Urgencias
Hace unos d¨ªas mi hija tuvo un accidente de moto. Nada grave, por suerte. Un conductor se salt¨® un stop a las tres y media de la madrugada, choc¨® con la moto y mi hija vol¨® por los aires. De repente, esas fr¨ªas estad¨ªsticas que se repiten cada fin de semana sobre el n¨²mero de accidentes y de v¨ªctimas se encarnaban en alguien muy pr¨®ximo y, claro est¨¢, la frialdad se esfum¨® de golpe. La sensaci¨®n de desamparo que uno siente cuando suena el tel¨¦fono en medio de la noche para anunciar un accidente es absoluta. De repente, todo se viste de negro y uno se siente absolutamente fr¨¢gil, cien por cien vulnerable. El mundo se le cae encima y el trayecto hasta el hospital se hace interminable. Por el camino, numerosas preguntas rondan por la cabeza. ?Por qu¨¦ tuvo que salir esta noche? ?Por qu¨¦ iba en moto? ?Por qu¨¦ los fines de semana se convierten en una especie de ruleta rusa para muchos j¨®venes? ?Bebi¨® m¨¢s de la cuenta? ?Ser¨¢ m¨¢s grave de lo que nos han dicho en principio? Todo son inc¨®gnitas lanzadas al aire que pretenden in¨²tilmente reconstruir la realidad tal como era antes del accidente, detener el tiempo, suspender la tragedia para que todo vuelva a ser como antes.
El servicio de urgencias de los hospitales nada tiene que ver con los telefilmes: reina un silencio espeso en la sala de espera
Cuando uno llega por fin al departamento de urgencias de un hospital, se encuentra con un mundo que poco tiene que ver con lo que muestran las pel¨ªculas o las series televisivas. All¨ª reina una luz mortecina, un intenso olor a desinfectante y un silencio inc¨®modo que salta en pedazos cada vez que entra un nuevo paciente mientras un grupo de enfermeros y m¨¦dicos se desviven por atenderle. El escenario de urgencias un s¨¢bado por la noche es especialmente desolador: j¨®venes en coma et¨ªlico, intoxicados de pastillas, v¨ªctimas de ri?as y de accidentes de tr¨¢fico. Cejas partidas, ojos amoratados, heridas profundas, miradas perdidas, manchas aparatosas de sangre. 'Por desgracia, ¨¦ste es el pan nuestro de cada d¨ªa', suspira una enfermera. El fin de semana convertido en un extra?o ritual en el que se mezclan la juerga y el alcohol, la diversi¨®n y la violencia.
Las horas se hacen largas en un hospital, sobre todo en el turno de noche. La espera se eterniza, los resultados de los an¨¢lisis tardan en llegar, los m¨¦dicos examinan las radiograf¨ªas con el ce?o fruncido. Mientras, uno se siente sacudido por una especie de terremoto emocional y siente ganas de decir lo que siempre se ha dado por supuesto y nunca ha dicho. Miradas que quieren decirlo todo, gestos que transmiten amor y preocupaci¨®n, palabras de ¨¢nimo. En la sala de espera, a medida que pasan las horas, el silencio se hace m¨¢s y m¨¢s espeso. Cada grupo, una historia; cada grupo, una tragedia; cada grupo, una esperanza. La llegada de amigos y familiares da lugar a la en¨¦sima repetici¨®n de las circunstancias del accidente, a nuevas palabras de ¨¢nimo, al recuerdo de casos similares. Y mientras, contin¨²a la llegada de ambulancias que vomitan a j¨®venes con huesos rotos y heridas abiertas, la cara hinchada, la mirada perdida. En momentos como ¨¦ste, uno tiene la sensaci¨®n de que las salas de urgencias de los hospitales son algo as¨ª como el term¨®metro de una sociedad enferma, de una sociedad en decadencia que gusta de coquetear con el riesgo y con la muerte simplemente porque es fin de semana.
Al final, por suerte, todo termin¨® bien. Por lo menos en el caso de mi hija. El examen de los an¨¢lisis y las radiograf¨ªas despej¨® todos los temores y abri¨® paso al optimismo. M¨¢s all¨¢ quedaban las historias de familias destrozadas por una tragedia que hab¨ªa irrumpido en sus vidas sin previo aviso y que romp¨ªa todos los planes de futuro. Recuerdo a una mujer que, con el dedo destrozado, lamentaba sobre todo no poder cumplir con los invitados que esperaba aquel d¨ªa. Su herida quedaba en un segundo plano, lo terrible en su caso era la suspensi¨®n de una comida de domingo. Recuerdo tambi¨¦n a un joven atiborrado de alcohol que se pas¨® varias horas durmiendo la mona en una cama de urgencias; cuando se levant¨®, desorientado, escuch¨® con sorpresa las explicaciones de los enfermeros, murmur¨® azorado la palabra gracias y sali¨® a la calle en busca de la normalidad perdida.
Tras pasar m¨¢s de diez horas en urgencias, cuando por fin qued¨® claro que mi hija no ten¨ªa nada grave, nos marchamos a casa con el alivio de saber que dej¨¢bamos atr¨¢s un lugar en el que puedes sentir el aliento de la muerte. Volver a casa se convert¨ªa de repente en una expresi¨®n que cobraba todo su sentido. Mientras conduc¨ªa en medio de esta normalidad felizmente recuperada, son¨® en la radio una vieja canci¨®n de Cat Stevens, Father and son. Es una canci¨®n t¨ªpica de los a?os setenta, muy generacional. Habla del eterno conflicto entre padres e hijos, de un padre que le pide calma al hijo rebelde, que le ruega que no se precipite, que busque la felicidad sin prisas y sin correr riesgos. La voz del hijo, por el contrario, se alza para proclamar que no puede esperar, que la vida le quema en su interior, que necesita lanzarse a la carretera, correr todo tipo de riesgos. Padre e hijo, dos puntos de vista enfrentados. La calma y la prisa, las ganas de llevar una vida tranquila y las ansias de conocer todo lo nuevo.
Mientras escuchaba a Cat Stevens record¨¦ que no hace tanto tiempo me identificaba en esta canci¨®n con la voz del hijo, con la rebeld¨ªa, con las ganas de correr todos los riesgos, de lanzarme a vivir al m¨¢ximo. Ahora me doy cuenta de que con quien me toca identificarme es con el padre. Es la misma canci¨®n, pero los papeles han cambiado. Nuestra generaci¨®n convirti¨® la juventud en un valor en s¨ª mismo y se empe?¨® en crecer sin aceptar que ten¨ªa fecha de caducidad. Llega un momento, sin embargo, en que la vida te avisa de que las cosas han ido cambiando con el paso del tiempo y de que te toca meterte en el papel de padre. Aprendes, en definitiva, que la vida contin¨²a, pero que se han impuesto otras urgencias. Y que vale la pena que as¨ª sea.
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