Un exuberante toreo de sal¨®n
Enrique Ponce se emborrach¨® de torear, como sol¨ªa decir el poeta en similares casos. No la cogi¨® de an¨ªs ni nada; era una embriaguez art¨ªstica, y en muchos pasajes de su primera faena, de torer¨ªa tambi¨¦n.
Es decir, que bordaba Enrique Ponce su toreo de sal¨®n, y entre croch¨¦s y filtir¨¦s hac¨ªa una aut¨¦ntica recreaci¨®n del arte. Estaba tan fundido e identificado con el toro, que a la faena no le ve¨ªa el fin. El toro tampoco ve¨ªa el fin a su instinto embestidor; un instinto que se hubiese podido parangonar con la voluntad humana si no fuera porque el ser humano no posee esa bondad infinita, a salvo v¨ªrgenes, m¨¢rtires y hermanitas de la Caridad.
El toro era corresponsable de la recreaci¨®n art¨ªstica. Mitad y mitad se podr¨ªa calcular sin miedo a incurrir en error. As¨ª cualquiera podr¨ªa aducir quien no presenci¨® la obra, y seguramente tendr¨ªa raz¨®n si no fuera porque hacerle el toreo bueno a un toro de bondad absoluta no est¨¢ a la altura de cualquiera. ?nicamente los que proceden de remotas galaxias tendr¨ªan tal opci¨®n. Sin embargo Enrique Ponce, por si acaso, realiz¨® exactamente aquello que convirti¨® en mitos a egregios representantes de galaxias remotas s¨®lo que aderez¨¢ndolo de un toque de perfecci¨®n. As¨ª, por ejemplo, la chicuelina a pie quieto y figura erguida, la dio no de trallazo sino imprimi¨¦ndola un giro de seda; as¨ª, al natural de imp¨¢vida ejecuci¨®n, le imprim¨ªa una templanza casi evanescente.
Cierto que Enrique Ponce incurri¨® en sus conocidas ventajas -lo de torear fuera cacho, lo del pico, lo de salir perneando al concluir el pase- pero poco en el transcurso de la dilatada faena. M¨¢s veces lo hizo con el quinto toro, que result¨® asimismo noble aunque sac¨® la vivacidad consecuente a la casta y, sobre pernear, lo tore¨® acelerado y piquista.
Con el toro de casta vivaz Enrique Ponce volv¨ªa a ser el torero vantajista de los ¨²ltimos a?os. Con el pastue?o infinito, alcanz¨® la grandeza del arte de torear. Claro que el toro no s¨®lo era pastue?o infinito, sino chico hasta el bochorno, abecerrado y sin fuerza, hasta el punto de que se le simul¨® la suerte de varas pues esa prueba capital de la lidia le qued¨® reducida a un leve picotazo. Un toro que s¨®lo acepta un picotazo no puede ser indultado, como ped¨ªa el p¨²blico por aclamaci¨®n (el diestro parec¨ªa darle la raz¨®n al prolongar reiteradamente la faena) y el presidente estuvo en su sitio al denegarlo. En lugar del indulto mand¨® un aviso porque ya estaba bien. Y luego premi¨® al toro-becerro de infinita boyant¨ªa con la vuelta al ruedo.
El p¨²blico estaba lanzado. En el Palacio Vistalegre, por ser plaza cubierta, voces y aplausos adquieren un estruendo inusitado, con lo cual no se sabe muy bien si los triunfos son tan clamorosos como parece.
En lo referente al p¨²blico, el Palacio Vistalegre es un misterio. Al empezar la corrida hab¨ªa apenas un cuarto de entrada y al terminar lo menos tres cuartos. Qu¨¦ hizo el p¨²blico entre medias, ¨¦l sabr¨¢; pero debi¨® parir, o no se explica.
Curiosamemnte, a medida que se llenaba el tendido crec¨ªa el entusiasmo. Miguel Abell¨¢n oy¨® ovaciones enormes en el trasncurso de sus voluntariosas faenas, sobre todo la segunda en la que tore¨® mucho y bien al natural y cobr¨® una excelente estocada. Curro V¨¢zquez no pudo desplegar su toreo de esencias con el cuarto toro, que se desplomaba, y al que abri¨® plaza le sac¨® espl¨¦ndidos derechazos mientras al engendrar un natural sufri¨® una aparatosa voltereta.
Por ese pit¨®n izquierdo avisaba el anovillado especimen, que hab¨ªa sido anunciado en la tablilla como "P. de Francia", ganader¨ªa desconocida de casi todo el mundo, si bien alguien aventur¨® que se trataba de los Juan Pedro de Francia. Mas no hay tal: Pe?a de Francia, se llama, y dio juego. No hasta el extremo de inspirar el toreo exuberante, de duendes y magnitudes gal¨¢cticas, pero si el de parar, templar y mandar. Y eso es lo que Curro V¨¢zquez le dio.
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