Los otros 11 de septiembre
Hace 28 a?os que el martes 11 de septiembre ha sido para m¨ª y para millones de otros seres humanos una fecha de duelo; ese d¨ªa en 1973 cuando Chile perdi¨® su democracia en un golpe militar, aquel d¨ªa en que la muerte entr¨® de una manera irrevocable en nuestra vida y la alter¨® para siempre.
Y ahora, casi tres d¨¦cadas m¨¢s tarde, los dioses malignos del azar hist¨®rico han querido imponerle a otro pa¨ªs esa fecha triste, de nuevo un martes, de nuevo un 11 de septiembre de la muerte.
Las diferencias que separan la fecha chilena de la estadounidense no podr¨ªan ser, por cierto, mayores. El estremecedor ataque terrorista contra el pa¨ªs m¨¢s poderoso de la Tierra tiene y tendr¨¢ consecuencias para toda la humanidad. Es posible que constituya, como lo ha proclamado Bush, el comienzo de una nueva guerra mundial, y es probable que sea se?alado en los manuales del futuro como el d¨ªa en que la historia del planeta cambi¨® de rumbo.
Y, sin embargo, desde que, transfigurado, presenci¨¦ en la pantalla de nuestra televisi¨®n ac¨¢, en Carolina del Norte, aquel segundo avi¨®n impactando, con su fuego y su furia calculada, en la Torre Sur del World Trade Center, me ronda la necesidad de entender, de extraer el sentido oculto de esta yuxtaposici¨®n de los dos 11, que, para m¨ª, se vuelve a¨²n m¨¢s enigm¨¢tica al tratarse de la violaci¨®n de las dos ciudades fundamentales de mi existencia: Nueva York, que me dio refugio y alegr¨ªa durante 10 a?os de infancia, y Santiago, que protegi¨® mi adolescencia y me hizo adulto; las dos ciudades que me dieron mis dos idiomas. Ha sido, entonces, con lentitud, sobreponi¨¦ndome al choque emocional, haciendo un esfuerzo por no contaminarme con la foto del hombre que cae verticalmente desde ese edificio, deseando no pensar en aquellos pasajeros del avi¨®n que saben que habr¨¢n de morir matando a sus propios compatriotas, en medio de llamadas telef¨®nicas que nadie responde para averiguar c¨®mo est¨¢n tantos amigos y amigas que viven y trabajan en Manhattan, me he ido dando cuenta en forma gradual de que hay algo horriblemente familiar, hasta reconocible, en la experiencia por la que est¨¢n pasando los norteamericanos. La similaridad que evoco va m¨¢s all¨¢ de una comparaci¨®n f¨¢cil y superficial; por ejemplo, que, tanto en Chile como en Estados Unidos, el terror descendi¨® desde el cielo para destruir s¨ªmbolos de la identidad nacional. Lo que reconozco en forma m¨¢s profunda es un sufrimiento paralelo, un dolor parecido, una desorientaci¨®n semejante que se hace eco de lo que nosotros vivimos a partir de ese 11 de septiembre de 1973. Su encarnaci¨®n m¨¢s ins¨®lita se encuentra, quiz¨¢s, all¨¢ en la pantalla -me cuesta creer que sea posible-, que muestra a centenares de familiares deambulando por las calles de Nueva York con las fotos de hijos, padres, esposas, amantes, pidiendo informaci¨®n sobre su paradero, si est¨¢n vivos o est¨¢n muertos, Estados Unidos entero asomado a la muerte en vida que significa la desparici¨®n, sin certeza ni sepultura, del hombre, de la mujer que amamos. Y reconozco tambi¨¦n la sensaci¨®n de irrealidad que acompa?a los grandes desastres causados por la maldad humana, tan diferente de la angustia que crean las cat¨¢strofes naturales. Una y otra vez escucho frases que me recuerdan lo que personas como yo pens¨¢bamos durante el golpe militar y los d¨ªas que lo siguieron: 'Esto no puede estar ocurri¨¦ndonos. Esto tiene que ser una pesadilla, tiene que ser una pesadilla, pero sigue y sigue y no podemos despertar. Este tipo de violencia extrema le sucede a otra gente, esta violencia sucede en las pel¨ªculas y los libros y las im¨¢genes fotogr¨¢ficas ajenas, no puede ser que ahora haya descendido sobre nosotros'. Y palabras que se repiten inagotablemente: 'Hemos perdido la inocencia. El mundo nunca ser¨¢ el mismo'.
