Cincuenta a?os en la estela de Wittgenstein
Hay libros en los que uno se siente como en casa. La sensaci¨®n no tiene que ver fundamentalmente con el acuerdo perfecto o la coincidencia absoluta con lo que en ellos se sostiene, sino con un elemento al mismo tiempo m¨¢s general y m¨¢s concreto. Lo general suele ser algo parecido al tono, el enfoque o la perspectiva de los que se provee el autor para adentrarse en el territorio te¨®rico propuesto. Lo concreto, los problemas escogidos, los argumentos desarrollados o los autores convocados a modo de interlocutores complementarios en el imaginario di¨¢logo con el lector. Probablemente no baste con una sola de las partes para alcanzar el efecto se?alado: hace falta una combinaci¨®n de ambas, una extra?a, secreta y en buena medida azarosa articulaci¨®n de las mismas para que se termine generando esa c¨¢lida atm¨®sfera de familiaridad en la que la traves¨ªa de las p¨¢ginas no requiere prop¨®sito o voluntad alguna, sino que constituye un gesto espont¨¢neo, inevitable y natural, como la respiraci¨®n o la mirada.
Con los textos de Wittgenstein, a menudo se tiene esa sensaci¨®n. Una sensaci¨®n que el paso del tiempo no ha hecho sino incrementar. Ma?ana se cumplen cincuenta a?os de su muerte. Que Wittgenstein es uno de los fil¨®sofos m¨¢s importantes del siglo XX -si no el que m¨¢s- ni siquiera constituye hoy objeto de discusi¨®n en ninguna parte. Pero esta pr¨¢ctica unanimidad en la valoraci¨®n no debiera movernos a enga?o. Exagerando un poco, podr¨ªa decirse que una unanimidad de signo contrario -esto es, que ignoraba casi por completo su aportaci¨®n- era moneda corriente hace medio siglo. Bastar¨ªa recordar el escandaloso olvido de sus propuestas por parte de fil¨®sofos que ten¨ªan desde nuestra perspectiva actual poca excusa para hacerlo, como Stegm¨¹ller o Ayer. El contraste es demasiado vivo como para echarlo en saco roto, pero habr¨ªa que ser cuidadoso a la hora de extraer ense?anzas del mismo.
Tal vez una clave para entender el creciente protagonismo que ha ido adquiriendo la figura de Wittgenstein la podamos encontrar en las ¨²ltimas palabras que pronunci¨® antes de morir y que ya se han convertido en legendarias. 'D¨ªgales a mis amigos que he vivido una vida maravillosa', pidi¨® a la persona que le cuidaba. Su vida, efectivamente, ha despertado el inter¨¦s de numerosos bi¨®grafos, que han ido encontrando en la peripecia de este autor una fuente inagotable de incitaciones y sugerencias. A diferencia del com¨²n de los fil¨®sofos -cuya existencia, como ha teorizado Agnes Heller, se acostumbra a caracterizar precisamente por la ausencia de aventuras u otros episodios personales dignos de ser narrados-, Wittgenstein vivi¨® su vida con una decidida intensidad, poni¨¦ndose en juego a cada poco, replanteando sin temor la totalidad de su propio proyecto cuando la situaci¨®n lo requer¨ªa, afrontando los retos que se le brindaban con un orgullo inocente y descarado.
Si a esto unimos el car¨¢cter a menudo fragmentario de sus escritos, la diversidad de cuestiones por las que se interes¨®, o los variados g¨¦neros literarios de los que se sirvi¨® (del tratado m¨¢s sistem¨¢tico al diario m¨¢s personal, pasando por los apuntes afor¨ªsticos), se comprende que el resultado sea una figura sumamente atractiva a los ojos de muchos. De tantos, que se hace dif¨ªcil encontrar hoy en d¨ªa un autor o una escuela filos¨®fica que, de una u otra forma, no se reclamen de alguna de sus afirmaciones: su tesis de que los juegos de lenguaje equivalen en ¨²ltima instancia a formas de vida ha interesado a los hermeneutas, que han visto en ella la posibilidad de establecer paralelismos con el mundo de la vida husserliano; sus referencias a la noci¨®n de lo m¨ªstico han atra¨ªdo a metaf¨ªsicos de variado pelaje, que han acariciado la idea de encontrar un actualizado aval para sus viejas y agrietadas construcciones, e incluso ha habido quien ha interpretado el c¨¦lebre dictum del Tractatus 'acerca de lo que no se puede hablar, lo mejor es callar' como un cuestionamiento de las potencialidades de la raz¨®n, cuestionamiento que en cierto modo estar¨ªa anunciando el programa de cr¨ªtica radical de aqu¨¦lla emprendido por la postmodernidad. Todo ello por no mencionar a quienes desde las filas de la propia tradici¨®n anal¨ªtica reivindican, aportando incuestionables t¨ªtulos te¨®ricos, el nombre de Wittgenstein como el de uno de los suyos.
