El cruzado picapiedra
El abogado Juan Marco Molines, que en otro tiempo fue diputado del PP en las Cortes Valencianas, est¨¢ en v¨ªsperas de uncir su nombre al de una atrocidad -todo lo leg¨ªtima que se quiera- sin parang¨®n por estas tierras. Fruto de su obstinaci¨®n u obsesi¨®n, podr¨ªa acontecer que, por fin, y despu¨¦s de un largo trayecto judicial amenizado por la pol¨¦mica, se acometiese la demolici¨®n parcial del actual Teatro Romano de Sagunto. Con tan azarosa depredaci¨®n de la obra que llevaron a cabo los arquitectos Giorgo Grassi y Manuel Portaceli no se recuperar¨¢, sin embargo, la imagen ruinosa y rom¨¢ntica de este coliseo antes de la intervenci¨®n, ni aparece por lado alguno qu¨¦ ventajas materiales o est¨¦ticas se alcanzan. Consta, eso s¨ª, que a los dineros que cost¨® la 'reconstrucci¨®n' de este monumento habr¨¢ que sumar otros mil millones de pesetas para financiar el derribo.
Si se cumple lo que ya tiene visos de fatalidad ser¨¢ justo endosarle todo o casi todo el triste m¨¦rito al citado letrado, apenas alentado por un peque?o mariachi medi¨¢tico. Al caballero no le complace plenamente la raz¨®n que le dio la Sala de lo Contencioso del Tribunal Superior de Valencia en mayo de 1993 mediante una sentencia que fue un¨¢nimemente calificada de mod¨¦lica por parte de juristas, arque¨®logos, pol¨ªticos y arquitectos. A mayor abundamiento, el Tribunal Supremo la ratific¨®, dando la debida satisfacci¨®n a este ilustre cruzado picapiedra. Ambos fallos vienen a dejar sentado que, en efecto, el consejero Cipri¨¤ Ciscar se salt¨® a la torera la Ley de Patrimonio al construir 'un teatro a la manera romana' sobre las ruinas originales.
Pero las citadas resoluciones judiciales no obligan a derruir necesariamente esas obras que, discutibles y discutidas, ya forman parte de ese paisaje y de nuestro patrimonio, al margen de su recuperada funcionalidad. As¨ª lo entienden muchos de cuantos, en su momento, objetaron el proyecto, previendo tal vez, entre otros fundamentos est¨¦ticos y emocionales, la beligerancia que suscit¨®. Pero una vez consumado, y a excepci¨®n de los irreductibles, han cedido en su acoso y asumido los hechos. Despu¨¦s de todo, no se ha cometido ning¨²n crimen. La misma Consejer¨ªa de Cultura ha matizado su criterio y se muestra renuente a dar luz verde a la ejecuci¨®n de la sentencia, propiciando pr¨®rrogas y recre¨¢ndose en la elaboraci¨®n de los informes sobre la correcta reversibilidad del monumento.
Cierto es que el actual teatro romano fue el resultado de un alarde de tozudez y de ligereza a la hora de interpretar la ley. Fue, adem¨¢s, una temeridad emprender tan vasta reconstrucci¨®n sin haber pulsado la opini¨®n p¨²blica, que acaso hubiese marcado la pauta a seguir, alentando o frenando en seco la iniciativa. Eran tiempos, todo hay que decirlo, de efervescencia cultural y de intrepidez. Pero aquellas temeridades nos han abocado a este trance que puede convertir en cascotes el coliseo saguntino. Todo depende del empecinamiento o discreci¨®n del letrado que nos ocupa y a quien hemos de reconocerle la coherencia. Pero rendido este tributo tambi¨¦n nos preguntamos por qu¨¦ man¨ªas o intereses le conminan a exigir la ejecuci¨®n de la sentencia con el fin de recuperar lo que, en todo caso, ya es irrecuperable. Cu¨¦lguese una medalla y no agrave un error con un disparate.
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