haber sabido captar el esp¨ªritu terrible y fascinante, desolado y hormigueante, de la ciudad moderna, uno de los grandes motivos de las letras y el arte del siglo. La ciudad era, para ambos autores, lo que hab¨ªa sobrevivido tras la Primera Guerra Mundial: a la vez un semillero y un cementerio de ilusiones, una abigarrada concentraci¨®n de so?adores y fracasados roz¨¢ndose los codos en el metro, en las oficinas, en los bares. A la vez tierra bald¨ªa y prometedora ?taca, la urbe nos distanciaba de toda visi¨®n pastoral de la naturaleza y de un concepto de belleza que yac¨ªa entre los escombros de la guerra. En esa mezcla incierta entre frustraci¨®n y expectativa crearon Eliot y Joyce, dej¨¢ndonos im¨¢genes imborrables de lo que es vivir y morir an¨®nimamente en medio de una multitud y entre fr¨ªos muros de concreto.
Por eso, el ritmo de La tierra bald¨ªa es disonante y entrecortado, poligl¨®sico, lleno de citas y alusiones herm¨¦ticas, verbalmente siempre al borde de la incoherencia, oscuro y tr¨¢gico, pose¨ªdo por una fr¨ªa pasi¨®n. No deja de ser parad¨®jico que un hombre del agudo sentido cr¨ªtico de Eliot -sus ideas tuvieron una profunda influencia en su ¨¦poca y la nuestra- sometiese su texto original al juicio de Ezra Pound (1885-1972), il miglio fabbro, quien -como sabemos por la edici¨®n facsimilar del poema que incluye sus correcciones y sugerencias- introdujo cambios sustanciales, convirti¨¦ndose casi en un colaborador de Eliot. Esto es, adem¨¢s, significativo por otra raz¨®n: la rigurosa tradici¨®n anglosajona que representaba Eliot -una personalidad austera, conservadora en pol¨ªtica y moral, fiel seguidor de la fe anglicana- se dej¨® penetrar por la sensibilidad de Pound, quien acerc¨® la poes¨ªa de lengua inglesa a la cultura mediterr¨¢nea y oriental, haci¨¦ndola verdaderamente universal.
Joyce hac¨ªa, por su parte, algo parecido, impregnando su experiencia del mundo celta, del que proven¨ªa, con un esp¨ªritu aut¨¦nticamente cosmopolita y pluriling¨¹¨ªstico. En 1904, cuando ten¨ªa s¨®lo 22 a?os, Joyce llega a Trieste (Italia), donde permanecer¨ªa hasta 1920. Ese periodo puede considerarse el m¨¢s creador de su vida: en Trieste escribi¨® la mayor parte de Dublineses, el Retrato del artista adolescente, su ¨²nico drama, Exilados, y Ulises. Como escritor, su deuda con esa ciudad es enorme. Trieste, un puerto peque?o y pobre entonces, no era nada provinciano. Era, m¨¢s bien, un crisol de lenguas; culturas, razas y tradiciones se amalgamaban de un modo singular, convirti¨¦ndolo en una especie de metr¨®poli marginal donde el Este y el Oeste, el mundo mediterr¨¢neo y el legado del imperio austro-h¨²ngaro se conjugaban; as¨ª lo ha recordado el cr¨ªtico irland¨¦s John McCourt en un libro reciente, The years in bloom, que tambi¨¦n rastrea en esa ciudad los or¨ªgenes del orientalismo joyceano y de su afinidad con la cultura jud¨ªa.