Lo que ha concluido, entonces, es el famoso excepcionalismo norteamericano, aquella actitud que ha permitido a los ciudadanos de este pa¨ªs imaginarse a s¨ª mismos como m¨¢s all¨¢ de los males que plagan a los otros pueblos, menos afortunados, de este planeta. Ninguna de las grandes batallas del siglo XX se hab¨ªa llevado a cabo en el suelo continental norteamericano; hasta el ataque a Pearl Harbor, que es el D¨ªa de la Infamia al que los comentaristas hacen constante alusi¨®n, acaeci¨® a miles de millas de distancia. Esa invulnerabilidad ha sido fracturada para siempre jam¨¢s. La vida norteamericana habr¨¢ de compartir, desde ahora en adelante, la precariedad e incertidumbre que sufre la gran mayor¨ªa de los otros habitantes de este planeta.
Pese al tremendo dolor y las incalculables p¨¦rdidas que esto ha significado, me pregunto si este crimen apocal¨ªptico no constituye a la vez una de esas oportunidades de regeneraci¨®n y autoconocimiento que de cuando en cuando se les depara a los pueblos. Las crisis pueden conducir a la renovaci¨®n o a la destrucci¨®n, pueden usarse para bien o para mal, para la paz o para la guerra, para la agresi¨®n o para la reconciliaci¨®n, para la venganza o para el perd¨®n. Una forma para los norteamericanos de superar el trauma y sobrevivir al miedo y seguir viviendo en medio de la inseguridad que de pronto se les ha venido encima es admitir que su sufrimiento no es ni ¨²nico ni exclusivo, que ellos est¨¢n conectados, siempre que acepten mirarse en el espejo m¨¢s intenso y vasto de la gran humanidad de la que formamos parte, con tantos que en otras latitudes han padecido situaciones semejantes de repentina violencia. ?Ser¨¢ ¨¦sa la raz¨®n rec¨®ndita e inveros¨ªmil de que el destino haya decidido que el primer ataque contempor¨¢neo a la esencia misma de Estados Unidos se llevara a cabo ni m¨¢s ni menos que en la precisa fecha que recuerda un golpe militar que el Gobierno norteamericano aliment¨® y sustent¨®? ?Para que quedara se?alado el desaf¨ªo inmenso que espera a los ciudadanos de este pa¨ªs, ahora que saben de veras lo que significa convertirse en v¨ªctimas, ahora que se dan cuenta de lo que es tener a miles de desaparecidos, ahora que pueden por fin acercarse y comprender las m¨²ltiples variantes del 11 de septiembre sembradas por el globo, los sufrimientos similares que tantos pueblos y pa¨ªses pueden exhibir?
Los terroristas han querido se?alar y aislar a Estados Unidos como una potencia sat¨¢nica. El resto del planeta, incluyendo a muchos pa¨ªses y hombres y mujeres que han sido el objeto de la prepotencia y la intervenci¨®n norteamericana, rechaza -como lo hago yo- tal demonizaci¨®n. Basta con ver de qu¨¦ manera el mundo, en forma casi un¨¢nime, ha reaccionado ante la tragedia de Estados Unidos, mostrando su solidaridad y ofreciendo su ayuda.
Falta por ver si esta compasi¨®n mostrada ante la naci¨®n omnipotente del planeta, Estados Unidos -un pa¨ªs formado en gran parte por habitantes que han huido ellos mismos de vastas cat¨¢strofes, hambrunas, dictaduras, persecuciones-, se hace rec¨ªproca; falta por ver si los hombres y mujeres de esta naci¨®n tan llena de esperanza son capaces de sentir esa misma compasi¨®n hacia los otros miembros de nuestra especie, si los nuevos norteamericanos forjados en el dolor y la resurrecci¨®n est¨¢n dispuestos a participar en el arduo proceso de reparar a nuestra da?ada humanidad.
Ariel Dorfman es escritor chileno residente en Estados Unidos.
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