LA QUINTA JULIETA
Una casa de veraneo bien conocida por Ram¨®n J. Sender inspir¨® una parte de 'Cr¨®nica del alba'
Hace algunas semanas que el viajero volvi¨® de la Quinta Julieta. Todos los datos, los papeles y los recuerdos est¨¢n ahora sobre su mesa. Este cap¨ªtulo del viaje ya est¨¢ completamente escrito, pese a las apariencias. Al viajero le deslumbra el sentido que cree advertir en la historia. Nunca crey¨®, como el joven Michel Leiris y sus inductores po¨¦ticos, que fuese posible detectar las ideas mediante el choque de dos o m¨¢s palabras. Pero no duda de que as¨ª sucede con el choque de los hechos.
Jos¨¦ Carlos Mainer hab¨ªa abierto el camino, en el pr¨®logo a Cr¨®nica del alba. La novela de Ram¨®n J. Sender est¨¢ escrita en nueve libros, o partes, y uno de ellos se llama La Quinta Julieta. En el pr¨®logo, Mainer daba por hecho que el escritor aragon¨¦s se hab¨ªa inspirado en una casa de veraneo -una quinta-, que lleg¨® a conocer bien.
El viajero apareci¨® por all¨ª un atardecer. La Quinta queda al borde del Canal Imperial de Zaragoza, en una de las salidas de la ciudad, y los personajes de Sender sol¨ªan llegar a la casa en una embarcaci¨®n blanca, en forma de cisne, conducidos por un caballo blanco que tiraba de ellos desde la verde ribera, es decir, mediante una sirga lenta y majestuosa. ?l lleg¨® en un taxi que apestaba predominantemente a tabaco.
- H¨¢game un recibo.
- Le recuerdo que tiene usted la obligaci¨®n de demandarlo al inicio del recorrido.
Sobre un muro de ladrillo, alguien hab¨ªa grabado 'La Quinta Julieta'. Una verja de hierro imped¨ªa el paso. El viajero llam¨® al interfono y dio unas explicaciones magn¨ªficas sobre un hombre que buscaba una casa que hab¨ªa visto en una novela. La verja se abri¨®, al tiempo que un sendero entre los ¨¢rboles. Anduvo unos 200 metros hasta que dos monjas le recibieron frente a una edificaci¨®n muy extra?a, pero no sin estilo, donde se alzaba un enorme Jes¨²s dise?ado con la est¨¦tica del Jesuchrist Superstar, aquella ¨®pera de su inigualada juventud.
-Perdonen, pero creo que no es la casa que busco.
-No, claro que no, ¨¦sta es la casa de los ejercicios. Usted busca la ruina. Venga conmigo.
Hab¨ªa le¨ªdo en Sender todas estas palabras: macizos verdes, amarillos, arcos de rosales trepadores. Flores, estanques y cisnes. Glorietas, madreselvas, c¨¦sped, cenadores. Y all¨ª estaban todav¨ªa la mayor¨ªa de aquellas palabras, mucho menos fr¨¢giles que las cosas. Hac¨ªa miles de a?os que nadie cenaba bajo las lilas, pero la monja anunciaba imperturbable.
-Mire: el cenador.
Al margen de aquel detalle, la visi¨®n de las ruinas de la Quinta caus¨® escasa conmoci¨®n en el viajero. Sab¨ªa a lo que iba y en estas circunstancias, a las que con frecuencia le obligaba su oficio, siempre depositaba sobre cualquier capitel truncado, como un p¨¦same, la ¨²ltima invocaci¨®n del neocl¨¢sico a la altiva Roma ca¨ªda -'ni tu ruina cabe en el olvido'-, e intentaba que ni la p¨¦rgola ni el tenis le nublaran la vista. A pesar de sus precauciones, sin embargo, sucedi¨® algo que no esperaba.
- Venga, acomp¨¢?eme hasta el final del jard¨ªn, que ver¨¢ la obra.
La monja, enteramente vestida de blanco, iba apartando la maleza con la tajante veteran¨ªa del que combate desde hace mucho la impiedad. El viajero no sab¨ªa muy bien ad¨®nde iba, ni a qu¨¦ obra, aunque estaba convencido de que ser¨ªa buena. Un muro cerraba el jard¨ªn. La monja hab¨ªa llegado primero y estaba extendiendo el brazo al frente.
- Ah¨ª la tiene.
El viajero observ¨® lo que ven¨ªa al final del brazo: un enorme fen¨®meno ininteligible de hormig¨®n, acero y encofrados, tierras removidas y un pelot¨®n de excavadoras.
- El AVE y el cintur¨®n pasar¨¢n por aqu¨ª.
El viajero retrocedi¨®. Iba preparado para asumir el final inexorable de la Quinta tras una lenta decadencia. Incluso, mientras dur¨® el paseo por el jard¨ªn, se hab¨ªa ido acostumbrando golosamente a la idea de que la casa -que ten¨ªa el aire de una quinta de recreo en el sentido m¨¢s adulto y libertino de la palabra- acabara, bien ventilada, en manos de Dios. Pero no hab¨ªa previsto la brusca irrupci¨®n de un tren entre los cenadores y por un momento anduvo desconcertado hasta que la bella violencia futurista de esa visi¨®n, si bien no logr¨® erguirle por completo, s¨ª le permiti¨® salir de la Quinta rehecho, como un hombre de su tiempo y no como un alfe?ique moh¨ªno.
Sobre la mesa aguardan el choque dos ¨²ltimos hechos. Se produjeron sucesivamente. Una tarde, ya en su ciudad, el viajero reley¨® el pr¨®logo de Mainer y observ¨® algo que se le escap¨® o que hab¨ªa olvidado: la Quinta fue albergue de gitanos. Hizo un par de llamadas y le explicaron la historia del primer alcalde socialista, Ram¨®n Sainz de Varanda, un hombre gestual y polif¨®nico, que quiso agrupar en una parte de los terrenos de la Quinta a todos los gitanos de Zaragoza, construy¨¦ndoles m¨®dulos de casas prefabricadas. El asunto termin¨® pronto y mal por muchas razones: baste saber que los gitanos no se avinieron al m¨®dulo.
Cuando colg¨®, al viajero le vino a la cabeza el cisne blanco montado por ni?os morenos. Puro color. No siempre se piensa con palabras. Volvi¨® al libro de Sender. Nunca hab¨ªa podido acabar Cr¨®nica del alba. Pero ahora era obligatorio leer su libro tercero. En la p¨¢gina 325, Juan, el pistolero, solt¨® a re¨ªr y dijo:
- Es una casa de campo. Un d¨ªa todo el mundo vivir¨¢ en casas como aqu¨¦llas y en jardines como ¨¦stos. Pero antes tiene que llover mucho. Much¨ªsimo tiene que llover.
Ni la belleza ni la justicia.
Del sue?o s¨®lo se ha cumplido la lluvia.
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