Felicidad, entre Dios y el diablo
Dado el historial de Philippe Sollers, como ensayista, como narrador, como fundador (1960) de la revista y de la colecci¨®n Tel Quel (a cuya desaparici¨®n sucedi¨®, en 1983, L'Infini), como pensador y te¨®rico, a ning¨²n lector extra?ar¨¢ su rechazo de las novelas realistas ('nos dan informaciones superficiales, el lector se contenta con eso, espuma, aproximaciones, mugre, l¨ªmites, prisi¨®n, dudas. Visi¨®n limitada por la frustraci¨®n, el tragaluz del resentimiento', escribe en Pasi¨®n fija) ni que, como en otras ocasiones, opte por un texto no lineal, producto de la conjunci¨®n, fragmentada, de retazos de una historia amorosa entre un joven escritor, corrector de pruebas en una editorial cient¨ªfica, y una viuda abogada de ¨¦lite; digresiones llevadas a cabo con distinta fortuna (brillantes y pol¨¦micas en ocasiones, y m¨¢s bien vacuas y prescindibles, otras); cr¨ªticas, dur¨ªsimas, contra la sociedad y el orden imperante en el mundo actual; comentarios, casi siempre felices, sobre autores cuya lectura entra a formar parte de la vida del narrador (Lautr¨¦amont, Rimbaud, Baudelaire, Victor Hugo, Breton...); rememoraci¨®n del pasado ideol¨®gico y revolucionario de dos de los protagonistas (el narrador y su amigo Fran?ois), y, todo ello, -?ay!-, pautado por el comentario del I Ching, cuya lectura conforma, para el protagonista, una experiencia existencial que acaba por fundirse con la amorosa ('mezclo expresamente el Tao y a Dora. Es como si ella hubiera venido a confirmarme en la v¨ªa china, y lo rec¨ªproco es cierto por definici¨®n'). Fusi¨®n en la que el narrador busca cumplir su meta: conseguir la felicidad en una ¨¦poca desesperada, dirigida por los desquiciados designios imperantes en un mundo regido por el pacto entre dios y el diablo.
Los lectores de Sollers (tanto del Sollers de los a?os sesenta -el Sollers de Le D¨¦fi, Premio F¨¦n¨¨on 1958, y de Le Parc- como el posterior, el de Mujeres, 1983, Retrato del jugador, 1985, o El secreto, 1993) conocen de sobra la pericia narrativa de este autor, su enorme talento para mantenernos aferrados a la lectura de sus novelas, ya sea por subyugarnos bas¨¢ndose en p¨¢rrafos realmente hermosos (en Pasi¨®n fija, entre otros, son admirables los pasajes dedicados a la m¨²sica), o, por el contrario, por mantenernos fijados al texto en espera de ver c¨®mo nos compensa la irritaci¨®n que nos produce alguna que otra de sus provocaciones. Pero raramente provoca aburrimiento. Ni siquiera en esta ocasi¨®n, su excesiva 'pasi¨®n' por el I Ching lleva a cerrar el libro. Personalmente, debo confesar que, tras su lectura, a¨²n sigo pregunt¨¢ndome qu¨¦ hay en esta novela como para que la valore positivamente pese al omnipresente I Ching. Est¨¢, c¨®mo no, esa inteligencia incordiante de Sollers; inteligencia incordiante, juguetona, y tambi¨¦n gloriosamente imp¨ªa (como los pasajes dedicados a la Francia profunda, heredera de los valores de Vichy, o aquellos en los que describe la confabulaci¨®n universal para ensalzar la desgracia). Y la prosa endiabladamente ¨¢gil y din¨¢mica, que cambia de registro con una facilidad pasmosa (y que el traductor, Javier Albi?ana, ha atinado a plasmar en castellano sin opacar en absoluto).
Nos hemos referido, al prin
cipio, a la voluntad expresa de Sollers por huir de la novela realista, aspiraci¨®n que, en s¨ª misma, no implica bondades ni perjuicio; en todo caso, depende del resultado. En varios pasajes, el mismo narrador se ocupa de describir qu¨¦ clase de artefacto narrativo est¨¢ desplegando al escribir su novela. Y lo hace, unas veces, indirectamente (como a lo largo de una digresi¨®n sobre pintura china: 'Que cada uno lo interprete como quiera, pero la evidencia est¨¢ ah¨ª: no puede leerse una pintura china en imperfecto, ya que nunca se da como presente. Eso s¨ª, no cesa de tornarse presente, desde un pasado transmitido al futuro. Rueda, fluye, se enrosca. Es a un tiempo pr¨®xima y lejana... se entra en el espacio y se sale de ¨¦l tras haberlo experimentado, respirado, palpado'), y otras, sin ambages, aunque arteramente: casi al final del libro, parodia su propia novela, resumiendo el argumento y explicando el ensamblaje de lo tratado en ella. Y digo 'arteramente' porque, fiel a su irrefrenable vocaci¨®n de encantador de serpientes, hace una ir¨®nica autocr¨ªtica sobre aquellos aspectos con los que m¨¢s sintoniza el lector, quien corre, as¨ª, el riesgo de desentenderse de los aspectos m¨¢s d¨¦biles del texto, como, entre otros, la desafortunada descripci¨®n de algunas fiestas de ambiente intelectual, de resultado sorprendentemente costumbrista en una novela que asegura rehuir el realismo. O t¨®picos empobrecedores del texto, como afirmar, al describir Nueva York, 'que puede uno morirse en una esquina, que a la gente le importa un pepino'. Como si no sucediera otro tanto en una esquina de Par¨ªs, o de cualquier otra ciudad. O, sin ir m¨¢s lejos, en la sala de estar de todos los hogares del mundo, donde la humanidad contempla espect¨¢culos como el llamado 'barco de la verg¨¹enza' en la pantalla del televisor.
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