La cuesta de la Maruquesa
Durante toda mi infancia acud¨ª a un colegio de religiosos de Valladolid donde, entre otras cosas, trataban de inculcarnos el sentimiento cristiano de la caridad llev¨¢ndonos a visitar a los m¨¢s necesitados. Era una actividad que sol¨ªa desarrollarse los domingos por la ma?ana, despu¨¦s de la misa, y que, en cierta forma, pod¨ªa considerarse un antecedente de las que llevan a cabo las ONG de hoy d¨ªa. Recuerdo aquellas excursiones, bajo el sol invernal, la llegada a los barrios donde viv¨ªan los pobres, y nos recuerdo a nosotros conteniendo con dificultad la verg¨¹enza que nos daba entrar en aquellas casas sin apenas ventilar, con su permanente olor a comida, y enfrentarnos a la mirada hosca de sus moradores, que, sin duda, nos ve¨ªan aparecer con el malestar apenas disimulado de quienes se ven obligados a exponer sus miserias ante la mirada satisfecha de los privilegiados, pues eso es lo que ¨¦ramos un grupo de privilegiados que descend¨ªa de su reino de bienestar con la complacencia del que sabe que est¨¢ llevando a cabo una buena acci¨®n. Pura est¨¦tica, en definitiva, que poco o casi nada ten¨ªa que ver con el compromiso de la verdadera justicia. En fin, entreg¨¢bamos nuestros paquetes de legumbres y az¨²car, y sal¨ªamos a toda prisa en busca de los olores tenues y familiares de la ma?ana invernal, el olor de las casta?as asadas en la calle, el de los churros y las pasteler¨ªas rebosantes de bollos recientes, ya con el pensamiento puesto en el aperitivo que nos tomar¨ªamos poco despu¨¦s con nuestros padres en alguna de las cafeter¨ªas del centro. Pues todos nosotros ¨¦ramos ni?os del centro, y la miseria de aquellos barrios, el barrio Espa?a, la cuesta de la Maruquesa, nos era en el fondo tan ajena como el mundo de las alcantarillas y el de las naves donde se amontonaba el ganado.
Recuerdo que una vez, al terminar una de aquellas visitas, descubr¨ª que me hab¨ªa olvidado los guantes y regres¨¦ a la casa que acab¨¢bamos de abandonar. La puerta estaba entornada y entr¨¦ tanteando las paredes, pues la oscuridad era casi completa. Al llegar a la cocina, vi los guantes sobre el fog¨®n. A su lado hab¨ªa una ni?a. Ten¨ªa m¨¢s o menos mi misma edad y llevaba un vestido descolorido y triste que apenas cubr¨ªa una m¨ªnima parte de sus piernas tan largas como absurdamente delgadas. No intercambiamos palabra. Yo me acerqu¨¦ a recoger los guantes y ella permaneci¨® inm¨®vil, sin apartar ni un solo momento su mirada de m¨ª. Una mirada de inequ¨ªvoco odio. Cuando ya me estaba yendo me llam¨®. Ten¨ªa en sus manos uno de los paquetes de legumbres que les hab¨ªamos llevado y empez¨® a vaciarlo en el suelo. Continu¨® su acci¨®n con un segundo paquete, y luego con un tercero. A esas alturas yo estaba tan desconcertado que no pude contenerme m¨¢s y sal¨ª corriendo de la casa.
Tardar¨ªa muchos a?os en entender aquel gesto de desaf¨ªo y orgullo, ya que antes tendr¨ªa que presenciar muchas cosas y hacerme numerosas preguntas. Por ejemplo, por qu¨¦ en aquel colegio, donde tanto se hablaba de la caridad y el amor a los dem¨¢s, se discriminaba a los ni?os pobres. Todos los a?os se celebraba con gran boato la entrega de premios en el teatro Calder¨®n, y a esa fiesta, a la que acud¨ªan las m¨¢ximas autoridades de la ciudad, obispo y gobernador incluido, no ten¨ªan acceso los ni?os del Grupo Escolar, que eran aquellos ni?os de los barrios que ¨ªbamos a visitar y que recib¨ªan una ense?anza gratuita. Es m¨¢s, estos ni?os llevaban una vida escolar ajena enteramente a la nuestra, a pesar de estar en el mismo colegio, como si permanecieran anclados en uno de esos mundos paralelos a que tan proclives son los escritores de ciencia-ficci¨®n, pues no les estaba permitido ni siquiera coincidir con nosotros en el recreo. Con nosotros, que lo ¨²nico que nos diferenciaba era haber tenido la fortuna de nacer en familias que ten¨ªan propiedades y dinero. Pero ?por qu¨¦ nos ten¨ªamos que ir tan lejos a visitar a los pobres, cuando nos habr¨ªa bastado con cambiar de patio para estar con ellos? Estas preguntas, se sumaban a otras innumerables, y siempre, detr¨¢s de todas ellas, cuando me las hac¨ªa, estaba el gesto y la mirada de aquella ni?a arrojando al suelo los alimentos que les acab¨¢ramos de llevar, como si me estuvi¨¦ra diciendo que ellos, los pobres, eran algo m¨¢s que esas figuras, los pastores, las lavanderas, los campesinos, que adornaban los belenes que en Navidad pon¨ªamos en nuestras casas. Figuras, en suma, de las excursiones humanitarias de los ricos.
