Sensaci¨®n de la felicidad
Dec¨ªa Leonardo Sciascia que la felicidad es un instante; si uno la ve pasar es que ya existi¨®, no se queda, es un segundo animado de la existencia, nadie ve de nuevo la felicidad que pas¨®, es irrepetible. Entre todas las sensaciones de felicidad que uno puede recordar es la risa de un ni?o que a¨²n no habla y est¨¢ solo la que queda en la memoria como ese instante que uno s¨®lo sabe apreciar cuando ya ni es ni?o ni est¨¢ solo.
La felicidad es un gesto ajeno que a veces se apropia de nosotros, y ya es nuestra. Carmen Riera, la escritora mallorquina, se ha reencontrado con los poetas de los cincuenta y hall¨® que entre todos, a pesar de haber sido azotados por un pa¨ªs de tormentas ingratas, buscaron el camino de la felicidad, de la que eran partidarios, y la hallaron, aunque muy de noche. Entre todos esos poetas, no se conoce mejor risa, o al menos m¨¢s alta y m¨¢s notoria, que la de Carlos Barral en esas noches alt¨ªsimas y ya finales en las que cada d¨ªa desembocaba como el t¨¦rmino absoluto de una aventura que daba igual que siguiera o que acabara ah¨ª, precisamente. Manuel de Lope cuenta que en una de esas tardes prolongad¨ªsimas de Barral conoci¨® a Rosa Reg¨¤s, y siempre distingui¨® la memoria de ese instante por la risa de Rosa, un gesto que no ha sido mermado por el paso del tiempo. Fernando Savater, a quien la aventura vital de los ¨²ltimos a?os no le ha quitado la capacidad de risa, dec¨ªa ayer que ¨¦l es m¨¢s partidario de la alegr¨ªa que de la felicidad, porque para ser feliz hay que ser invulnerable, y esa alegr¨ªa invulnerable que es la felicidad se alcanza pocas veces, es un instante, como dec¨ªa su maestro italiano, el gran Sciascia.
Sciascia, por cierto, era un hombre que conoci¨® el dolor de su pa¨ªs, de las guerras y de la guerra de la mafia y el terrorismo, y su propio dolor, y quiz¨¢ eso le convirti¨® en un caballero espartano de la acreditada sobriedad siciliana: pocos d¨ªas antes de morir estaba emboscado en su cama blanca de un hospital de Mil¨¢n, luchando contra la muerte que ya estaba instalada en su mirada triste, ensimismada y gris. Al d¨ªa siguiente se impuso salir con sus amigos, a almorzar en el mediod¨ªa milan¨¦s, gris¨¢ceo y elegante. Sali¨® a la calle vestido con traje cruzado, con su leontina de plata y con un bast¨®n que hab¨ªan repujado ¨¦l y el tiempo. Cuando se encontr¨® con sus amigos esboz¨® esa sonrisa de felicidad que ya ser¨ªa, probablemente, la ¨²ltima vez que fue feliz.
Sensaci¨®n de la felicidad. Un d¨ªa cont¨® Joan Manuel Serrat c¨®mo hab¨ªa compuesto Mediterr¨¢neo, en la orilla del mar, viendo c¨®mo se iban mezclando la arena y las olas, y que fue esa felicidad interior de ver lo que pasaba lo que le inspir¨® el instante que luego ser¨ªa ya, para muchos, la felicidad sucesiva de escuchar esa hermosa canci¨®n que sigue sonando para decir que uno est¨¢ vivo. La felicidad es ver c¨®mo parten el pan en las casas ajenas, c¨®mo se sirve el agua, o c¨®mo suena el sacacorchos cuando uno est¨¢ sediento, pero de vino. Hace unos d¨ªas descubr¨ª en una vieja librer¨ªa de viejo una vieja edici¨®n, la ¨²nica, de un libro ya inencontrable, Cuaderno de godo, de Ignacio Aldecoa. Resultado de una excursi¨®n por las islas Canarias y dibujado por un Chumy Ch¨²mez l¨ªrico, el descubrimiento de este libro de Aldecoa transmite ahora, tantos a?os despu¨¦s, la sensaci¨®n de felicidad que debi¨® tener aquel Scott Fitzgerald espa?ol caminando entre los pe?ascos que ¨¦l adopt¨® para ser all¨ª tambi¨¦n adoptivo.
Pero durante a?os la imagen de la felicidad, esa sensaci¨®n ¨ªntima de la alegr¨ªa invulnerable de conocer gente, de admirarla o de quererla, me la transmiti¨® una imagen del cine y estaba en la pel¨ªcula Maccaroni, de Ettore Scola. Es una imagen prolongada del reencuentro, que a veces puede ser fatal pero que en ocasiones difunde un ¨¢nimo maravilloso e inolvidable. En esa pel¨ªcula, dos viejos amigos, un norteamericano y un italiano, se encuentran muchos a?os despu¨¦s de los episodios de la ¨²ltima guerra mundial. Cerca de la playa donde transcurre la pel¨ªcula los dos rememoran y son verdaderamente felices. Al final de la pel¨ªcula, el norteamericano, avejentado por el tiempo pero animado por la alegr¨ªa de la amistad, corre por la playa, alza en el aire los talones de sus zapatos y baila en el aire esa alegr¨ªa. El italiano era, era, Marcelo Mastroianni. El norteamericano era, tambi¨¦n era, Jack Lemmon.
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