La responsabilidad de los poetas
Mucho se ha escrito sobre la responsabilidad de los cient¨ªficos. En un mundo en el que las aplicaciones de la ciencia pueden modificar la vida de las gentes como nunca antes en la historia de la humanidad, parece natural interesarse sobre las motivaciones y la conducta de quienes ponen en nuestras manos instrumentos de enorme potencia. Destructiva, como las armas at¨®micas, o constructiva, como los f¨¢rmacos, por poner alg¨²n ejemplo. Es verdad que las aplicaciones m¨¢s da?inas de la ciencia no son posibles sin la financiaci¨®n y la autorizaci¨®n de otros, y su uso depende de decisiones que toman tambi¨¦n otros, de forma que los pol¨ªticos que impulsan la investigaci¨®n sobre armas mort¨ªferas, y los ciudadanos que los eligen y respaldan semejantes pol¨ªticas, tienen tambi¨¦n su parte de responsabilidad en los da?os causados. Pero tambi¨¦n es verdad que los cient¨ªficos que usan su ingenio y sus conocimientos para fabricar tales armas tienen una responsabilidad especial que todo el mundo reconoce. Empezando por ellos mismos, como demuestra la abundante literatura al respecto, las asociaciones de cient¨ªficos preocupados por el uso y abuso de su propio trabajo, o los pronunciamientos p¨²blicos de algunos de los m¨¢s eminentes, como los de Einstein u Oppenheimer sobre el armamento at¨®mico.
Pero se habla mucho menos de la responsabilidad de quienes forjan mentalidades que consideran leg¨ªtimo el exterminio o el hostigamiento de supuestos enemigos por razones hist¨®ricas, pol¨ªticas, ¨¦tnicas o religiosas. Mentalidades capaces de desencadenar matanzas y persecuciones, utilizando artilugios sofisticados o instrumentos de matar elementales. Uno de los ingredientes b¨¢sicos en la configuraci¨®n de esas mentalidades es el mito, la existencia de supuestos hechos pasados que justifican la conducta actual. El mito puede ser fundacional, propio de los textos sagrados, en los que la deidad se?ala a un pueblo como elegido y en posesi¨®n de derechos y privilegios que no poseen otros menos afortunados en su relaci¨®n con el Todopoderoso. Guerras, libros, lugares y fechas son calificados de sagrados y no es dif¨ªcil que algunos miembros de la colectividad sientan que las mayores atrocidades son la consecuencia inevitable del mandato divino, impl¨ªcito en los textos o expresado a trav¨¦s de los profetas. Algunos ejemplos de los estragos que puede causar este tipo de mitos est¨¢n dolorosamente presentes todos los d¨ªas en el Oriente Pr¨®ximo.
Otros se configuran como el relato de un pasado glorioso en el que reinaba la felicidad, la prosperidad y la libertad hasta que otros, los enemigos que vinieron 'de fuera' y los traidores 'de dentro', consiguieron imponerse con malas artes y acabar con la arcadia reinante. Con frecuencia, las leyendas sobre el pasado tienen, adem¨¢s, una componente de dominio sobre pueblos y territorios hoy extranjeros, arrebatados tambi¨¦n de forma ileg¨ªtima, que demuestran la grandeza de un pasado que hay que recuperar. Todo ello produce la creencia en derechos previos a todo orden pol¨ªtico, el odio a los otros, la a?oranza por un estado de cosas que nunca existi¨®, el resentimiento que busca el castigo de los considerados culpables y la justificaci¨®n de los mayores dislates para contrarrestar los supuestos agravios hist¨®ricos. No siempre el mito, especialmente el mito nacionalista, genera una actitud violenta en quien lo comparte, pero su prevalencia encaja a veces con dificultad en las reglas de las sociedades laicas, al¨¦rgicas a todo lo que no se exprese como derechos y deberes entre iguales y libres de limitaciones derivadas de los or¨ªgenes, sean ¨¦stos cuales sean.
Pero los mitos no han surgido por generaci¨®n espont¨¢nea. Han sido creados a lo largo de la historia y son recreados continuamente por personas; los 'poetas' a los que me refiero en el t¨ªtulo de este art¨ªculo, aunque no son s¨®lo poetas en sentido estricto, como es evidente, ni la mayor¨ªa de los poetas se dedican a tales menesteres, como la mayor¨ªa de los cient¨ªficos no se dedica a fabricar armas de destrucci¨®n masiva. Pero no hay duda de que ciertos poemas, leyendas, relatos novelescos y ensayos hist¨®ricos, pol¨ªticos o filos¨®ficos contribuyen a la aparici¨®n de actitudes agresivas hacia quienes se se?ala como responsables de los supuestos agravios, normalmente los que son diferentes por lengua, raza, religi¨®n o cultura. Y creo que alguna vez deber¨ªa hablarse de la responsabilidad que contraen los creadores de esta clase de sue?os, un veneno capaz de anestesiar los m¨¢s elementales sentimientos de justicia o compasi¨®n con el extra?o.
