'Guiris' en acci¨®n
El pastel¨®n de hermosura barroca genuina y brillante que es Valencia est¨¢ triunfando entre los for¨¢neos
Hay un lugar en la ciudad donde los turistas forman remolino; salen de sus autobuses de alta tecnolog¨ªa, llegados de qui¨¦n sabe qu¨¦ hotel o pensi¨®n, para disfrutar, al pisar la calle, el disparo calor¨ªfico de nuestros sagrados 35 grados a la sombra del mediod¨ªa. Pongamos la plaza de la Virgen y su prima hermana la de la Reina.
?Oh, nuestro castigado centro moz¨¢rabe y de reconquista! Epicentro internacional cuajado de espasmos apocal¨ªpticos ante la arrogante erecci¨®n del Micalet, en el que a¨²n se atisba su antigua funci¨®n de minarete, la humildad agricultora de La Seu o la rotundidad de la Llotja. Que se sepa, la ciudad de Valencia entr¨® en los circuitos de los tiburoneros paquetes tur¨ªsticos, no har¨¢ m¨¢s de un lustro. En su ruta perversa, por la A-7, hacia las hordas humanas y arquitect¨®nicas de Benidorm y otros destrozos mediterr¨¢neos se dan un ba?o ilustrado en la mediterr¨¢nea ciudad. Lo cierto es que el pastel¨®n de hermosura barroca genuina y brillante, contradictoria y golfa que es Valencia est¨¢ triunfando entre for¨¢neos, ya sean de Ourense o de Tokio. Una vez expeditas las autopistas de la costa, las gentes entran en el virtual y amurallado recinto para gozar de un trayecto impactante. Sin embargo hay que maliciarse que lo que realmente interesa a nuestros guiris es el paisanaje y no tanto el paisaje. Ya se sabe, el principal atractivo internacional de los centros hist¨®ricos donde los autobuses vomitan curiosos son los restos de la Espa?a de Merimm¨¦ o Gautier. Un parque tem¨¢tico nada virtual donde a¨²n puedes encontrar pedigue?os medievales en las ojivas de las parroquias, como en los tiempos de G¨®ngora y Quevedo. La alegr¨ªa de esas plazuelas bellas est¨¢ en el traj¨ªn de los ind¨ªgenas que van a lo suyo. Y ah¨ª tienes a una recua de orientales, acaso japoneses, malayos o chinos, que apremiados por su gu¨ªa van de monumento en monumento sin reparar en rigor en sus aristas barrocas o g¨®ticas. Muy al contrario, ellos miran al ras para escrutar los bares populares repletos de paisanos currantes que trasiegan ca?as y tapitas baratas. De manera que, los m¨¢s listos, se escaquean al m¨ªnimo descuido del jefe del charter, en el momento en que ¨¦ste les explica con todo lujo de t¨®picos detalles de d¨®nde vino el cop¨®n de la Bas¨ªlica, o quien esculpi¨® las sufridas y perversas g¨¢rgolas de la Llotja. Turistas, ansiosos y curiosos, hacen o¨ªdos sordos al gu¨ªa y se pierden en el jard¨ªn de los senderos que se bifurcan por las callejas humanas derruidas, apestosas a contenedor, de una ciudad que desaparece con tediosa lentitud bajo la bota inmisericorde de los intereses urban¨ªsticos. Con suerte, llegar¨¢ un momento en que a alg¨²n responsable de promoci¨®n tur¨ªstica de la Generalitat se le ocurra aparcar los autobuses en la Ermita de Vera, plena horta esquilmada o en los confines de la Patacona, cerca de la playa de Alboraia donde la UE sit¨²a un punto negro, o en las cuatro dunas que a¨²n quedan en El Saler. Es posible que los guiris, desciendan presurosos y hambrientos del pullman de dos pisos y aire artificial para degustar un arroz negro sin enterarse siquiera de lo negras que pintan las cosas para los habitantes o amantes del entorno ancestral.
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