Fuego
Giuseppe Arcimboldo fue un pintor manierista que amaba las excentricidades: le pertenecen esos retratos abigarrados donde cada rostro es una muchedumbre de frutas, de animales, de herramientas que parecen invitar al espectador a un perpetuo juego de adivinanzas. Produjo dos series famosas de cuadros que hoy andan desmembradas por los museos de Europa, la de las cuatro estaciones y la de los cuatro elementos. Contemplando la segunda, uno advierte que Arcimboldo ten¨ªa una opini¨®n ben¨¦vola de la naturaleza y del mundo: en su paleta cada elemento se muestra como un crisol de seres, como el germen ¨²ltimo del que brota la diversidad de los rostros y las especies. As¨ª, al menos, en los tres primeros; agua, tierra y aire son tres personajes de perfil que contienen en sus rasgos toda la voluptuosidad de sus faunas respectivas, familias inmensas de p¨¢jaros, cuadr¨²pedos y peces reunidos para prestar identidad a un individuo que carece de fisonom¨ªa. El fuego es distinto: s¨®lo en su retrato aparecen los minerales, el pedernal, la mecha, la l¨¢mpara, el arma de fuego. En la cuarta obra de la serie, no existe vida; contemplamos un museo de objetos est¨¢ticos, ¨¢speros, donde la naturaleza ha recurrido a la m¨¢s extrema de sus m¨¢scaras. Tradicionalmente, el fuego ha contado con un respeto y una aversi¨®n que nunca consiguieron sus hermanos en los cat¨¢logos de la f¨ªsica aristot¨¦lica. Los bestiarios ense?an que las ¨²nicas criaturas que pueden vivir entre las llamas son el ave f¨¦nix, que renace de sus cenizas, y la misteriosa salamandra, que gusta de corretear entre las brasas de las hogueras. El fuego se revela como la m¨¢s salvaje, rabiosa y fatal de las formas de la materia; los dragones, monstruos por antonomasia, escupen chorros flam¨ªgeros para proteger sus tesoros, y el infierno es un lugar bajo la tierra donde los condenados arden sin cesar. Incluso Dios prefiere el fuego entre todos los instrumentos que tiene a mano para manifestarse: se aparece a Mois¨¦s en forma de zarza quemada.
Todav¨ªa hoy, en esta civilizaci¨®n que ha cambiado la le?a por el gas natural y p¨¢bilos por bombillas, contemplar la hoguera llena a los hombres de una turbia fascinaci¨®n. Seguramente se despiertan en nosotros milenios de miradas estupefactas, noche tras noche, en estepas y desiertos en que s¨®lo el fuego pod¨ªa arrebatar a los hombres del fr¨ªo o los dientes de los depredadores. Es el m¨¢s terrible de los elementos, cierto, pero tambi¨¦n el m¨¢s generoso: quiz¨¢ su magnetismo provenga del hecho de que puede dar la vida a la vez que la quita, de que puede proveer el sustento y la aniquilaci¨®n con la ¨²nica diferencia de leves matices de grado. No se puede odiar el fuego como no pueden odiarse las espadas, los perros de pelea, el cuentakil¨®metros del coche: el mal no est¨¢ en la herramienta sino en la mano que se sirve de ella, en el m¨²sculo del dedo y no en el gatillo que cede bajo su presi¨®n. Quiero creer que esos criminales que se dedican a quemar bosques en Andaluc¨ªa y fuera de ella son enamorados tristes, mentes deslumbradas, corazones que dedican homenajes suicidas a ese avatar del destino en el que se confunden el futuro y la nada; es la ¨²nica explicaci¨®n que puedo hallar a tanta estupidez, tanta miseria.
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