Sin negar la posici¨®n cenital de las mencionadas obras de Eliot y Joyce, quiero se?alar que oculta un hist¨®rico olvido, que s¨®lo los lectores de nuestra lengua podemos notar: el otro libro capital de 1922 es Trilce, de C¨¦sar Vallejo (1892-1938). Es habitual que la cr¨ªtica otorgue un sesgo hegem¨®nico a la producci¨®n literaria en lengua inglesa o francesa, poniendo en segundo lugar a la escrita en alem¨¢n o italiano, pero ignorando casi por completo la nuestra. En su citad¨ªsimo e influyente El canon occidental (1994), Harold Bloom, que domina varias lenguas, puede darse el lujo de estudiar a los grandes escritores de lengua espa?ola que integran ese canon (s¨®lo Cervantes, Borges y Neruda), a partir de traducciones al ingl¨¦s, lo que explica lo limitado de su selecci¨®n; aparte de ellos, menciona a Carpentier, Garc¨ªa Lorca, Garc¨ªa M¨¢rquez, Unamuno y otros, pero no a Lope o Quevedo.
Hay que lamentar esa distorsi¨®n cultural que ignora la enorme contribuci¨®n que Trilce hace a la indagaci¨®n de la concreta condici¨®n humana y que concurre con la misma categor¨ªa est¨¦tica de las b¨²squedas de Eliot y Joyce: Vallejo es digno compa?ero de ellos, lo que es m¨¢s asombroso si se tiene en cuenta que, cuando escribi¨® ese libro, el poeta peruano a¨²n no hab¨ªa pisado Europa y ten¨ªa un conocimiento relativamente limitado de la vanguardia y otras innovaciones europeas de esos a?os. Lo que hay que destacar es la posici¨®n irregular en la que Vallejo se coloca frente a la revoluci¨®n vanguardista, pues hace de ella una interpretaci¨®n ¨²nica, equivalente a un desaf¨ªo que nadie hab¨ªa intentado en nuestra lengua (y poqu¨ªsimos fuera de su ¨¢mbito). Recordemos que Trilce se adelanta por dos a?os a la fundaci¨®n del surrealismo y que el gesto de rebeld¨ªa vallejiano -s¨®lo anticipado entre nosotros por el creacionismo de Huidobro (1893-1948)- iba en direcciones distintas de esas actitudes est¨¦ticas al mismo tiempo que las superaban y ahondaban. Borges habr¨ªa afirmado que -contradiciendo las cronolog¨ªas- Vallejo hizo de Breton un precursor suyo. (Para agudizar m¨¢s las contradicciones, Vallejo escribir¨ªa una apresurada Autopsia del surrealismo en un art¨ªculo de 1927).
Si hay rasgos vanguardistas -a veces aparatosos- en Trilce, su esp¨ªritu y su significado profundos lo ponen al margen de ese cauce. No hay, por ejemplo, notas del cosmopolitismo asociado con la vanguardia y tan visibles en Eliot y Joyce. El mundo de Vallejo est¨¢ ligado a realidades del todo distintas: el mundo rural, la familia, lo aut¨®ctono, etc¨¦tera, notas que cualquier vanguardista rechazar¨ªa. Pero, por otro lado, las visiones obsesivas y las oscuras percepciones de un mundo sin sentido se conectan con los hallazgos de la vanguardia europea; o, m¨¢s bien, las anuncian o presienten. Lo importante en el libro no reside en sus rarezas ret¨®ricas, sus fonetismos, sus versos en may¨²sculas o verticales, sino en la b¨²squeda angustiosa de algo que est¨¢ m¨¢s all¨¢ de las pobres evidencias que brinda la realidad. La cr¨ªtica no ha visto la sugestiva coincidencia del libro con ciertas ideas expuestas por Kandinsky en Lo espiritual en el arte (M¨²nich, 1912), que propone un arte que exprese 'la naturaleza interior' del hombre, no sus apariencias externas. Vallejo hizo precisamente eso, pero, como lo hizo en espa?ol, el resto del mundo ha tardado en tomar debida nota. La tierra bald¨ªa, Ulises y Trilce son tres expresiones m¨¢ximas de la literatura universal y forman una conjunci¨®n estelar en el memorable 1922.
Jos¨¦ Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.
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