En Espa?a, las fantas¨ªas de los nacionalismos perif¨¦ricos son un ejemplo de los sentimientos que puede generar una tal visi¨®n del mundo; con su corolario, en el caso del nacionalismo radical, de odio a 'los de fuera' y de insensibilidad ante las penalidades que se causa a quienes no participan de ella. Y son patentes los estragos que la difusi¨®n de este tipo de relatos en la escuela y la familia causan en una parte importante de los j¨®venes vascos. Estas consideraciones no cuestionan el derecho a proponer y conseguir formas de organizaci¨®n pol¨ªtica distinta, por ejemplo el autogobierno de determinadas comunidades. Lo que se cuestiona es la necesidad de justificar esas aspiraciones en mitos que siembran el rencor hacia otras comunidades y la tendencia a utilizar cualquier medio con tal de atemorizar o expulsar a quienes ponen en cuesti¨®n los fundamentos m¨ªticos y las consecuencias que de ellos quieren derivarse.
Tambi¨¦n el nacionalismo espa?ol responde a una visi¨®n deformada de la historia. Durante el franquismo, la actitud patriotera y el edulcoramiento del pasado eran tan zafios y tan risibles que muchas personas de mi generaci¨®n desarrollamos un rechazo instintivo a las manifestaciones del nacionalismo espa?ol y a cualquier invocaci¨®n al 'esp¨ªritu nacional'. Lo ve¨ªamos, sobre todo, como una castiza muestra de atraso cultural y de provincianismo. El franquismo supuso, as¨ª, una especie de vacuna contra los delirios nacionalistas, que facilit¨®, entre otras cosas, el cambio en la ense?anza de la historia en las escuelas espa?olas. La comparaci¨®n de los libros escolares que yo estudi¨¦ y los que estudiaron mis hijos, ya en la democracia, me mostr¨® que era posible intentar una ense?anza que no indujera al odio al extranjero, que describiera los hechos del pasado con cierta objetividad y que contribuyera a educar en la comprensi¨®n y el respeto a los otros.
Desgraciadamente, este fen¨®meno coincidi¨® con una tendencia contraria en las comunidades hist¨®ricas primero y en todas las comunidades aut¨®nomas despu¨¦s. Al haber reprimido el franquismo las manifestaciones culturales diferenciales, ¨¦stas se beneficiaron de un plus de legitimidad que el nacionalismo espa?ol afortunadamente hab¨ªa perdido. No se produjo ese disgusto ante la reivindicaci¨®n localista, sino todo lo contrario. Ahora parece detectarse tambi¨¦n el renacimiento de un nacionalismo espa?ol que parec¨ªa superado, pero puede que s¨®lo estuviera dormido. Quiz¨¢ a quienes no se sintieron antifranquistas la casposa ret¨®rica de aquellos tiempos no les sirvi¨® como ant¨ªdoto y vuelven sin complejos a defender una historia falseada y a menospreciar todo cuanto no cuadre con ella. El debate sobre el pasado del idioma espa?ol, del que no se puede negar que fue impuesto por la fuerza a pueblos que no lo hablaban, puede ser un s¨ªntoma entre otros. Ser¨ªa verdaderamente lamentable que se produjera un retroceso cuando apenas est¨¢bamos iniciando el camino hacia una sociedad laica y civilizada.
Pero el fen¨®meno es universal. En pr¨¢cticamente todos los pa¨ªses se reivindican pasados imperiales de deslumbrante esplendor echados a perder por la acci¨®n de otros que, por codicia o maldad, han malogrado la virtud de sus naturales, los han oprimido y explotado. Y se estimula un patrioterismo miope lleno de arrogancia, cuando no de violencia con 'el otro'. Su extensi¨®n, su pervivencia y la facilidad con que arraiga en la mentalidad de las gentes parece indicar que responde a alguna raz¨®n profunda. Quiz¨¢ sea la expresi¨®n residual de instintos muy primarios, surgidos en el proceso evolutivo, de defensa del propio clan frente a otros, en una lucha por la supervivencia que exig¨ªa cohesi¨®n interna y enfrentamiento con otros grupos competidores. Sea como fuere, la civilizaci¨®n es un combate permanente contra las tendencias instintivas y su sustituci¨®n por otras reglas de juego derivadas del acuerdo y el reconocimiento mutuo, un esfuerzo por someter las creencias del pasado a un an¨¢lisis cr¨ªtico y liberarse de sus ataduras. Los llamados valores de la Ilustraci¨®n son, tal y como yo los entiendo, la apuesta por una forma de organizaci¨®n social que supere los impulsos y las desigualdades 'naturales', anteponiendo la raz¨®n y la b¨²squeda de consensos a cualesquiera otra forma de resolver conflictos.
Lo cierto es que quienes estimulan las tendencias m¨¢s at¨¢vicas de los pueblos con sus relatos o sus historias inventadas, en lugar de combatirlos en nombre de valores m¨¢s universales, est¨¢n fabricando armas del esp¨ªritu muchas veces m¨¢s mort¨ªferas y de efectos m¨¢s persistentes que las materiales.
Cayetano L¨®pez es catedr¨¢tico de F¨ªsica de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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