?Reside en esta reivindicaci¨®n casi universal de su pensamiento la sensaci¨®n de familiaridad que coment¨¢bamos al principio? Como m¨ªnimo resulta dudoso. Tal vez fuera m¨¢s fecundo plantearse la hip¨®tesis de que la condici¨®n de fil¨®sofo por excelencia del siglo XX la haya adquirido Wittgenstein por su particular forma de ejercer el pensamiento, por su concreta manera de entender la tarea de filosofar. Una manera que, se suele se?alar desde una perspectiva acad¨¦mica erudita, inspira el giro de la filosof¨ªa anal¨ªtica hacia el lenguaje ordinario, pero que, si ampliamos el foco de nuestra atenci¨®n, podremos comprobar que implica una forma completamente distinta de entender el objeto de la filosof¨ªa en cuanto tal. Forma que bien pudiera resumirse as¨ª: la disposici¨®n te¨®rica por la que se atribuye un valor de conocimiento al lenguaje com¨²n con el que todos operamos normalmente resulta ampliable a esa otra instancia que, por analog¨ªa, podr¨ªamos denominar discurso ordinario.
Cabr¨ªa afirmar entonces, parafraseando a otro autor de esta misma corriente (John L. Austin), que nuestro com¨²n stock de ideas incluye todas las distinciones que a los hombres les han parecido dignas de establecer, as¨ª como las conexiones que les han parecido dignas de hacer en el curso de la vida de muchas generaciones. No se trata s¨®lo de un cambio de acento, sino de un reordenamiento te¨®rico de consecuencias extremadamente importantes. Porque ya no proceder¨¢ que el fil¨®sofo se siga aplicando a las tradicionales tareas de fundamentaci¨®n previa -o de cr¨ªtica a la falta de fundamentaci¨®n, que tanto da a estos efectos- de cualquier afirmaci¨®n, sino que lo procedente ser¨¢ que se ocupe en analizar la funci¨®n de todas esas ideas, valores o concepciones que sin duda compartimos.
Alguien podr¨ªa objetar que, soslayando el debate acerca de la fundamentaci¨®n, se esquiva el problema del origen de buena parte de lo compartido. Incluso ese mismo alguien podr¨ªa -rizando el rizo de su recelo- advertir que por semejante v¨ªa podr¨ªamos terminar encontr¨¢ndonos con la restauraci¨®n de nociones y categor¨ªas que, de presentar expl¨ªcitamente su ¨¢rbol geneal¨®gico, tender¨ªamos a rechazar. Tal vez s¨ª, pero no se alcanza a ver qu¨¦ tendr¨ªa eso de malo, si lo restaurado soporta bien la prueba de la cr¨ªtica. En realidad, ya no parece jugarse gran cosa en este orden de discusiones. Es el mecanismo mismo de la sospecha, inspirador de buena parte de los esquemas te¨®ricos dominantes a lo largo del siglo XX, el que parece haber saltado por los aires. Lo que importa, en suma, de un pensamiento es qu¨¦ horizonte discursivo abre o en qu¨¦ articulaci¨®n entra con nuestra experiencia, no de d¨®nde proviene o a qu¨¦ tipo de supuestos ¨²ltimos remite. El valor de una idea ha de medirse por los efectos -de todo tipo- que produce.
Acaso sean m¨¢s bien ¨¦stas las razones por las que, en algunos textos de Wittgenstein, uno se siente como en casa. Porque nos permiten liberarnos de la l¨®gica de los superyoes doctrinales, de las tutelas filos¨®ficas de cualquier signo -tutelas que en el pasado parec¨ªan doblar al pensamiento como su sombra ineludible-, y esa liberaci¨®n genera sus efectos espec¨ªficos. La cr¨ªtica wittgensteiniana a la expectativa de la fundamentaci¨®n del discurso habilita un espacio para la reconciliaci¨®n con todas aquellas ideas -por m¨¢s sospechosas que pudieran haber resultado en su momento- que acrediten su utilidad para la vida, por decirlo a la nietzscheana manera. Dicho espacio no dispone de una estructura previa ni de una arquitectura preestablecida, sino que posee la fluidez y la complejidad de nuestro propio vivir. Aquello que pensamos conforma una fr¨¢gil unidad, ca¨®tica y desdibujada. Pensamos diversas cosas, de muy distinto tipo y al mismo tiempo. Liber¨¢ndonos de las tutelas, nos liberamos simult¨¢neamente de una objeci¨®n. Ha perdido gran parte de su sentido el viejo reproche de eclecticismo. Probablemente, el eclecticismo sea hoy lo m¨¢s parecido al mestizaje en materia de pensamiento.
Acaso el conjunto de lo anterior se deje condensar en una sola afirmaci¨®n: Wittgenstein puso las condiciones para una nueva mirada, tanto sobre el mundo como sobre el pensamiento mismo. ?se era, a fin de cuentas, uno de los consejos que gustaba de repetir a sus alumnos: 'No pienses, mira'. Lo que equival¨ªa a decir: pon los medios para que lo real muestre toda su riqueza, te regale todos sus tesoros. Recuerda los momentos en los que tu convencimiento de que aquella situaci¨®n carec¨ªa de todo sentido fue lo que te permiti¨® vivirla libre, intensamente, y aprende de la experiencia. Ten el m¨ªnimo de ideas previas y, sobre todo, procura no ponerlas por delante de lo que haya que pensar, como carreta delante de bueyes. En definitiva, no hagas caso de la vieja m¨¢xima. Atr¨¦vete a ignorar. ?nicamente as¨ª terminar¨¢s por saber.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona.
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