?Han cambiado tanto las cosas para que podamos decir que estas impresiones pertenecen al pasado? No lo creo. Ya que en el mundo que vivimos, y de una forma m¨¢s escandalosa que nunca, puesto que estamos en el tiempo de la abundancia, sigue habiendo multitud de gentes necesitadas. Gentes que no tienen dinero para vivir, o que sufren diversas y lamentables taras f¨ªsicas, intelectuales, o de marginalidad social. Y me temo que nuestro mundo civilizado y razonable, antes que tratar de enfrentarse de verdad al terrible problema, se conforma con encontrar peque?as soluciones parciales que acallen su mala conciencia. Por ejemplo, apoyando a instituciones en que j¨®venes desinteresados entregan su tiempo y su entusiasmo a la tarea de ayudar a los dem¨¢s. Y es admirable que lo hagan, porque no hay espect¨¢culo m¨¢s hermoso que el de la generosidad. Pero me pregunto si es bastante, y si de verdad estamos comprometidos con la resoluci¨®n de estos graves problemas, pues basta que un hombre sufra sin recibir la ayuda de nadie para que la humanidad entera, y toda nuestra feliz y autosatisfecha cultura democr¨¢tica, quede bajo sospecha.
No creo por eso que baste la bondad. Aun m¨¢s, asistir a alguien que sufre nos obliga a preguntarnos por la raz¨®n de ese sufrimiento, y si podemos evitar que otros sigan la misma suerte. Esas preguntas no han desaparecido del mundo que conocemos. Son preguntas que nos hacen mirar m¨¢s all¨¢ de nuestra autosatisfacci¨®n y preguntarnos por el sentido mismo de nuestro paso por este valle de l¨¢grimas que tantas veces es la vida del hombre. ?Por qu¨¦ tenemos que morir, por qu¨¦ existe el dolor, la desigualdad, por qu¨¦ hay ni?os que nacen deformes, enfermedades terribles que llevan la desgracia a familias enteras, por qu¨¦ algunos hombres y mujeres caen en el feroz territorio de la locura, y por qu¨¦ mientras unos pa¨ªses nadan en la abundancia otros viven en la indignidad y la miseria m¨¢s absoluta? La naturaleza no es justa, y bien podemos decir que, antes que de la existencia de Dios, por todos los sitios parecen encontrarse pruebas de lo contrario. El sida se extiende como un demonio por ?frica, donde mueren millones de indigentes, y los terremotos y huracanes devastan sobre todo las tierras y las posesiones de los m¨¢s desfavorecidos. La naturaleza, que nos impone enfermedades y miseria, es indiferente y cruel, pero lo que nos define como hombres es el deseo de corregir sus excesos. Es decir, el sue?o de la justicia. Bien mirado, ¨¦se era el antiguo y verdadero sentido de la caridad. Que antes que nada implicaba el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro. No s¨®lo por un deseo de justicia, sino de autorrealizaci¨®n personal. Es un principio que se repite hasta la saciedad en el Nuevo Testamento, y en los cuentos populares, y remite a esa antigua idea, que vemos aparecer, como ha visto John Berger, por ejemplo en la obra de Charles Dickens o en la pintura de Ribera, de que los pobres y desprovistos de poder saben cosas de la vida que los pudientes y poderosos ignoran. Hoy, sin embargo, asistimos a la aparici¨®n de un nuevo tipo de pobreza, que nada tiene que ver con la escasez generalizada. Vivimos por primera vez en un mundo con un ritmo productivo que permitir¨ªa subsistir a todos los seres humanos. La pobreza actual est¨¢ conectada con las divisiones econ¨®micas y no con la carencia. Hoy d¨ªa domina un falso discurso de progreso neoliberal, cuando la ¨²nica verdad es que un 85% de la poblaci¨®n mundial es cada d¨ªa m¨¢s pobre a costa de ese 15% que acumula descomunales fortunas.
No deja de ser extra?o que ese mismo mundo, y los poderosos que defienden la pervivencia de tal reparto, permitan sin problemas la existencia de organizaciones humanitarias. No s¨®lo lo permitan, sino que celebren su existencia como si hubieran sido su mejor invenci¨®n. ?No es sospechoso que sea as¨ª? A¨²n m¨¢s, ?no deber¨ªa hacernos reflexionar sobre las razones que les mueven a esa conformidad? ?Seguimos acaso llevando paquetes de garbanzos, los domingos por la ma?ana, a la cuesta de la Maruquesa? De hecho, si todas estas organizaciones son tan necesarias es porque algo falla en la organizaci¨®n de la sociedad, en la justicia de los hombres, y preguntarse por qu¨¦ es reivindicar un mundo donde la libertad no tenga que estar re?ida con la solidaridad. Era eso lo que quer¨ªa decir la ni?a de mi recuerdo infantil con su gesto de tirar los garbanzos. 'No sabes lo que es vivir aqu¨ª'. No es cierto que la reflexi¨®n pol¨ªtica no tenga nada que ver con esto. Es m¨¢s, creo que hoy d¨ªa es m¨¢s necesaria que nunca, pues nos ense?a a ponernos en lugar de los otros. A ser conscientes de su sufrimiento y sus carencias, pero tambi¨¦n a recoger de sus manos el don de la alteridad. Ya que todo lo que somos lo tenemos que recibir de otras manos.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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